Stendher en Santandal [Fragmento]

Moisés Mori

Cangas de Onís, Asturias, 1950. Estas son las primeras páginas del libro Stendher en Santandal. Un cuento cantábrico (Krk Ediciones, 2021).

1

El pasado fin de semana fui de nuevo a Santander para ver a mi tío Kike. No está bien. Y en esta ocasión apenas pudimos pasear por los sitios acostumbrados porque llovía bastante. Aun así, caminamos por la plaza Porticada y tomamos cerca de allí un café (sigue con palpitaciones). Pasamos luego por la librería Estudio y nos paramos también un buen rato en Gil (mi tío hojeó varios libros, pero no compró nada; le regalé una antología de Emily Dickinson). Me dijo que estaba leyendo poemas de Michaux, pero que Las grandes pruebas del espíritu le había resultado insoportable, que lo había dejado a la mitad.

Me parece que habla más despacio, que todos sus movimientos (incluso los mentales) son algo más lentos; pero no ha perdido lo fundamental, mantiene sus facultades, una buena memoria. Ahora le ha dado por buscar parecidos (y así, encontró enseguida un claro parecido entre una empleada de la librería Gil y Mari Luz, una pariente nuestra). El domingo yo quería salir antes de comer y vinieron él y Marietta a mi hotel, tomamos un aperitivo en la cafetería. Marietta está bien, tan guapa y encantadora como siempre, aunque se le notan ciertas miradas, algunos silencios de preocupación. Prometí que volvería con más calma.

Ya durante el viaje de vuelta pensé que podría tomar alguna nota sobre lo que han sido mis encuentros con Kike en estos últimos años, al menos unos apuntes, escribir cosas sueltas (Apuntaciones sueltas, tituló Moratín su libro sobre Inglaterra) y no tanto para esbozar así un personaje de novela o presentar un caso curioso, sino para poner algún orden en mis ideas.

Apuntaciones, qué palabra tan bonita; tan antigua y hermosa como la vida de tío Kike. «Talmente Al Pacino», dijo del camarero del hotel.

(Abril, 2019)

2

Recuerdo haber leído en El País (hace de esto muchos años) un artículo de Gabriel García Márquez sobre Stendhal. El recuerdo es muy borroso (tal vez ni siquiera aquel artículo se publicó en ese periódico) y, en realidad, sólo me acuerdo de una cosa, de que el Nobel colombiano planteaba algo así como una comparación entre las dos grandes novelas de Stendhal, Rojo y negro y La cartuja de Parma. Y lo que García Márquez venía a decir es que los lectores, los lectores en general, suelen preferir Rojo y negro, mientras que los novelistas, y él mismo en particular, consideran superior La cartuja de Parma.

Aunque no puedo precisar fechas, yo era entonces muy joven, pero estaba interesado en la literatura y de hecho había leído esas dos novelas, como había leído los principales títulos del colombiano. En aquella época el autor de Cien años de soledad estaba en todo lo alto, gozaba de enorme prestigio (cada libro que publicaba era un acontecimiento editorial), así que su opinión en este caso (algo así como el juicio de Paris) tenía importancia para mí, sobre todo porque, de rebote, venía a colocarme entre «los lectores en general», es decir, entre quienes preferían Rojo y negro a La cartuja, lo que, a fin de cuentas, me alejaba de las gentes de letras, de aquellos que, en definitiva, sabían ver en una gran obra literaria como La cartuja de Parma todo lo que a mí, lector voluntarioso pero fuera de juego, se me escapaba.

Yo había leído Rojo y negro cuando aún vivía con mis padres, y me había gustado. No obstante, se trataba de una lectura aislada, casual, un libro que yo había cogido de entre los que Javier, mi hermano, se encargaba de pedir al Círculo de Lectores (conservo ese ejemplar con su firma; traducción de Antonio Vilanova). Y ya había terminado mis estudios de Periodismo y vivía por mi cuenta cuando llegué a La cartuja de Parma. Compré ese libro en la edición de Alianza, dos volúmenes, traducción de Consuelo Berges: lo leí con interés, pero me pareció que era un lío de amores, de venganzas, una intriga cortesana y un tanto inverosímil, casi un folletín romántico; lo terminé por las buenas. En aquel momento mi trato con Henri Beyle no fue más lejos, y no como consecuencia de esa pequeña decepción, sino porque sus otros libros (Paseos por Roma, Del amor…, aquellos títulos que más o menos me sonaban) parecían ser menos importantes. No obstante, sabía bien que Stendhal era un nombre mayor de la literatura, alguien al que, por supuesto, debía tenerse siempre en consideración, aunque no se le hubiera leído mucho (como a Byron, por ejemplo, o a Galdós, a Pirandello…: son innumerables los dogmas; y la ignorancia, enciclopédica). Así que esa era toda mi experiencia stendhaliana cuando me encontré con el artículo de García Márquez sobre las dos grandes novelas de Beyle, con aquel juicio que —pensaba yo— ponía al desnudo mis limitaciones.

Los libros no son siempre idénticos a sí mismos, cambian con nosotros, con cada lectura que hacemos de ellos. Parece evidente que no puede ser lo mismo leer Moby Dick a los quince años, con las expectativas propias de un adolescente, que leer o releer esa extraordinaria novela ya en la edad adulta, con una trayectoria vital detrás y unas mayores referencias culturales. Pero es que la lectura también puede ser distinta cada día, pues depende del momento, de las preocupaciones, de la luz del sol, de nuestros hijos… Y así, en Leyendo escribiendo, señala Julien Gracq: «¡Cómo cambia a veces el enfoque de un libro (y hasta su equilibrio íntimo) dependiendo del tiempo y el humor! Ya no encuentro del todo el placer que sentía al leer La cartuja hace veinte años, placer que no fue nunca, ni con mucho, comparable al que me produjo a los quince el Rojo y negro».

En ese mismo libro J. Gracq dedica páginas —magistrales— a «los cuatro grandes de la novela francesa: Stendhal, Balzac, Flaubert y Proust». Sobre Stendhal en particular escribe con enorme admiración, valora en su obra especialmente el movimiento narrativo (allegro), su ligereza, la alegría que produce su escritura; dice, por ejemplo: «Si empujo la puerta de un libro de Beyle, entro en Stendhalia, como lo haría en una casa de vacaciones: la preocupación cae de los hombros, la necesidad desaparece, el peso del mundo disminuye; todo es diferente: el sabor del aire, las líneas del paisaje, el apetito, la ligereza del vivir, incluso el saludo, el trato con la gente». A ningún otro libro de Henri Beyle le convienen tanto esas palabras como a La cartuja de Parma (el aire del lago Como, la inteligencia de la duquesa Sanseverina y el conde Mosca, los entusiasmos de Fabrice, sus amores con Clélia en la torre Farnesio…), y posiblemente el autor de Leyendo escribiendo esté pensando ahí, ante todo, en esa novela.

Gracq dedica a las obras de Henri Beyle comentarios muy sugerentes, siempre oportunos y completamente originales, pues surgen de la experiencia propia: de la lectura directa de los textos, de un saber verdadero, pues no es necesario recordar que el autor de El mar de las Sirtes es uno de los grandes del siglo XX; y —como hemos visto— a partir de esa experiencia, de esas lecturas y relecturas de Stendhal, a quien relaciona más de una vez con el siglo XVIII, no deja de pasar por ese punto obligado que consiste en comparar («placer que no fue nunca, ni con mucho, comparable») sus dos títulos mayores. Y es sabido que «Julien Gracq» (nom de plume, pseudónimo de Louis Poirer) es en parte un homenaje a Julien Sorel, el personaje central de Rojo y negro.

En su edición de La cartuja de Parma, Consuelo Berges incluyó un largo e interesante prólogo (una introducción en toda regla) que se abre con esta duda o interrogación: «¿La cartuja de Parma o Rojo y negro?». La traductora y gran stendhaliana («y cántabra», como me ha hecho saber tío Kike) contesta así: «Si nos guiamos de la fama, Rojo y negro. (Si me piden mi opinión, Rojo y negro)», pero inmediatamente añade: «Los votos que yo he leído o he oído favorables a La cartuja en competición con Rojo y negro son casi todos de novelistas». Con lo que se viene a respaldar el juicio de García Márquez, pero, sobre todo, se confirma y asienta aún más ese eventual espacio en el que se comparan y hasta compiten —¿a quién quieres más?— dos obras de un autor.

Con todo, falta a este juicio una tercera diosa. La trae de la mano Leonardo Sciascia, quien ha mostrado siempre un gran interés por los libros de Stendhal, por aquel viajero enamorado de Italia que había pedido para sí mismo este epitafio: «Arrigo Beyle, milanese». Sciascia encuentra en la vida y obra de Henri Beyle un campo a la medida justa de esos ensayos suyos que saben cruzar lo histórico-político con el análisis literario (por ejemplo, «Stendhal for ever»). La lectura del francés le produce sensaciones semejantes a las que se nos señalaban en Leyendo escribiendo, el mismo placer y apetito de vivir: «el gozo que produce Stendhal —dice el siciliano— es tan imprevisible como la vida». Y es también así, de forma inesperada, como a las dos novelas mayores de Beyle añade Sciascia un tercer título en competición, Vida de Henry Brulard.

Como si fuera un enamoramiento, ese célebre proceso de cristalización del que habla Stendhal en Del amor, hay en el stendhalismo, según Sciascia, tres momentos o grados: el primero o grado elemental viene con la conmoción (flechazo) de Rojo y negro, tal vez el primer libro al que hemos llegado («empezamos, en efecto, por dar la preferencia al Rojo y negro»), se pasa luego a La cartuja («pero en cierto momento, casi inadvertidamente, nos inclinamos a amar más La cartuja de Parma»), pero sólo se alcanza el punto máximo con Vida de Henry Brulard («hasta que un día, de repente, nos descubrimos metidos en el Henry Brulard como en la esencia misma de la obra stendhaliana y en la plena luz de la razón por la cual lo amamos»).

Recordemos que Vida de Henry Brulard es un libro inacabado, de corte autobiográfico, que tiene una cierta continuación (aunque lo había escrito antes) en Recuerdos de egotismo, igualmente sin terminar, y en el Journal (los tres textos fueron publicados póstumamente, a finales del XIX). Y sigue Sciascia sobre Henry Brulard: «Que a dos novelas suficientemente ordenadas, casi perfectas como novelas y de fascinante vitalidad, se acabe prefiriendo una desordenada autobiografía, significa simplemente que Stendhal es un escritor absolutamente “distinto”, y que absolutamente “distinto” es el lector que en sus páginas halla afinidades y confianza».

Sciascia habla asimismo de un «misterio Stendhal», pues no sabe muy bien de dónde proviene exactamente esa fascinación que produce su obra; no obstante, le busca a Beyle un precedente en Montaigne: «ambos están en la que podemos llamar la finis terrae de la literatura: allá donde comienza el océano tempestuosamente gozoso y gozosamente tempestuoso de la vida». De ese océano surge Afrodita, diosa de la belleza y el amor. Pues con independencia del juicio literario, la palabra clave para el stendhalismo de Sciascia es gozo, lo que coincide con el placer y el allegro señalado por Gracq, el hermano de Julien.

3

Cuando, después de casi treinta años, tío Kike volvió de México, no pensaba quedarse en Santander sino instalarse en Madrid; sin embargo, Marietta le hizo ver las ventajas de vivir en una ciudad pequeña, tranquila, de disponer de una buena vivienda junto al mar, la misma casa donde Kike y mi padre habían nacido.

La adaptación a su nueva vida de repatriado y jubilado ocioso fue discreta. Durante algún tiempo trató de ponerse en contacto con antiguos amigos. Conocía a mucha gente en la ciudad, pues tío Kike (Kike el Suelto, lo llamaban algunos) había sido todo un personaje en sus buenos tiempos. Aun así, después de tantos años, no era fácil hacer revivir aquellas amistades; quedaba la simpatía, el afecto mutuo, pero la vida de cada cual había tomado su rumbo, y los encuentros, tanto los buscados como los ocasionales, apenas pasaban de un intercambio de primeras informaciones: la mujer, los hijos, trabajos, enfermedades, los que ya no estaban con nosotros; y luego la rápida evocación desordenada de buenos recuerdos, de los viejos tiempos: playa, colegios, amores. Como Kike no ha tenido hijos, su conversación se inclinaba con facilidad a su larga estancia en México, a semejanzas y diferencias entre la vida de aquí y allá: hábitos, palabras distintas para las mismas cosas, asombros, trivialidades.

Se encontraba a gusto en su ciudad natal, saludaba en la calle a unos y otros, pero pronto fue haciéndose a una vida más bien reposada, un tanto solitaria, lo que representaba un cambio sustancial en sus costumbres de siempre, en su carácter. Por su parte, Marietta se adaptó muy bien a la vida española, se integró de forma natural en un grupo, señoras de su edad que organizaban su tiempo sin mayores complicaciones: se reunían a charlar y tomar algo, iban a veces al casino, compraban ropa, revolvían en tiendas de antigüedades; una mediocridad provinciana que, sin embargo, ella, acostumbrada a las grandes ciudades (Buenos Aires, México), a ambientes muy distintos, llevaba ahora con elegancia, sin quejas ni afectación.  

Y poco a poco, inopinadamente, tío Kike fue haciéndose lector. Hasta entonces sus distintos trabajos, desde los principios en Santander y luego en Ciudad de México, nunca le habían dejado mucho tiempo libre, pero tampoco él le había prestado especial atención a las Letras (con mayúscula). Es verdad que de joven le gustaban aventuras y exotismos un tanto novelescos, aficiones compartidas con chicos de su edad: los tigres de Bengala, las minas del rey Salomón, piratas, nazis, la conquista del Polo Norte…, todo ello alimentado principalmente por el cine (Murieron con las botas puestas, Cuando ruge la marabunta, Tarzán…), aunque también podía conducir ocasionalmente a algún libro de Stevenson, Salgari, «El gato negro», Julio Verne o a la biografía de María Antonieta. Pero no fue hasta su regreso a España cuando, y sin pretenderlo expresamente, mi tío se fue acercando poco a poco a los libros, a obras literarias bien conocidas y nombres históricos, pues, en principio, no le interesaban autores de moda o contemporáneos, la actualidad. Para él, leer era, en cierto modo, como volver al colegio, repasar el bachillerato.

Disponía de tiempo. Tuvo la curiosidad de ver por qué eran tan celebrados algunos escritores mexicanos de los que había oído hablar mucho allá, pero pasó sin frío ni calor por la mayoría de ellos (Azuela, Vicente Leñero, Ibargüengoitia…). Leyó también con parecida atención a novelistas españoles del XIX, como Blasco Ibáñez, Pardo Bazán o Galdós (principalmente las novelas que este ambientó en nuestra provincia), sin olvidar a José María Pereda (fragmentos de Peñas arriba fueron obligatorios para su reválida de sexto), ni las Leyendas de Bécquer, que fue lo que más le intrigó. Pedro Antonio de Alarcón —me diría tiempo después y a propósito de otra cosa— le pareció espantoso, «un verdadero enfermo», pero le propició, a un tiempo, una forma de atención, pues los demonios del escritor —decía— también asoman en las historias que imagina. La lectura era todavía para él un pasatiempo: prefería leer (cosas sueltas: «Canto a mí mismo», Romeo y Julieta) a ver la televisión, aunque le gustaban las películas, algunos programas concretos. Pero el libro que lo encaminó decisivamente a la literatura se lo regaló Marietta. Los lanzallamas de Roberto Arlt era para ella un clásico (y no necesitaba, por tanto, haberlo leído), pero a tío Kike esa historia extrema, tan desgarrada y, por otra parte, tan ajena a sí mismo, le hizo entender las muchas posibilidades de la literatura, los mundos que aún le quedaban por descubrir (Nietzsche, Dostoievski, el mal, el anarquismo). En esos años fue creciendo día a día. Sólo echaba de menos un interlocutor a su altura, alguien con quien compartir esa nueva vida. Ninguno de los amigos con los que a veces salían a cenar podía cumplir ese papel; y, en cierta medida, también Marietta quedaba al margen. Se acostumbró a visitar librerías de viejo, a pedir algún libro en la biblioteca pública. Por entonces no nos veíamos (salvo algún suceso familiar, o alguna visita que por casualidad pudiera yo hacer a Santander), aunque sentía hacia él un cariño especial: estaba siempre el recuerdo de cuando yo era niño, la admiración que sentía entonces por mi tío: desde su estatura, 1,85 m («pero llegaré al metro noventa», decía con humor cuando no estaba lejos de los treinta años), a su simpatía natural o sus conocimientos náuticos. Tío Kike había sido para mí, si no un modelo, una figura mitificada.

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