Había sido un impulso. Eso y nada más. Un arrebato inexplicable, quizá, aunque de ninguna forma vinculado con una riña pretérita que no valdría la pena discutir nuevamente (no dejes los calcetines tirados, amor, ponlos en el cesto de la ropa sucia, por ejemplo). No estaba molesto con ella, tampoco se sentía deprimido. No tenía en ese momento frustraciones de índole sexual, profesional, financiera ni espiritual. Simplemente había despertado a mitad de la noche, aunque la interrupción de su sueño no se debía a una pesadilla o a un ruido doméstico que hubiera conseguido alarmarlo. Sólo había despertado a deshoras, eso era todo.
Cuando supo que el cansancio no lo gobernaría de inmediato, decidió besar la oreja de su esposa, apenas rozándola con sus labios un poco resecos debido al otoño (mañana te compraré un tubito de cera humectante, amor), con la esperanza de que ella diera señales de estar despierta: una sonrisa, el encogimiento de un hombro debido al cosquilleo en la oreja, volverse hacia él para recompensarlo con un beso en los labios. Pero ella siguió dormida. Su respiración mantuvo la cadencia habitual de quien sueña profundamente. Enseguida los besos se convirtieron en mordidas apenas verídicas de tan suaves, apenas tangibles de tan delicadas. Aunque leve, la presión en el cartílago había sido suficiente para hacerla reaccionar, primero soñolienta, luego sonriente porque entendió lo que sucedía en la oscuridad de su habitación: él la besaba con ternura. Un gesto cariñoso que llevaba meses sin dedicarle (creo que mi esposo y yo estamos alejándonos, le había confesado a su terapeuta durante una consulta reciente).
El incremento en la presión e ímpetu de las mordidas la obligaron a sacudirse. No tan fuerte, mi amor, dijo ella, pero él ignoró la solicitud e intentó que los dientes de su mandíbula superior hicieran contacto con sus contrapartes inferiores, aunque el lóbulo estuviera de por medio. Ay, así no, amor; me duele, insistió. Él, como única respuesta, envolvió la oreja completa con su boca y unió las mandíbulas para arrancársela. Los gritos maternos consiguieron despertar a los niños, que dormían en la habitación contigua. Ambos, aunque aterrados, atendieron ese llamado histérico que los hizo reaccionar de inmediato para ayudar a quien aún estimaban como la persona más importante en el mundo. Cuando por fin encendieron la luz para averiguar por qué su madre gritaba de esa forma, pensaron que su padre ya se encontraba consolándola porque la besaba en la cabeza, o al menos eso les pareció que él hacía. No fue sino hasta después de varios segundos más de aullidos y jaloneos cuando advirtieron lo que había ocurrido: la oreja de la madre ya no pertenecía a su cabeza. La sangre que descendía por su cuello era la misma que manchaba las sábanas y escurría de la boca del padre, aunque los pequeños aún no comprendían por qué. Ella parecía la protagonista del tipo de películas que les tenían prohibido ver debido a su contenido gráfico y supernatural y el rostro de él era casi idéntico al de una hiena después de haber cazado y devorado las entrañas de un antílope en un documental de National Geographic.
Al suponerlos víctimas de un peligro inminente y cubriéndose la herida con una mano, ese lugar donde debía existir una oreja, ella se acercó a sus hijos —quienes ahora emitían berridos con tal intensidad que cualquier vecino insomne podría confundir con los lamentos nocturnos de una bestia en celo—, para abrazarlos y protegerlos de ese hombre al que ya no podía referirse como esposo o padre, aunque él no mostrara la menor intención de lastimarlos, porque sólo se limitaba a contemplarlos desde la cama, arrodillado y con sangre escurriendo sobre su pecho, mientras continuaba masticando la parte más resistente del órgano desprendido.