Sobre un tatami blanco / Pilar Salamanca


para empezar diciendo que no abriga pudor alguno por estar sintiendo lo que ha descubierto en lo hondo de su cuerpo, como un dolor dulcísimo y vibrante hecho de latidos de un corazón que no es tal y sin embargo golpea su carne por dentro, a oleadas y latidos y desvela su ser como la marea que, cuando se retira, deja al descubier-to los bajíos de la playa sembrados de conchas tiernas, desconoci-dos nácares que son células de su alma

 

y cuando le ve, con ese aturdimiento que da el hambre de aromas, no tanto un hambre física como de esencias puras, se vuelve muda y olvidada de sí y sólo puede escuchar lo que él dice ni siquiera con atención sino sólo un poco ida por el asombro y aunque por dentro no esté muy de acuerdo, tanta es el ansia que tiene de tocarle, y algo en su cara sonriente, la de ella, le haga decir a él «Pero bueno, ¿estás dormida o qué?», mientras continúa diciendo, ahora sin mirarla, que el yoga es una gimnasia inmóvil, una mística, una técnica para alcanzar la felicidad, sumergidos en la pureza total y en el dominio del cuerpo

 

en todo caso no en el suyo, piensa ella con aire de disculpa y se imagina siendo una boca grande que suave absorbe los hilos de aliento que él expira por la suya; imagina que aquel instante es siempre y que aún después de siempre siguen juntos acari-ciándose hasta el desmayo; imagina que está tendida a la sombra de las sábanas que protegen su sueño y que al despertar él y abrir los ojos ella, que ni siquiera está dormida, se unen en un abrazo; imagina, porque es esencial recordar lo importante que puede llegar a ser un detalle, que es lo bastante hábil para hacerle saber cuánto le desea e imagina también que, en realidad, no está sangrando por dentro

como ahora, cuando ya ha empezado a esperarlo. Que vendría, dijo, cuando terminara las clases, que si la apetece tomar un café, que bueno, que entonces a las ocho, con el rostro tranquilo y huraño, bajo la jactanciosa caída de un flequillo que había estado allí desde el principio, es decir, desde antes de que le conociera y antes también de darse cuenta de que había algo fantasmal, casi insoportablemente erróneo en su mirada

 

y ella espera, se ha puesto a esperar desde las cinco y lleva casi tres horas con la frente apoyada en el cristal de la ventana sintiendo cómo el deseo le suda por dentro, comprimi-do bajo enormes brazadas de silencio tibio y pegajoso, estancado como la sangre muerta, hasta que al fin no puede soportarlo más y se pone a dar vueltas por la habitación: y ve que su sombra gira, no inquieta y ágil sino lentamente y pesada, deslizándose por la pared entre las otras sombras de muebles y cosas, en un círculo agrietado a trechos por la luz

 

pero en ninguno de los minutos de esas tres horas es capaz de averiguar qué es lo que quiere de él, aparte claro de desear furiosa-mente su cuerpo y luego su voz, ella que tan a menudo se administra el placer como si fuera a quemarse, a consumirse y suele partir o retrasarlo, segura de que lo encontrará a la vuelta, que seguirá allí donde lo dejó cuando extienda la mano, lo que desde luego no siempre ocurre porque a veces se olvida lo urgentemente que necesita su presencia y no otra cosa y olvida también, perdido entre los surcos esquemáticos de su memoria, cuál es exactamente la clase de placer que ha rechazado y desorientada en la foresta de tanto descon-cier-to, amanece y anochece muchas veces antes de decidirse a vivir aquel instante que, resignado, aguarda en efecto su vuelta en algún recoveco de su historia. Entonces ella, no porque crea que va a lograrlo, abre un frasco de perfume, escucha esa música, se busca la piel por los rincones, no en las manos ni en el pelo sino en las rendijas de las uñas, en lo hueco del codo… y, cuando todo ha pasado, vuelve a preguntarse en qué demonios habría estado pensando antes, cuando titubeaba y no quería gozarse y entonces se jura que nunca más le volverá a ocurrir

 

y menos ahora cuando toda ella se ha llenado de algo que parece savia y amenaza con desbordar los peces de sus ojos, las fibras de su cuello y toda su cintura hacia abajo. Entonces, para matar el tiempo, se mira en el espejo y, lentamente, se entretiene perfilán-dose los labios. Luego, con un pincel muy suave, los rellena de un color parecido al rosa palo, sólo que un poco más sangriento

 

y cuando llega, ella recuerda cómo era su deseo, recuerda lo que cualquiera que hubiese nacido podía contarle de un cuerpo que gime exactamente igual que un animal, que gime y que dice te quiero a ti, si eres él, aunque sabe que cuando lo dice ni siquiera lo piensa del todo, sólo lo siente y él sabe que su cuerpo lo sabe pero ni siquiera está provocándole a hacer el movimiento siguiente porque está seguro que ella lo hará de todas las maneras y, por eso, ella no puede evitar enrojecer bajo sus ojos. Finalmente él sonríe y le pregunta: «¿Quieres dar un paseo?»

 

con cada una de sus palabras, ella tiende un lienzo de ausencia que les separa del mundo y acepta el riesgo de perderse a sí misma y ya irrecuperable, o por lo menos privada del norte, vivir obligada a pagar para siempre en llanto. Y al instante siguiente le oye decir que la pureza del yogui es pureza de agua, pureza de agua que corre, el yogui como agua, deleznarse, fluir entre los dedos, sin pasión alguna. Que ella ha de saber esperar, dice, incluso el placer que desea y ponerle un precio alto, de perfecta belleza y acabamiento porque sin ese precio, insiste, la belleza, el amor sería un sueño vacío      

pero cómo decirle que es precisamente en esa corrupción del sueño donde ella le quiere, cómo decirle que le añora empapado en lo agrio del sudor y del semen, resbalando sobre ella, hacia dentro de ella como agua subterránea y torrente, trenzados de manos y piernas, apretada-mente

 

y cuando ya sin contenerse le pregunta el precio, dime, a qué te refieres cuando hablas de un precio de perfecta belleza y qué ocurriría si encontrases a alguien que estuviera dispuesto a pagarlo, ve cómo el libro que él sostiene en una mano va inclinándose despacio hasta cerrarse del todo y ve cómo alzando luego la otra mano da unos golpecitos sobre el lomo, sonoros en el silencio brusco, sin que esto implique impaciencia ni menos aún sorpresa, sin que implique nada en absoluto, más bien como abstraído, como si estuviera tecleando en una máquina de escribir y no se diera cuenta de lo que ocurre a su alrededor hasta que, moviendo un poco la cabeza entre indeciso y asustado, confiesa que nunca lo ha pensado, que ni siquiera se ha parado a imaginar lo que significa la belleza. ¿Algo pequeño, quizá? ¿Algo desacos-tumbrado, mínimo o por el contrario arrebata-dor y enorme como un volcán?

 

entonces ella decide acudir a la cita con un regalo. Porque está el asunto de las citas, claro. Aunque se ven con frecuencia, nunca lo hacen a solas y de esta forma no sólo ya su deseo y la vergüenza sino también su objetivo (el hombre, el lugar, el instante mismo) pierden sus perfiles, se disipan en el vacío convencional y ralo de los gestos y es como si no le tuviera delante porque observa inquieta, incluso desesperada, cómo día a día su presencia se transforma en una rutina hasta esfumarse al fin en la niebla azul de su angustia como un fantasma herido y ella misma, su propia sombra mínima y esquemá-tica, se aprieta contra él en un abrazo frenético pero también imaginado porque a él su deseo no parece importarle nada, no parece bastarle en absoluto, y así cuando quedan, sólo para hablar, le dijo, ella había contestado que sí, sí, bueno, si te parece, con desgana…

 

y, con ella misma de la mano, se acerca entonces a la tienda de flores y compra un ramo de anémonas abiertas al rosa obscuro, al carmín, al lila, al amarillo, de pétalos sedosos y estremeci-dos como el hocico húmedo de un perro. Después, con ese ramo boca abajo para evitar que los tallos se quiebren, se llega a la cita, flexible toda y húmeda, como las anémonas después de la lluvia

 

con los sentidos aguzados ante el encuentro y la tensión que la rodea desde fuera de todo como una nube, se dispone a abrir la puerta. Duda un poco antes de llamar pero al final decide empujarla suavemente. En medio de la sala, sobre el tatami blanco de los entrenamientos, donde las fracciones de luz se descompo-nen en mariposas minúsculas, le ve sumido en la Fortuna, la postura más querida de los yoguis y se dice que le ama tal cual es, es decir, le ama a fuerza de desearle cada minuto todos los minutos salvo que haya bebido o que esté en el trabajo o hubiera algo que precisase ser hecho con urgencia, porque le necesita y esa necesidad tiene cierto aire de responsabilidad, es, como mínimo, indicio de una voluntad de asumir, al menos, una parte del sentido de su vida. Alarga hacia él su ramo de flores, como si acabara de pintarlo, colores balbucientes, tan tímidos, luchando a duras penas por abrirse paso en la penumbra, ella agarrada con una mano a los tallos para no caerse, mientras extiende la otra en el aire a modo de puente sobre el abismo que los separa. Pero está atemorizada, así que cuando él se acerca para cogerlo, ella, sin saber cómo, lo deja caer

 

el deseo más urgente de ella, una mujer, es convertirse en mujer

 

y hay unos instantes de pánico. Se sostienen la mirada como los dos heridos que son, buscando apoyo. Ella escucha las trompetas de sus tímpanos, con tal fuerza que por unos instantes piensa que le va a estallar la cabeza. Él no dice nada. No puede decir nada; lo que hubiera querido decir o podría decir queda no sólo fuera de su alcance sino de su capacidad de comprensión; sólo puede esperar las palabras de ella, si llegan, y resignar-se si no llegan. Por eso, al cabo solamente de unos instantes, se inclina, y con las manos en las rodillas contempla en silencio los pétalos perdidos, las flores descabeza-das abiertas sobre la tarima, soles pulverizados, se inclina y dice: no te inquietes, siguen siendo bellas, exactamente de la misma forma que hubiera podido decir es tarde o tenemos que salir, antes de ponerse de pie para ir a buscar algo mientras ella anhela con absurda vehemencia sentir el roce de sus pies descalzos en la palma de su mano. Después vuelve la cabeza y él dice mira y le enseña un vaso, esta vez directa, directamente a sus ojos, a sólo medio metro de distancia y pasa a su lado y ella se pregunta qué es lo que está haciendo casi sin parpadear hasta que le ve arrodillar-se de nuevo para ir colocando uno a uno los tallos dentro del vaso y ella, con un sentimiento de alivio, alegría casi, piensa: entonces le importo, casi con asombro, y luego se da cuenta de que él está deslizándose, arrastrándose casi sobre sus rodillas, como hacen las geishas con sus invitados, de un lado a otro de la habitación entre las esteras y las mesitas de laca, agarrando el vaso con las dos manos antes de colocarlo sobre el tatami y volver atrás, una vez más, para recoger los pétalos caídos y extender-los todos sobre lo blanco. ¿Ves?, repite él, siguen siendo muy bellas…

 

y la mira directamente a los ojos, quizá unas décimas de segundo, y aparta la vista luego y se vuelve para dejarle sitio cuando ella se acerca al tatami y siente que por su garganta se desliza lo indecible y que todo el silencio del mundo no sirve para ahogar los latidos de sílabas ya desaparecidas, sílabas de cualquie-ra de las palabras que hubiera podido decir, y no dice, frente a él, hombre al que ha amado tanto y que ahora se esfuma en su presencia mientras ella teme, y espera que es posible que no vuelva a verle aunque se cruzarán sin duda por la calle como otras veces de casi todos los días mientras los dos sigan viviendo en la misma ciudad y eso será todo: él, no ya el hombre sino sólo un recuerdo de aquel instante de belleza perfecta, y por tanto inhumana; ella, el fantasma sediento de aquella mujer que le había amado tanto para olvidarlo después y que arrastraba en su feminidad despreciada la leve huella de una sorpresa, herida por la necesidad no de plenitud o de posesión, sino simplemente de confirmación en su incierta calidad de mujer

 

y algún día, ni siquiera eso

 

por un momento se siente incapaz de sobrepasar aquel fulgor, el reconoci-mien-to de aquel instante. Luego, cuando él se acerca y con labios conmovidos la mira de arriba abajo y le acaricia los hombros, ella no se mueve, no respira, sonríe apenas. Entonces él, como haciendo un esfuerzo, la atrae hacia sí y la tiende sobre el tatami blanco

 

pero ella siente que el instante ha pasado.

 

 

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