Tijuana, Baja California, 1988. Artista, arquitecta, gestora cultural y doctorante de Estudios Culturales. Investiga sobre el paisaje del agua.
Este texto busca sumarse a la serie de conversaciones que han estado sucediendo alrededor del trabajo de Elma Correa, una autora que me encanta leer desde su primer libro Que parezca accidente (Nitro/Press 2018) y que, en los últimos años, la fortuna de convivir regularmente con ella y leer algunos de sus cuentos antes de que se publiquen, me hace creer que la leo de cerquita y que tengo nociones sobre qué la mueve a ensayar ciertos temas con determinados escenarios o personajes.
También es que lo poco que sé sobre leer cuentos lo aprendí en su taller de cuento, el del Salchipulpo, cuando empezó la pandemia. Y otra parte en los encuentros de Tiempo de Literatura que organiza cada año con Antonio León en Baja California. Entonces, Elma no es sólo una amiga a quien leo con cariño y de cerca, también ha sido una profe generosa para mí y otras personas. Y esto es particularmente importante en el rancho, es decir, Mexicali, el lugar del que ambas somos originarias porque, aunque parezca una ciudad de pura maquila donde las bibliotecas municipales cierran puertas a las tres de la tarde, ahí está Elma trabajando activamente por hacer espacios en los que se articulan comunidades para pensarnos desde la escritura como individuos, pero también como territorio.
Ese compromiso, tanto con la literatura como con la comunidad, existe fuera y dentro de sus libros. Yo lo veo manifiesto en esta serie de nueve cuentos. Naturalmente, porque ha pasado algo de tiempo y vida desde sus primeros libros, la escritura de Elma Correa tiene otra fuerza y su mirada, otra complejidad. Ahora observa con más herramientas al poder inserto en toda relación espacial, porque ella sabe analizar con métodos científicos y toda la cosa, pero también porque antes de esas herramientas la autora piensa desde otras lógicas, más de la entraña, y no las deja de agudizar.
Hay compromiso con la forma y el trabajo de cada uno de los cuentos, sí, pero también con el ensayo de ideas y de fenómenos; las mujeres en sus relaciones de poder, el desierto y la frontera, la sexualidad —énfasis en el desarrollo de la sexualidad—, la locura —de los personajes y los lugares— y sobre todo los embrollos de los vínculos afectivos entre humanos y con otros seres vivos, como los perritos, pero también con los ecosistemas, como verán en el cuento «Marea roja».
Si en sus libros previos, Llorar de fiesta (BUAP, 2022) o Mentiras que no te conté (UdeG, 2021), Mexicali y la frontera van acaparando espacio entre los personajes, en La novia del león (Nitro/Press, 2024) el espacio adquiere un rol protagónico y casi determinante: la asimetría entre la costa de San Diego, California y el valle agrícola de Mexicali, la relación (ecológica y económica) entre el Pacífico y el Golfo de California, el delta del río Colorado, la llanura arenosa de la Laguna Salada, los terremotos; incluso la casa; un espacio que no sólo construimos, sino que nos construye.
La novia del león es una acróbata conversa a la prostitución a raíz de que el circo en el que trabaja deja de operar. La desaparición de una niña en sus inmediaciones inicia un proceso judicial que los tiene varados, a la carpa y los cirqueros, por un buen rato. Y a la morra le urge huir con el león esquelético porque no es de Dios tener a las criaturas del circo atrapadas en el calor de Mexicali. Y menos porque sus manejadores son los verdaderos animales. Actualmente, el circo que toma de referencia la autora está instalado en la ciudad de Mexicali, a pesar de haber estado involucrado en un caso de feminicidio.
Si bien el cuento es su propio universo, desde este, que es el que abre el libro, Elma va comprometiéndose con hacer al contexto personaje activo y con poner el dedo en la llaga de asuntos que pasan fuera de las hojas.
Otro ejemplo es «Siempre hemos vivido en la montaña», donde aparece el personaje de Dodo de los Aires, un morrito que vive en una comunidad alternativa, supuestamente anticapitalista, a las faldas del cerro sagrado del Cuchumá en Tecate. Un cerro que además está cortado por el famoso muro binacional. En el cuento narrado por esta voz de Dodo, Elma explora las relaciones filiales, el adultocentrismo, la supuesta inocencia infantil, pero también, sin resolver ningún problema moral, arroja al sartén de modo crítico a los proyectos educativos y comunidades utópicas aisladas. Que, además, sí suceden en las faldas de este cerro de Tecate, sagrado para las comunidades yumanas, pero privatizado por proyectos de well-being que capitalizan la sacralidad del cerro y que han detonado una industria inmobiliaria para gringos en una comunidad hippie-chic aislada.
La autora va poniendo el dedo así, astuta e irónicamente, sobre llagas vivas que pueden estar puntualmente ubicadas en el territorio de la frontera norte, pero también en tantas otras situaciones en las que la violencia y la viejolesbianitud no reconoce escalas ni género. Sobre la belleza, el trabajo minucioso y la cualidad quasiadictiva de los cuentos de Elma ya han hablado y seguirán hablando los grandes premios de la autora y las personas expertas en literatura. Como una lectora no especialista y habitante de aquel rancho (Mexicali), me emociona tremendamente tener la voz de Elma narrando nuestra franja de la frontera, politizándose con nosotras y compartiendo la belleza de su universo. Así, les exhorto a todes a emocionarse también y a seguirle la pista para continuar pensando con su escritura.