Sobre el silencio / Gerardo Gutiérrez Cham

En un mundo saturado de comunicación, cabe hablar del silencio. Precisamente porque hemos intensificado las vías de información, prevalece una suerte de temor a no decir palabras, aunque sea por un instante. Nuestra modernidad ha relegado el silencio al pozo de los anacronismos. Con frecuencia el silencio nos resulta inquietante, molesto, incluso perturbador. Y sin embargo ahí está, plegado al torrente de enunciados con los que vivimos cotidianamente. Esa aspiración al silencio puede ser percibida como una interrupción; un freno en los engranes de la gran máquina parlante. Pero muy poco se nos dice respecto a la perspectiva contraria, porque hablar es también una interrupción de silencios.
      David Le Breton, en su libro El silencio (2009), establece una serie de coordenadas en torno a la profusa atmósfera comunicativa de nuestra sociedad. El libro está permeado por una advertencia de principio: la saturación informativa termina por diluir el valor de muchos mensajes, reconduciéndolos hacia lagunas de olvido. Pareciera que, bajo los imperativos estridentes de comunicarlo todo, se impone la expulsión soterrada del silencio. La urgencia de vomitar palabras puede verse como un síntoma de todas esas incisivas y puntillosas condenas que aún prevalecen bien asentadas en los territorios del silencio. Pues en efecto, si la comunicación amplia, resuelta y sin cortapisas se nos ofrece como solución a buena parte de nuestros males, lo imperdonable será callarse. Quien se decide a no hablar de un modo excesivamente marcado, inmediatamente puede pasar por sospechoso, ya que se proclama en rebeldía interior. Asume distancia ante el flujo veloz de las noticias, ante la pegajosa multiplicidad de voces en periódicos, teléfonos celulares, redes sociales, etcétera, pero, sobre todo, proclama la preeminencia de formas elementales del conocimiento: escuchar al otro, observar, leer en silencio.
      Por otro lado, la proliferación de enunciados, voces y sonidos de toda índole ha provocado el asentamiento de ruidos sin contenido relevante. Se trata de una estridencia orientada a satisfacer nuestras urgencias de contacto, pero anclada sobre todo en las formas. En consecuencia, nuestras opiniones corren el riesgo de permanecer anestesiadas, o bien atrapadas en un limbo mediático. Ahí, en ese territorio, lo banal se naturaliza y las sensibilidades terminan acorazadas. Los acontecimientos del mundo, al ser mentados o narrados en secuencias veloces, opacan nuestra mirada impidiéndonos observar el trasfondo. Lo paradójico es que, ante la saturación de voces, el silencio emerge como una escoria, como un tumor anómalo que debe ser extirpado. Pensemos en los espacios asentados en radio y televisión. Ahí el silencio debe ser conjurado, pues amenaza con interrumpir el flujo incesante de mensajes funcionales, cuya finalidad mediática consiste básicamente en ocupar espacios.
      Pero el silencio no es un territorio contrario al lenguaje. Ambos son espacios activos, cargados de significación complementaria. No hay palabra sin la respiración de un silencio, así como no hay música sin notas en blanco. Por tanto, el silencio no es un residuo, tampoco un simple hueco a la espera de ser llenado. Hay todo un territorio de silencios que hablan de maneras muy distintas y complejas; desde la pausa, simple y necesaria, que nos permite dar sentido a una conversación, hasta el silencio existencial que envuelve a una persona cuando va por la calle o se pone a contemplar algo que le interesa.
      Le Breton distingue dos grandes clases de silencio. Un silencio activo, del latín tacere,que expresa la voluntad de interrumpir o no pronunciar palabras, por ejemplo en una conversación para ceder el turno de habla, o bien cuando alguien suspende su voz en presencia de otro, como señal de protesta. Digamos que ahí encajan las múltiples variantes de quedarse callado. El otro gran silencio, en latín silere,tiene carácter intransitivo y prefigura lo apacible, aquello que no debe ser interrumpido, como el descanso de una persona o la contemplación de un paisaje en solitario. Ahí la voluntad cobra otro sentido. En el flujo comunicativo, ambos silencios comparten espacios de significación. Esa combinatoria de tacere y silere hace posible que haya lugar para repliegues, pausas, intercambio de miradas; es decir, ese otro tejido que permite dar salida a signos que proporcionan matices especiales en el acto mismo de comunicar. Y sin embargo, aunque el silencio es intrínseco a la comunicación, nunca pierde ese dejo escoriado, amenazante, pues entre hablantes que aún no se profesan demasiado apego, invariablemente estará presente la amenaza de que el silencio se instale provocando algún cortocircuito. Habrá que desarrollar cierta habilidad en la gestión de pausas, transiciones y puntos de interés mutuo, a fin de conjurar el desconcierto que sobreviene cuando un encuentro languidece sin que nadie pueda evitarlo. Una conversación fluida puede ser aquella en la que los silencios deambulan o emergen de un modo tranquilizador. Los hablantes deben implementar estrategias para mantener quietas a las creaturas amenazantes del silencio. Colocan cercos, a veces incluso instalan alambres de púas con tal de que las pausas no se prolonguen demasiado. En muchas ocasiones, ante un atisbo de inquietud silenciosa, alguien debe atreverse a relanzar la conversación.
      Pero el silencio no siempre es excluido. En la conversación puede abrir ranuras de intimidad. Hay momentos en que dos personas, al dejar de hablar, modifican sus planos de contacto verbal. Emergen las miradas escrutadoras. Da inicio un diálogo de cuerpos que destraba indiscreciones dando lugar a suturas de complicidad. Entonces, en sentido estricto, el silencio da lugar a la fascinación amorosa. En sentido contrario hay silencios espesos, instalados en conversaciones a flor de piel, como signos de molestia, desconcierto, enojo. Esas ráfagas impertinentes pueden volverse insoportables. Se dice entonces que ha surgido un muro de silencio, plagado de muescas indeseables. Tal es el caso de Bartleby, el famoso personaje de Melville, quien guarda silencios lacónicos y ante una petición de trabajo, por parte de su jefe, responde lapidariamente: «Preferiría no hacerlo».
      En suma, hay tal cantidad de silencios marcados por variantes individuales y culturales que probablemente sería ocioso tratar de identificarlos. El hecho es que ahí están: silencios como separadores de palabras, como pausas respiratorias, como aleteos auditivos, como signos cargados de matices emocionales, como marcadores de ritmo musical, como intersticios de reflexión, como pautas de divagación, como indicios de duda, como llaves maestras de sensualidad, como planos de asombro, como ventanas contemplativas, o bien como pautas poéticas. La lista podría alargarse indefinidamente. El hecho es que los estatutos y las funciones del silencio no son del todo medibles porque están permeados por una gran cantidad de matices psicosociales y contextuales. A veces activan lazos afectivos, pero también pueden dinamitar desencuentros. Marcan deberes, conceden autoridad, reconducen ciertas pautas en torno a temas permitidos o lugares escabrosos que no deben tocarse. También permean lo lícito y lo ilícito. Con frecuencia los silencios son cruciales para dosificar atrevimientos e infracciones. Proporcionan puntos de encuentro y reconocimiento con el otro. Demarcan territorios de complicidad, amor o amistad. Son capaces de modular nuestros malestares y pueden, incluso, llegar a ser muestras sintomáticas de nuestro carácter. Los silencios, pues, aunque no han merecido la mejor acogida en nuestra modernidad, forman parte esencial e imprescindible de nuestros encuentros y desencuentros comunicativos.

 

 

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