Sobre el inminente fallecimiento de mi abuela

Nathaly Bernal Sandoval

Bucaramanga, Colombia, 1992. Su libro más reciente es Carta a un joven poeta de Virginia Woolf. Estudio y retraducción comentada (Ediciones de la Universidad Industrial de Santander, 2023). 

A mis abuelos Aleja y Evaristo, in memoriam

Y, sin embargo, el tiempo en que fue joven le parece

ayer. ¡Qué poco tiempo hace, qué poco tiempo!

Constantino Cavafis

He decidido que matar a mi abuela sería la mejor solución. Pero en lugar de contar cómo podría proceder, permítaseme empezar por hablar sobre algunas circunstancias, en específico sobre los ancianatos, aunque no podría describir con exactitud lo que sucede en estos lugares, pues, para ser honesta, sólo los he visto desde afuera. Ancianatos, hogares geriátricos, asilos —como la gente prefiera llamarlos— hay de varios tipos. Para no perdernos en intrincadas clasificaciones, podríamos convenir en que hay cuando menos tres clases, de acuerdo con los dineros que administran: (I) los de caridad, (II) los públicos y (III) los privados. Con seguridad, sería posible encontrar acentuadas diferencias dentro de cada una de estas categorías, pero conformémonos con esta básica distinción. 

Ahora bien, todos los ancianatos que he visto, y creo que he visto de las tres clases, no tienen ventanas hacia la calle, jardines, paredes en vidrio siquiera que permitan observar el exterior, lo cual ya debería dar mala espina. ¿Qué se busca con esta estrategia del encierro total? A simple vista, podría pensarse que quieren evitar una marejada de nostalgia, que no quieren que los abuelos vean el mundo exterior y lo añoren: el afán hacia el trabajo, los niños que van a la escuela, los vendedores ambulantes, el señor que pasea un perro, la mujer que para en medio de la calle a prender un cigarro… ¿Podríamos decir acaso que la cotidianidad, la vida? En un segundo vistazo, sin embargo, a lo mejor pretenden evitar que quienes seguimos afuera echemos una ojeada a lo que nos espera: el aburrimiento, la enfermedad, la soledad, el tedio, el maltrato.

Ya dije que nunca he entrado, así que debe entenderse que declino toda responsabilidad de decir la verdad y nada más que la verdad sobre estos establecimientos. Mi conocimiento se reduce a lo que he leído o visto en la televisión, lo que imagino que sucede allí, lo que he escuchado decir. Algún día me gustaría entrar y saber cómo se vive dentro de esas paredes; pero eso no se puede hacer de manera fortuita. Hay horarios de visitas muy estrictos, como en los hospitales o en las cárceles, y por alguna razón, al menos en los dos primeros tipos de ancianatos, sé que no se puede visitar a un abuelo de manera espontánea, sin agendar una cita.

Llevo en realidad buen tiempo considerando el asunto de los ancianatos, porque ha sido discutido hasta el cansancio en mi círculo familiar. Sólo ahora me he animado a escribir al respecto porque hoy murió el abuelo Hernando, que en realidad no era mi abuelo, sino el de mi marido. Al abuelo Hernando lo conocí ya viejo. Lo vi un par de veces, y en ambas ocasiones me pareció no sólo amable sino incluso alentado. Vivía con su única hija y, por lo que sé, pasaba sus días en la habitación que se le había asignado desde años atrás. Cuando el abuelo Hernando era joven, se enamoró perdidamente de una muchacha, con la que pensó tener una familia numerosa. Sin embargo, nunca se imaginó que este embarazo iba a ser el único, porque a ese parto su mujer no iba a sobrevivir. Así que desde entonces, y hasta dos semanas antes de su muerte, el abuelo Hernando pasó toda la vida con su hija y se dedicó a trabajar, a beber y a fumar. 

Hace algún tiempo supe que el abuelo Hernando estaba enfermo y que lo habían internado en el hospital. Los únicos rendimientos que había obtenido de años de invertir su dinero en las compañías de tabaco resultaban ser varias afecciones respiratorias. Dichas afecciones, sumadas al comportamiento infantil que empezaba a manifestar, y que lo llevaban a cometer travesuras como tirar la comida en los cajones de la ropa y devolver los platos limpios a la cocina, hizo que su hija decidiera que no podía cuidarlo. De este modo, con el dinero de la pensión que el abuelo había logrado con años y años de trabajo, se pagaría ahora su mensualidad del asilo. 

Su hija anunció que el abuelo Hernando estaba contento con la decisión. ¿Puede en realidad un abuelo estar contento al saber que se mudará a un ancianato? Quizá. Recuerdo ahora dos casos: uno pasa en la literatura; el otro, en el cine. El primero es el de la mamá de Meursault, en El extranjero de Albert Camus. La novela inicia con el telegrama que le envían a Meursault desde el ancianato para informarle que su mamá ha fallecido y la hora del entierro. A manera de justificación, porque no me arriesgaría a afirmar que Meursault siente un ápice de remordimiento por haber internado a su madre, el personaje aduce que tomó la decisión porque su madre pasaba los días como los trastos con los que habitaba: sola, aburrida y en silencio. Y, en efecto, el paso de su madre por aquel lugar parece representar una mejora. Un reintegro a la vida. No sólo disfruta la compañía de los otros viejos, sino que aun consigue un novio. El ambiente en dicho ancianato alejado de toda civilización parece favorable. Otro inquilino descubre que todavía tiene fuerzas para trabajar y se convierte incluso en conserje del establecimiento. Con todo, de cuando en cuando esta madre extraña a su hijo y muere sin volver a verlo. 

El segundo caso aparece en la docuficción chilena El agente topo (2020), dirigida por Maité Alberdi. Sergio, un abuelo de unos ochenta años, se cuela como infiltrado en un ancianato con el objeto de corroborar cómo tratan a una de las mujeres que reside allí. La familia de dicha mujer se ha tomado el trabajo de llevar el caso a tal instancia, por lo que, si bien no pueden cuidar a su abuela, tampoco podría hablarse de un caso de abandono. 

En principio, Sergio debe quedarse al menos tres meses, a fin de no levantar sospechas con el personal del ancianato. Es por esta razón, porque debe hacer su vida allí temporalmente, que Sergio no puede evitar crear conexiones personales, hablar con los otros viejos, conocer sus historias. Una de estas es la de Berta, una mujer sin familia que, una vez jubilada, decide que en lugar de seguir viviendo sola se trasladará a un ancianato, entorno que representa para ella la compañía que no tenía afuera. De forma que la tarea inicial de Sergio queda un poco rezagada, y empezamos a ser testigos de enfermedades, ansiedades, deseos, ilusiones, miedos. Aquí hay de todo: abuelos más o menos contentos, aunque, en últimas, todo se enmarca en una reflexión sobre la soledad. 

Pero regreso ahora al caso del abuelo Hernando, quien apenas tuvo una corta estadía en el ancianato seleccionado (categoría II: público). Su hija lo visitó un par de veces, en las que él le decía que estaba bien, que le gustaba jugar a las cartas con los demás viejos, y que le gustaría que sus nietos también fueran a verlo. Sin embargo, como Meursault, los nietos nunca fueron, y, al cabo de unos días, la encargada del ancianato llamó para informar que la salud del abuelo Hernando había empeorado. Lo llevaron de emergencia al hospital y allí murió. Al contar esto no hay un asomo de juicio de mi parte, valga la salvedad, porque la decisión de ingresar a un abuelo a un ancianato es algo que he defendido en discusiones familiares; y la muerte del abuelo Hernando sólo me ha llevado a recordarlas.

Mis abuelos maternos siguen vivos, y el viejo chiste de mi abuela de decir que tenía cien años desde que yo era chica se va acercando sin tregua a la realidad. A estas alturas no andan nada bien de salud, contrario a los ancianos que aparecen en los programas de televisión para contar cómo tienen cientos de años, y dan consejos sobre vitalidad y longevidad. Están casi en mejor estado de salud que yo; mi abuelo, en mejores condiciones que mi abuela, y al menos todavía nos conoce a todos. Mi abuela, en cambio, ya no sabe ni en dónde vive, y tiene ganas de morirse desde que tengo memoria. Y desde hace algunos años, cuando sus males fueron empeorando, tanto los que se inventaba para no salir de casa como los reales, empezó a manifestar su empeño, unas mil veces por día, de terminar sus días en un ancianato. Allí no iba a molestarnos con su presencia y con su vejez. 

Así, la idea empezó a estar presente en las conversaciones. En los desayunos y en los almuerzos y en las comidas y en los cumpleaños y en las navidades. No obstante, la idea no ha llegado a convencer a mi familia, y tal vez nunca lo hará. Nadie cree que mi abuela realmente quiera vivir en un ancianato; parece irrebatible que es una treta, una más de sus técnicas de manipulación. Y si alguien le creyera, cargaría con la culpa de haberla abandonado a su suerte, o así es como interpreto la reacción de todos ante el tema. 

Si se pusieran los argumentos en una balanza, por una parte, ninguno de nosotros tiene las habilidades para cuidar a una persona en tales condiciones, además de que este es el deseo de mi abuela. Esta lista es bastante corta. Por otra parte, las razones en contra tienen un peso mayor, ganan todas las discusiones, y se apoyan en dos historias de la propia familia —que es propia, así no se sepa ni qué relación tienen con uno. 

La primera es la historia de la abuela Matilde. Realmente era mi bisabuela, pero como no la conocí, le digo así porque así le dicen todos. Los hijos de la abuela Matilde no convivieron nunca, entre otras cosas porque eran hijos de hombres diferentes y apenas si sabían de la existencia los unos de los otros. La abuela Matilde había conseguido adquirir una casa lejos, lejísimos, que quedaba más cerca del vertedero municipal que de la ciudad y casi a sus setenta años anunció que se había enamorado y que se iba a casar. Todos pensaron, sin ninguna intención de heredar aquel rancho con vista a la porquería, que a lo mejor el enamorado iba tras la dichosa propiedad. Y así fue. El recién separado huyó después de cerrar un negocio con su malhabido botín, no sin antes decirle a mi abuelo que Matilde no estaba nada bien de salud. 

Allí comenzó la travesía de esta mujer, pasando de una casa a otra, porque ningún hijo sabía qué hacer con ella; mucho menos los yernos y las nueras. Fue así como llegó a casa de mis abuelos, donde, después de unos días, justo cuando pensaron que en efecto podían cuidarla, la abuela Matilde tomó la costumbre de colarse en el negocio que tenían al frente de la casa y desnudarse de pies a cabeza, espectáculo que no cuesta trabajo imaginar poco agradable, tanto para mi abuelo como para los clientes del establecimiento. 

Ante esta situación, mi abuelo decidió que la llevaría a un ancianato y asumiría los costos —y viniendo de mi abuelo, esta decisión debía de ser su último recurso, ya que jamás habría pagado por algo que pudiera ahorrarse—. La abuela Matilde es para la historia reciente de mi familia la primera víctima de los ancianatos. Vivió, si es que puede usarse este verbo, seis días en el ancianato más cercano a la casa de mis abuelos. Y entonces una monja, porque eran unas monjas viejas las que cuidaban al resto de viejos, llamó a mi abuelo para informarle que su madre había muerto. Su salud había empeorado; no había más explicaciones. Mucho se lamentó mi abuelo por haberla llevado a ese sitio, y aunque no suele opinar durante las discusiones familiares con respecto a ancianatos (o a lo que sea), cuando lo hace se vuelve a lamentar por «haber matado a mamá». 

Y como si esta experiencia no bastara para decidir que, por ningún motivo, en ninguna circunstancia, mi abuela sería abandonada en un ancianato, como si no tuviera una familia, como dice mi mamá, entonces hubo una segunda historia, la de Tía Rosa. Tía Rosa tampoco era mi tía, sino la de mi mamá, y la llamo así porque crecí pensando que ese era su nombre. Su hija nos decía que la llamáramos así, y pese a que pronunciaba esas dos palabras como si Tía Rosa perteneciera a la realeza, a decir verdad no tenía más plata que la limosna que le daba su hija, y ello sólo de vez en cuando. No era raro que Tía Rosa se quejara de su hija cuando esta no podía oírla, siempre por dinero, hasta que un día estuvo tan enferma que su hija decidió llevarla a un ancianato, o tal vez debería decir a una residencia para personas mayores (categoría III: privado), porque, por primera vez en la vida, con una culpa premonitoria, su hija decidió que le pagaría un buen lugar. 

Por cierto que una discusión con respecto a cómo se conciben los ancianatos se da en Los Soprano, cuando Tony quiere internar a su madre, Livia, pues argumenta que esta no puede cuidarse sola. El Green Grove, un lugar carísimo que sólo podría pagar alguien como Tony y sus socios, algunos de los cuales también tienen a sus madres allí, recibe dos nombres dependiendo de la perspectiva de los familiares: quienes lo consideran un lugar de abandono lo llaman nursing home, mientras que quienes lo ven como lugar privilegiado, prácticamente un club, le dicen retirement community). 

Tía Rosa sobrevivió apenas un par de semanas en el costoso ancianato, por lo que, en últimas, no representó un gasto mayor. Simplemente su salud había empeorado, y no había más explicaciones. Entonces enterraron a Tía Rosa, y la hija se dio golpes de pecho, aunque no sin decir que había llegado a esa decisión como recurso desesperado. 

Ante esos dos casos, la discusión está siempre perdida. Los ancianatos son los peores lugares del mundo. Y no lo sabemos, puede que sí. A menos que uno logre sobrevivir a esos días que parecen tenerle programados para agonizar y hasta se acostumbre, como Berta, entrañable personaje de El agente topo. Mas esto no parece ser lo más usual, porque para seguir viviendo, lo esencial es tener al menos una motivación. Y cuando uno ve que su familia lo lleva a un lugar de esos y se despide, cual primer día de colegio, pero sin la esperanza de que vuelvan por uno al finalizar el día, ni al siguiente, ni nunca, es probable que las pocas ganas de vivir terminen por extinguirse. 

Y los ancianatos, así sean de caridad, públicos o privados, saben esto. Saben que, a diferencia de los colegios, donde a ningún niño le puede pasar nada, a un viejo le puede pasar cualquier cosa en el momento que sea. Y frente a la pregunta sorprendida de los familiares de cómo fue que pasó, no responden nada porque de seguro les parece que es evidente. Claro que no se puede descartar que las ganas de vivir no se extingan solas, sino que encuentren por el camino alguna ayuda con la que no contaban. Un pequeño empujón hacia la muerte, un paso que los viejos no se hubieran atrevido a dar solos. 

Entonces, ¿de qué murieron el abuelo Hernando, la abuela Matilde y Tía Rosa? Para todos los casos que he mencionado, tanto de la vida real como de la ficción, podríamos decir con Maité Alberdi que, incluso si los abuelos no están llorando todo el día, hay «un drama por debajo. Puedes tener un transcurrir cotidiano luminoso, pero hay un drama latente profundo». Mueren los abuelos de soledad, de nostalgia, de que los recuerdos felices y brillantes no coincidan con su vida actual, de saber de cierto que ya no son útiles ni queridos, que, en últimas, ya no le hacen falta a nadie. 

Y ahora retorno finalmente a la solución que se me ha ocurrido. Para algunos, sería la infame que no muestra resentimiento alguno al asfixiar a su abuela con la almohada. Con todo, no sería un acto perverso, despiadado; por el contrario, sería de misericordia. Tampoco se podría sospechar de mis intenciones; no tengo nada que heredar, por ejemplo. Después de pensar en las diferentes posibilidades, mi lógica es que a nadie debería parecerle sospechoso que le falte el oxígeno a una anciana de noventa y seis años. 

A mi abuela no se la puede llevar a un ancianato por varias razones. Ya dije que nadie ha querido hasta ahora cargar con la culpa, sí; no obstante, hay algo superior: a diferencia del abuelo Hernando, mi abuela no tiene una pensión con la cual cubrir los gastos de su mensualidad. Y en el primer tipo de ancianato (I: de caridad) no la reciben, pues arguyen que no está totalmente desvalida y sin familia. Como en un laberinto sin salida, veo la imposibilidad de cuidarla y la falta de dinero para contratar a un profesional que se encargue de su cuidado. 

No hay políticas públicas para la vejez. El Estado, al igual que las familias, espera pasivamente que sus viejos mueran, cosa que a la larga va a terminar por suceder. Frente a la impotencia propia y el olvido institucional, no queda alternativa.

Matar o morir por mano propia, en un acto último de dignidad, parece preferible al afán desesperado por una muerte que no llega.

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