Sitiado por huracanes / Federico Vite

Los motivos que llevaron a mi padre al hundimiento fueron tres: el país, el alcohol y el recuerdo de mi abuelo.
    En aquella estancia grisácea del cuarto, el televisor iluminaba mi rostro esa tarde dominical; la lluvia golpeaba con fuerza el techo, opacó la voz del conductor presagiando el inicio de una goleada. «Bebeto coloca el balón en el punto penal», dijo.
    Papá entró de golpe a la casa. Con la mano que tenía libre sujetó el brazo del sillón. Traía una lata de cerveza en la diestra; sus pantalones acampanados presumían manchas de licores baratos y la camisa de manga larga —estampada con palmeras soleadas y mulatas bailando ritmos ancestrales— conservaba únicamente dos botones. Su cabello largo, chino, cubría parte de la frente; su barba cerrada me hizo pensar en la posibilidad de ser hijo de un pirata, de un hombre fuera de borda.
    —A ver, cabrón. ¿Qué haces?
    Tuve la idea de huir, pero la lluvia y el televisor eran buenos motivos para estar en casa.
    —Aquí —contesté sin mirarlo, y enfoqué mi atención en descubrir qué marca de shorts usaban los brasileños.
    Se desplomó en el sillón; cerró los ojos.
    —¿Quieres escribir una carta? —preguntó llevando sus labios al bote de aluminio, y sin tirar ninguna gota de cerveza se acabó la bebida—. Trae una hoja. ¿Oíste, güevón? Una hoja y un lapicero.
    —Orita —respondí, esperando el movimiento de Bebeto en la pantalla. Papá mantuvo el cuerpo rígido, sin esa blandura característica de los castigados por el alcohol.
    —Mira, es cosa importante, hijo —se puso en pie y obstaculizó las imágenes del televisor—. Ándale —aún no abría los ojos, lo cual realmente me hizo creer en los poderes mágicos de la cerveza—. Muévete, chingá —arrojó el bote contra el sillón y dio un par de palmadas breves, pero autoritarias.
    Fui a regañadientes por mi cuaderno. Saqué un lapicero de mi mochila y regresé, con la peor de las caras, a sentir el contundente olor del alcohol en el cuarto.
    —Dime, Papá —el locutor hablaba de la contundencia del extremo derecho brasileño al golpear el balón—. ¿Qué pongo?
    —¡La fecha, hijo, la fecha! —gritó apretando los párpados para evitar el llanto; abrió la boca para soltar un quejido corto, agudo.
    —¿Y luego? —vi el televisor para hacerme fuerte, para evitar el contagio de la tristeza. Gracias a Dios anotaron un gol.
    —Primero te voy a regalar una frase: Es importante ser agradable, pero es más agradable ser importante —limpió su rostro con la manga de la camisa, después sujetó la barbilla con el pulgar e índice para emular filósofos de pensamientos trágicos—. No. Es agradable ser importante, pero es más importante ser agradable. Bueno, anota: Yo quiero decir…
    Yo quiero decir, escribí.
    —¡No! —por fin abrió los ojos—. Quiero pedir; sí, eso es. Quiero pedir que no se culpe a nadie de mi muerte.
    —No te creo, Papá —respondí, y anoté: Nada más te veo en las vacaciones de verano. No te creo nada.
    —Discúlpame, hijo.
    Puse los ojos en el monitor porque sabía la continuación de la escena: llorar, siempre llorábamos mientras él informaba de su pasado, de sus viajes por Estados Unidos; yo, que he peleado con varios niños porque se burlaban de mi mechón de pelo blanco, pero esta vez cambió la rutina.
    Besó mi frente; nos miramos durante minutos: ojos enrojecidos los de ambos. Regresó al sillón exigiendo que pusiera mi nombre en el documento; luego estampó su firma: caligrafía grande, neurótica y profundamente enigmática.
    —Bien —se dirigió trastabillado a la cocina.
    Escuché que abría cajones, tiraba platos, y el ruido de su ebriedad de nueva cuenta evitó que oyera el grito del locutor al caer el tercer golazo de Bebeto. Arreció la lluvia. Giré la cabeza: descubrí a mi padre con el cuchillo en la mano. Una orfandad terrible lo hundía en sus palabras:
    —Dios, perdóname.
    —¿Qué haces, Papá? No agarres cosas filosas.
    —Es que ya no puedo, hijo —se desplomó en el comedor. Con una mano se cubría el rostro; de la otra colgaba el arma.
    Escuché sus gemidos. Fui a la mesa: le acaricié la frente, como él lo hacía conmigo.
    —Vamos a estar bien. Te lo prometo. Voy a ir más seguido a la escuela, voy a ganar más dinero boleando zapatos. No te preocupes. Cálmate, cálmate —rogué.
    Y siento que nunca he dicho frases tan llenas de sabiduría, nunca he logrado que alguien controle su llanto con mis palabras, sólo esa vez. Papá, viéndome desde sus ojos vidriosos, se estabilizó un poco.
    —Siéntate —dijo.
    Asentí con la cabeza, tembloroso.
    Frente a él, su mano con mi mano, mis ojos en sus ojos, supe que no quería ser así.
    —Creo que no puedo. Ayúdame, hijo. Ten —extendió el cuchillo hacia mí; al sentir el mango de madera lisa imaginé que yo era el capitán de la nave; en ese momento necesitaba decir algo importante, pero el reflejo de mis ojos en la hoja de metal me desnudó: yo era como mi padre.
    —Papá, creo que yo soy el que estorba.
    —¡Que no, hijo!
    —Es que siempre estoy solo y ahora tú quieres morirte. Eso no, entiendes, eso no, Papá.
    Y corrí hacia la calle. Afuera estaban Coqui y Güero. Mi abuela platicaba con una vecina. Se guarecían de la lluvia bajo un tenderete. Sentí cómo me seguían con la mirada. Abuela gritó:
    —Regresa, chamaco, regresa. ¿Dónde llevas el cuchillo cebollero, hijo del diablo?
    La lluvia enturbiando todo, mis pisadas, mi respiración. Corrí. El camino hacia el arroyo nunca estuvo tan vacío y enlodado. El sonido del agua martillando las piedras me hizo pensar en una tempestad. Apreté el cuchillo: cortaba el aire, mis pensamientos, el mundo.
    —Padre nuestro que estás en el cielo… —dije una y otra vez—: Padre nuestro…
    Cada palabra resonaba en mi pecho. Oí los pájaros graznando lejos, allá en la corona de las palmeras. Sentí el frío del cuchillo rozando mi cuello. El bombeo acelerado de mi corazón era un tambor anunciando pelea. Grité con todas mis fuerzas el nombre de Papá.
    Regresé a casa completamente mojado. Mi madre, blanca y enfurecida, al descubrirme en el umbral de la puerta movió la cabeza negativamente.
    —No es posible que le des tantas ideas a tu hijo. Estás volviendo loquito a este niño. ¡Carajo! Pero la pendeja soy yo. Mira, pedazo de hombre que tengo. Vengo de trabajar y tú… ¡Mírate, cabrón! —vociferó rabiosa.
    Mamá me dio una gran bofetada.
    —No vuelvas a hacer esto, hijo. No, que si lo haces me muero. Tira esa chingadera. ¡Tírala! —el tintineo de la hoja del cuchillo me hizo pensar en la moneda que cae cuando uno pierde un volado.
    Y Papá seguía llorando. Ahí, todo solo el pobre, me dijo que la próxima vez no me pediría ayuda. Mi abuela entró a casa, regañó a mi madre, a Papá, a mí.
    —Me duele —decía Papá apretando su pecho—. Me duele.
    Ahora tengo la impresión de que veía fantasmas en ese momento.
    «Una demostración espectacular de Bebeto», despidieron la transmisión del partido.
    Salí a la esquina en silencio, con Güero y Coqui, intentaba reírme de algo; ellos eran magníficos para eso. Estuvimos callados viendo cómo se apareaban los perros bajo la lluvia fina. Aún sentía el frío del metal arañando mi cuello; el miedo, otra vez el miedo nació.
    —¿Por qué ibas a matarte? —preguntó Coqui.
    —Si no estoy loco.
    —¡Ahhh! —dijo Güero abriendo la boca mientras contemplaba los movimientos rítmicos de los canes en pleno apareo.
    Los perros gemían, evidenciados como amantes; se despegaron, cada uno huyó en dirección contraria: el macho a un lote baldío y la hembra rumbo a un tenderete.
    Regresé a casa. Papá dormía en su hamaca; vestido con una bermuda era la imagen de un hombre sin tesoro; mamá fumaba. Mi abuela contaba una y otra vez el dinero que había sacado de su alcancía en forma de cerdo para comprar una máquina de coser.
    —¿Cómo estuvo, hijo? —preguntó Mamá.
    —Pues llegó y me dijo que escribiera. Así nomás, me dijo que escribiera. Y no le di ninguna idea. Ni lo había visto en meses. Tú sabes, Mamita. Tú sabes que casi no nos vemos.
    Me ardió el cuello.
    —¿No lo quieres, Mamá?
    —Sí, pero no sé cómo quitarle tanta tristeza de encima. No sé. Me preocupa que tú seas igual. Las mujeres no queremos hombres todo el tiempo tristes, perdidos.
    Y a lo lejos vi un grupo de luciérnagas. Creí en buenos presagios: mi vida estaría llena de lucecitas.
    —Vamos a estar mejor, Mamá. Voy a ir a la escuela más seguido, voy a traer más dinero —dije con seriedad y acaricié su frente.
    Ella, con sus mejillas blancas de princesa europea, suavizó mi mano. Frunció el ceño mientras mi abuela contaba su dinero bajo el resplandor del televisor, donde un tipo con lentes hablaba del hermoso programa familiar que nos esperaba.
    —Te quiero, hijo —balbuceó; estuvo recargada en mi hombro por mucho tiempo.
    Escuchábamos los grillos; el agua del arroyo y la lluvia fina mojando de nueva cuenta la calle. Pensé en cuál era la única manera de evitar el sufrimiento, pero no se me ocurrió ninguna respuesta.
    —Voy a ser futbolista, Mamita. Vamos a estar mejor.
    —Hijo, debes estudiar. No futbol ni nada, sólo estudio. Quiero platicar con tu abuela. Sé bueno conmigo, anda, vete a dar una vuelta.
    Las dejé a solas. Desde la azotea vi las nubes encima de la bahía y pensé que mi Papá era más o menos así, un puerto sitiado por huracanes. Sentí la brisa anunciando más lluvia, escuché pisadas y apareció mi padre con un cigarro encendido. Enjugaba sus ojos con el dorso de la mano. Sonrió cuando me vio bajo el lavadero.
    —Va a llover muy fuerte, hijo.
    —No te creo.
    —No me acuerdo qué te dije —comenzó a llorar cuando la fuerza del viento hablaba de una tormenta—. De nada, hijo. No recuerdo.
    —Querías que te matara porque tú no podías.
    Su puño golpeó la pileta.
    —No sé —dijo con la pausa necesaria de quien se sabe arrinconado—. No sé nada.
    —Yo menos, Papá.
    —La vida no es fácil, hijo, hay cosas complicadas; cuando uno bebe se aclaran los malos pensamientos. Mi padre se mató, ¿sabías?
    —¿Me odias, Papá?
    —Naciste de mí. Te veo y veo a mi padre, eres igual que él.
    —¿Si me emborracho me vas a querer?
    —Aunque no bebas te quiero.
    Se recargó en la pileta.
    —Te quiero —dijo mientras aventaba el humo del cigarro, y bajó la mirada.
    Su llanto fondeó mi descenso por las escaleras. Ahora pienso que le cerré la escotilla. Tomé un poco de leche, ya en la sala, para ver una película en la que un gato negro presagiaba la muerte violenta de una muchacha. Dormí arrullado por los diálogos de aquellas misteriosas escenas. Cuando abrí los ojos pensé que Mamá seguía viendo al felino y las tragedias que desataba. «Tu padre se regresó al Norte», dijo.
    Un mes después llegó una carta que mi abuela no pudo descifrar. Guardó el sobre color beige en el mandil. Ni siquiera intentó abrirlo. Movió el dedo índice de izquierda a derecha para indicarme que no entendía palabra alguna de esa carta. «Mira, Pico, nomás aprendí a poner mi nombre: cinco letras. Eso es todo», afirmó antes de preparar la salsa que acompañaría la sopa de fideos.
    Esperamos a Mamá toda la tarde; ella desnudó la hoja frente al comedor y al posar sus ojos en aquellas letras enmudeció por completo. Así estuvo semanas.
     Abuela me contó que Papá estuvo en una balacera. «Lo confundieron con alguien; a final de cuentas, todos los latinos se parecen, Pico», dijo apretando el matamoscas y atacó sin piedad a los insectos. Nunca tuvimos el cadáver; sólo aquel sobre.
Veo la bahía oscurecida por las nubes grisáceas. Escribo: Odio este país, me gusta el alcohol; nunca conocí a mi abuelo. De nueva cuenta pienso en los motivos que llevaron a mi padre al hundimiento: fueron tres.

 

 

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