Sir Thomas Browne. El mundo como alfabeto de cosas

María Negroni

(Rosario, Argentina, 1951). Uno de sus libros más recientes es Oratorio (Vaso Roto, 2021).

La obra de Sir Thomas Browne es de una rareza alucinante. Se trate de medicina, esoterismo, teología o ciencias naturales, Browne escribe siempre con el gesto del anticuario, al tiempo que privilegia las superficies congestionadas, agregativas y difusas. Su erudición barroca, más apasionada que verídica, más necrófila que babélica, es capaz de mezclar la alquimia con los peces que comió Jesús al resucitar, la cetrería con los versos ropálicos, los túmulos funerarios con las respuestas del oráculo de Apolo en Delfos.

Como su contemporáneo el polígrafo jesuita Athanasius Kircher, a quien admiraba como inventor de la linterna mágica, autor del Viaje Extático del Alma y fundador del primer Museo del Mundo, Sir Thomas Browne pertenece por derecho propio al siglo XVII, con su debilidad por las cenizas y los vanitas, las máquinas y los teatros anatómicos.

También para él el mundo es un alfabeto de cosas y la escritura un doble verbal que no cesa de incorporar curiosidades, como un Wunderkammer: a la vez paraíso, museo, biblioteca, laboratorio y galpón de cosas insólitas. Su vocabulario fantástico, rico en latinismos, sugiere al mismo tiempo una prosa elaborada como un tapiz. Samuel Johnson elogió su «verba ardentia» y postuló que Browne había aumentado «la dicción filosófica del inglés con su estilo lleno de palabras exóticas y expresiones poco comunes». Acto seguido, lo llamó maestro en el arte de la divagación erudita y la arbitrariedad sustentada.

Y es cierto, sus obras nunca encajan exactamente en un género determinado, ni siquiera en ese género arisco y vago por naturaleza que es el ensayo. Su tendencia es a la vía oblicua y marginal, como si lo sostuviera una fe en la impotencia de nombrar, un deseo de evitar a toda costa la dependencia de lo asertivo.

Sin duda aspiraba, como percibió Calasso en el magnífico estudio que le dedicó, a la utopía de una glosa ininterrumpida, una suerte de literatura secundaria, construida como una serie de comentarios sobre comentarios sobre comentarios.

Esto último alcanzaría para explicar la fascinación que ejerció sobre Borges, para quien la biblioteca, se sabe, también funciona como almacén de textos ajenos donde practicar el robo literario. Browne, dicho sea de paso, aparece dos veces en la obra borgeana: en «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» y en «Los teólogos». También Poe lo citó en «Los crímenes de la calle Morgue», y W. G. Sebald en Los anillos de Saturno.

En cuanto a su vida, poco es lo que puede decirse que exceda sus aventuras mentales.

Nacido en el seno de una familia londinense de comerciantes en seda, estudió física y medicina en Oxford, luego en Leiden, donde asistió a las lecciones de teología y estética del célebre anatomista Frederik Ruysch, por entonces director del anfiteatro quirúrgico de Ámsterdam. Al regreso, se estableció en Norwich, donde vivió hasta el final de su vida, ejerciendo la medicina y estudiando latín, griego y hebreo.

Publicó varios libros: Religio Medici (La religión de un médico, 1643), suerte de testamento espiritual y autorretrato psicológico, censurado por la Iglesia católica; Pseudodoxia epidemica o De los errores vulgares (1646), dividido en siete tomos que analizan, ridiculizándolas, las supersticiones humanas; Urn Burial o Discurso sobre el enterramiento en urnas en el condado de Norfolk y El jardín de Ciro (ambos textos publicados juntos en 1658), donde plantea una equivalencia secreta entre tumba y jardín.

Probablemente su obra más valiosa es también la más cercana a la alquimia. Todo lo que ha leído y estudiado hasta ahora, toda la elocuencia retórica y filosófica de los gnósticos, encuentra aquí su formulación. La ecuación es sencilla: si una suerte de circularidad natural embebe a todo lo vivo, si el mundo se incinera y renace a cada instante, todo vuelve siempre al origen. He aquí su más lúcida lección de tinieblas: el punto de partida de un razonamiento místico donde ceniza, cuerpo y oro se abrazan en el fuego, dejando una estela sonora en el discurso, la sístole y diástole de la respiración de Dios. No hay, en este sentido, muerte, o la hay sólo como simiente celeste, como precursora del corpus resurrectionis. En Browne todo se inclina a favor de una larga vida inmaterial, al tiempo que la ascensión al celestial jardín, con su diseño quincuncial o en rombos, revela el carácter numérico de la Realidad.

Me faltó mencionar sus tractos u opúsculos misceláneos (1683), a los que él llamaba sus «libros triviales». Se han conservado al menos diez, entre ellos uno que trata sobre guirnaldas y plantas coronarias, otro que estudia los címbalos de los hebreos, otro sobre Troya, otro sobre momias y, finalmente, el texto que tiene ahora el lector entre manos, titulado Musaeum Clausum o Bibliotheca Abscondita, donde se divierte, al parecer, imaginando la existencia de libros, obras de arte y curiosidades que, o bien nunca existieron, o se perdieron de modo irrevocable.

Browne (1605-1682) se casó en 1641 y tuvo diez hijos. Sus libros se tradujeron a varios idiomas y alcanzó gran fama en Europa. En 1671 el rey Carlos II lo nombró caballero. Murió a los 77 años, dejándonos el esplendor de una biblioteca viviente.

Prólogo a Musaeum Clausum o Bibliotheca Abscondita, de Sir Thomas Browne. Interzona, Buenos Aires, 2022.

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