Preparatoria 4
Él no puede hacer otra cosa que mirarla atentamente mientras la luna deja caer sus rayos sobre el rostro de la dama. La veía tan alejada y tan cercana al mismo tiempo, el viento acariciando su piel.
¡Qué no daría él por ser esa corriente, por ser capaz de acariciarla sin temor!
Un suspiro entrecortado y el vaho empañan el ventanal. Con las yemas de sus dedos temblorosos acaricia el cristal sin darse cuenta, para retirarlos inmediatamente, como temiendo que la visión se esfume con el frío.
Los reflejos de la luna bañan el contorno de aquella figura femenina, parada sobre el peñasco, vestida de color plata, con el fino cabello al aire. Su contorno destaca sobre el fondo negro de la noche.
La observa tristemente abrir los brazos cual dos alas, y reclinar su cabeza aspirando el viento de la noche.
Sus puños se crispan de emoción al tiempo que siente el sudor bañar su frente despejada, suavemente adornada por unos rizos negros. Pasa una mano blanca y delgada por su barbilla. Toma con decisión el pomo de la puerta y la abre lentamente, notando la brisa del mar refrescarle los sentidos. Por un momento duda, retrocede un paso… luego vuelve a caminar con lentitud.
Sus pasos vacilan, y tropieza con las piedras salientes, pero continúa avanzando, ya no existe la marcha atrás. Ella es un dulce imán que lo llama con aromas y sensaciones naturales.
Es la sirena de sus mares, el fuego que lo quema: el sentido de su vida.
Al fin llega hasta ella. Estira el brazo delirando. Quiere tocar su hombro, pero teme acercarse demasiado. Teme perderse en su mirada y volverse loco por sus labios. Pero no… hace mucho que ya está loco por toda ella.
–Te amo –dice, mas su voz es apagada por el mar rugiente. Ella se gira, no escuchó las palabras, pero sinte aquel amor.
Su rostro… ¿imagina o sueña? ¿De verdad le sonríe? Sí… sí, está sonriendo, y todo el mundo se comprime en un segundo. Su sonrisa es tan perfecta… pero ¿en ella qué no es perfecto?
Ella también estira la mano y toma la suya. Él no puede hacer otra cosa que cerrar los ojos sintiendo un estremecimiento que le recorre el cuerpo.
–Es tarde –dice ella. Pero el cielo ya clarea. Ha pasado horas viendo la luna, y él, horas viéndola estar.
Con suma delicadeza lo jala hacia adentro de la casa, poniendo la mano de él en su cintura. Ella es una musa y él un niño pequeño sin voluntad propia, que se deja llevar por la figura plateada, abrazándosela como si temiera caer.
–Sí, es tarde… –le murmura.