Sin reclamo. Cecilia Eudave

 


. i .

Siempre he detestado viajar, pero lo prefiero a estar en casa. No soporto los fines de semana familiares porque no hago vida en familia, aunque tenga una que cualquiera envidiaría. Y estoy ahora aquí en este aeropuerto, en medio de tanta gente que va y viene apresurando el paso porque ha perdido la puerta por donde sale su vuelo, o corre tras la voz que anuncia la partida inminente del avión, mientras otros tantos, supongo, se quedan dando vueltas por aquí, por allá, para ser los primeros en subir y atiborrar de maletas los compartimientos. No puedo hacer otra cosa que esperar. O mirar, por ejemplo, a ese puñado de gente bebiendo de más en el bar con el pretexto del retraso o el miedo a volar.

A todos los aborrezco.

Por ello no hablo con nadie y me acomodo en algún rincón donde los pueda ver y maldecir sin llamar la atención, sin ser notado. Nunca, ésa es mi regla personal, me siento en la sala que corresponde a mi partida, es odioso de por sí convivir un rato dentro del avión con la gente que va a tu mismo destino, como para antes observarla mientras espera. Ahora, claro, no me resulta muy conveniente, pues en ese deseo mío de apartarme del mundo, he quedado completamente aislado, y esto me viene mal porque no puedo mover ni un solo músculo. Me he quedado como un maniquí sin escaparate.

Si estaré maldito: de todos los lugares donde pudo pasarme esto, tenía que ser precisamente aquí, en medio de tanta gente, entre este tumulto de seres espantosos, esperpénticos, pues la gente tiene otra cara cuando viaja, aunque vaya muy contenta. Ojalá me hubiera caído en uno de esos agujeros que hay por todos lados, sería mejor que esta tortura. Y para colmo nadie ha notado que llevo un día sentado sin poderme mover, soportando ese ir y venir del mundo como oleadas de un mar que arroja peces sobre la orilla, peces revolcándose por volver al agua, peces con sus ojos abiertos, ausentes, abstraídos en una sola idea: viajar. Me parecen abominables, no tienen un sentido práctico y van como gitanos cargados de bultos, de sueños, de esperanzas.

Si fuera millonario establecería vuelos y salas estrictamente para personas que repelen a las otras. Aunque no lo crea, existimos muchos; en Suiza, por ejemplo, hay, en los trenes, los vagones del silencio para aquellos que no desean hablar ni tener contacto alguno con nadie. Y esto incluye personal de tierra y azafatas. ¿Han visto las caras de estas últimas? Ni pagándoles, porque les pagan, pueden esbozar una sonrisa digna. Uno puede soportar la jeta, pero ¿la ineptitud? Cambian a su antojo los asientos, no validan la regla del equipaje, se sienten amas absolutas de la aeronave, ya ni se molestan por preguntar si te apetece tomar algo, y por supuesto están las manitas de palo que tiran la bebida sobre ti. Autoservicio en el avión, eso propongo… Sí, soy un anarquista del espacio. 

Lo que uno aprende en la inmovilidad, lo que uno ve y percibe. Nunca había reflexionado sobre por qué soy así y odio a todos. Quizá tenga que ver precisamente con el celo a mis espacios. Primero, cuando niño, mis hermanos ocupaban un lugar mejor, superior, yo era el último de diez, así que todo lo que quedó del amor de mis padres fue la recámara del que ya se había ido, la ropa del que me antecedía. Luego, en el trabajo, conseguí sólo llegar al declive, los otros saquearon las arcas antes y se posicionaron bien. Sin más sitio en el negocio familiar, me busqué un empleo donde, por supuesto y merecidamente, soy mejor que muchos. Me ascienden a jefe de sección en la empresa, contrato y despido a mi antojo, manejo y someto, soy el número uno, junto a mí no hay nadie más. Soy terriblemente despreciado, pero no me importa (déjenme pensar un momento) nadie.

Como es natural, me casé con una chica estupenda, de esas que uno puede moldear a su antojo, joven, guapa, la que me pareció la adecuada para darme hijos, pero, cosa curiosa, le dio por crecer como persona. ¿Por qué a las mujeres que uno diseña para ser esposas les da la loca idea de querer ser individuos? Ellas son colectivas: pertenecen a su marido y a los hijos. Invisibles: no las puede ver otro hombre. Atemporales: uno ya no se fija en ellas, así que da igual cómo estén. Entonces, ¿por qué esa preocupación loca por verse jóvenes? ¿Qué no escucharon decir al sacerdote: el matrimonio es para toda la vida? ¿Qué más quieren?

 

. ii .

La verdad no es tan molesto estar en este estado, afortunadamente se han paralizado, supongo, todas las funciones fisiológicas, aunque estoy un poco nervioso pues no es bueno permanecer en una posición tanto tiempo, por aquello de crear un coágulo… Y me preocupan, también, esos dos tipos, a lo mejor cholos recalcitrantes (odio a los tatuados), que no han dejado de observarme desde hace mucho rato, seguro vinieron hasta acá (he dicho que estoy un poco aislado) a drogarse. Quién sabe cómo pasan esas porquerías sin que los detecten. Si yo creyera en las reencarnaciones (cosa estúpida y de débiles mentales), pediría ser perro, para ajusticiarme a todos éstos.

Ahora cuchichean entre sí (no hay modales en esa gente). ¡Dios, como que quieren acercarse y no se animan! ¡Oh, no! Ahí viene uno.

—Qué grueso. Casi ni parpadea.

—A ver, Alberto, pellízcalo.

Si este idiota me toca, lo refundo en la cárcel.

—Nada. Lo que hace la gente por dinero. Estas estatuas vivientes se perfeccionan cada día, ahora hasta en el aeropuerto.

—¿Te acuerdas de la que vimos en Toronto?

—Sí, muy buena.

—Pero ésta, la verdad, la supera…

—Dale unos cincuenta pesos, se los ganó.

¿Cincuenta pesos? Con razón esos parásitos sociales no quieren trabajar, si así les va por estar de inútiles, quietecitos, haciéndose los artistas. Ya no hay valores…

—No tiene charolita.

—Pues sobre la maleta. Y pícale, que ya sale el vuelo.

Si serán idiotas, no saben distinguir a un paralizado de verdad de un performista, luego que por qué el país está como está. Por lo menos no me montonearon ni me desvalijaron. Pero cómo iban a ser rateros, para eso se necesita coeficiente intelectual, y éstos… ya mejor ni me desgasto. Tengo la boca amarga y estoy imposibilitado de ir por un refresco para que me suba el azúcar después del susto. Por suerte esto me pasó en el aeropuerto, me sucede en la calle ya me habrían encuerado y baleado. Sí, ya no hay valores…

 

. iii .

¿Cuánto llevaré en esta pesadilla? Día y medio, como mínimo. Qué raro, no ha sonado mi móvil. La junta era hoy por la mañana. Debieron notar mi ausencia, digo, no soy santo de la devoción de mis colegas, pero tengo datos que necesitan, aquí mismo en la maletita que ahora tiene cincuenta pesos encima. A ver si esto no me afecta. Detesto a mis colegas, todos son una bola de advenedizos sin preparación, pero, claro, aprovecharán esta única mancha en mi expediente para sabotear mi trabajo en la empresa. Si están tras mi puesto como hienas hediondas. Ni cómo avisar de mi estado. Y pues con la familia ni cuento. Pero qué puedo esperar, si nunca les llamo ni para decir ya llegué o ya voy, ni se imaginan por las que estoy pasando. En fin, así lo he decidido: no se metan en mi vida.

Es mi táctica, ¿saben?, así no tienen ni idea de cuándo les va a caer el chahuistle, así puedo agarrarlos in fraganti, haciendo algo de lo cual yo ya de antemano estoy seguro que hacen. Sobre todo ella, mi mujer, un día la voy a pescar en la jugada y entonces: de patitas en la calle. No me trago eso de la esposa abnegada, fiel. En realidad ya me tiene hasta la madre, pero yo jamás seré el que la deje, ya me veo manteniéndola sin ninguna gratificación, ya me veo entregándole a los hijos y sobre todo mi casa. Nunca. Qué le vamos a hacer, mientras tanto que hagan fiesta los ratones. Además, yo no quiero su cariño sino su miedo.

Y aterrados los tengo.

Por eso siempre llego a casa haciéndome el malhumorado, gritando y disconforme de todo, para poder echarme a ver la televisión mientras espero que me suban la cena, para no hablar con nadie. Como he dicho, detesto convivir con los hijos, siempre apesadumbrados y mirándome de reojo con reproche. Luego está ella, mi mujer, que es la más fuerte, que sin mirarme ni dirigirme la palabra me lo escupe todo, con esa actitud de «¿Quién eres?» y «¿Por qué sigo aquí?». Afortunadamente, y esto no sé de dónde me nace, soy inmune a los reproches y tengo un gusto particular, una perversión maravillosa: me gusta torturar a mi familia, a mi mujer. A ella la tengo martirizada con el dinero, los celos y el insomnio. Sé que no soporta estar ni dos minutos conmigo, por eso se queda en la cocina o fingiendo hacer cualquier cosa hasta que yo apago la televisión o la luz. Entonces sube despacito a acostarse en el último reducto de la cama. Pero yo prolongo eso hasta la madrugada, a sabiendas de que debe levantarse a dar de desayunar y llevar a los niños a la escuela. La tengo mermada, demacrada y además solitaria, de cualquier persona sospecho y le armo un lío. Creo que, si me aplico, a lo mejor alcanzo la viudez, que también es el mejor estado de los hombres… Con los hijos es más fácil, traerlos sin dinero, sin lujos, sin nada, y no facilitarles las cosas, total, si no me aprecian peor para ellos, más me encajo: nada como la dependencia económica para simular que te aman, con eso me basta.

 

. iv .

—Disculpe, señor, voy a limpiar esta zona, ¿quisiera cambiarse de lugar?, por favor.

La gente no tiene límites para la estupidez. Estoy aquí desde ayer, y esta señora me preguntó lo mismo la otra noche. ¿No se ha dado cuenta de mi estado? Pero, ¿qué puedo pedir de alguien que se dedica a la limpieza? Lo cual me recuerda que también aborrezco a los criados. Voy a despedir a la de casa, que, además de metiche, me observa siempre de soslayo (como lo hacen todos), me incomoda. Luego les da por hacer equipo con «la señora de la casa», como si ella les pagara. La solidaridad se hace con los inteligentes, con los aptos, no con los subyugados y mantenidos.

—¿Señor? ¿Se encuentra bien?

Cómo diablos voy a sentirme bien: no me puedo mover ni hablar. Se necesita tener poco seso para hacer esa pregunta. Vaya, por fin se ha dado cuenta, digo, ha puesto cara de susto. Quizá porque estoy moviendo los ojos como loco de un lado a otro para ver si así capta que algo no está en orden y manda por alguien que sí pueda tomar decisiones.

—Alicia, Alicia, ven aquí rápido…

Otra vieja. Seguro ahora se ponen a gritar como histéricas y a llamar la atención de todo el mundo. Lo que menos quiero es eso. Digo, no pueden hacer las cosas con discreción. Seguro caen los periodistas, que siempre rondan los aeropuertos por si pescan alguna noticia. Ya me imagino: «Empresario queda paralizado en sala de espera». «Sin moverse dos días en medio de un tumulto, nadie lo notó». «Hombre atrapado en su cuerpo sólo puede mover los ojos». Me hace gracia pensar en la infinidad de variantes que pueden dar a las notas, que irán desde el tono médico hasta las más imposibles aseveraciones. Cuánto desprecio los periódicos.

—Alicia, apúrate, otro tieso.

¿Cómo que otro? Esto debe ser una pesadilla, no me está pasando a mí. Y además a merced de dos impedidas mentales…

—Oye, tú, ¿habrá alguna epidemia?

—Sabe… Déjame darle una cachetadita a ver si reacciona…

No me toques, ni se te ocurra poner tu mugrosa mano en mí. Ya verás cuando me recupere, voy a demandar a este maldito aeropuerto, a su personal, a sus instalaciones, al gobierno de este inmundo país, a…

—Está igual que el último. ¿Qué hacemos?

—Carajo, siempre nos toca en esta sección. Van a pensar que somos nosotras.

—Pero si se ponen tiesos solos.

—Déjame ir por la silla de ruedas y por Luis para que lo cargue. Mientras, junta todas las cosas.

— ¿Tú crees que por éste si vengan?

—Sabe, por lo pronto lo echamos con los otros y a ver si alguien lo reclama.

 

 

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