Valencia, 1968. Su libro más reciente es Las últimas semanas (Editorial Huerga & Fierro, 2023).
Nadie puede escribir nada sin pensar que lo que escribe es por el momento la historia del mundo
Emerson
Es un cuento de la necesidad
de abrir las puertas a canciones pobres
en una pieza helada
donde un hombre descansa y una mujer descansa
y perdidos en un sueño palindrómico
ensortijan los dos sus dos silencios breves.
Es un cuento triste
contado con la voz de las crías del amo
y la voz del siniestro
manipulador de voces, un cuento enamorado
de otros cuentos voraces,
aquellos que de nosotros hicieron,
en una tierra herida, un pueblo confundido.
Un relato intermitente
cuando ya el tiempo del hombre
no era ya el tiempo del mar.
La llamarada que no vimos entonces.
La
falta de cobijo que nos trajo aquel invierno
iba aniquilando las salas de cura
y en más de una ocasión
bajo el golpe extenuante de las luces klieg
perdíamos el ritmo, la troquelación de las nuevas visiones,
el orgullo de tener una pupila
incapaz de alejarnos del todo.
Para la especial vigilancia de los descartados
para el seguimiento desigual de nuestros Deflectores
se había abierto—como en una ventana—
la posibilidad de una notable excepción.
Ojo —brutalidad de la retina
Nervios —ya no queda quien os cante,
Comezón de esa prisa que tarda.
Y diga el colibrí
diga la brecha que divide el camino
diga la apertura de la boca en el tiempo del ba
diga el peso de la pluma y, después, lo que pesa el corazón
diga la hendidura
el dorado diapasón que preside las custodias del bosque
diga el ciclo transparente de las hojas por arder
diga el humo que blasfema en esta tierra
—y diga la palabra cansada:
«pide vida y se te concederá».
Diga lo que observan los perros en toda calle negra
diga el sílex imperfecto de las noches únicas
diga el fuego
diga esa danza
diga aquel que deja atrás las viejísimas ropas
diga la abstención de las mareas con su doble conjuro
y la lluvia que se esconde detrás de los pozos
diga el árbol hueco en el cerco de moreras
diga cada tallo y diga la raíz
diga el bajel del cielo una vez tamizado de cruces
diga la rama seca que nos abre la mano
diga el alambre de espinos que la luz descosió
diga el balancín y luego su tormenta
diga la excoriación eléctrica que defienden los pájaros.
Porque sin escapatoria y sin escalofrío
drones biométricos
centinelas en llamas
esperaban a los niños en sus cuartos
y encarándolos en filas frente a una pared
les hacían las Preguntas Terribles.
Para los que aún arrebataban
los restos de la conciencia de clase. Para
esa brizna en cuclillas, todas esas
ciudades incendiadas retorciendo las llanuras.
Los discursos patrióticos (los que
a través del radiocórtex se emitirían después)
hablaban de niños mártires
niños en añicos
niños que nos salvarían de la deflagración
destruidos desde el aire
en el tiempo del ajuste de cuentas
—Niños moneda que para un día indecible
podríamos con orgullo llamar nuestros hijos.
Con
cúters de grafeno
con pequeños cúters de grafeno
rasurábamos el cabello de esas crías que duermen
apiladas contra el suelo en las zonas de intercambio.
Para los que aún arrebataban
nuestra conciencia de clase. Para
esa atrocidad en las rodillas, todas esas
plazas devastadas que quedaron a merced de la lluvia.
Por
cada libación de la mañana
las gentes de La Broza
pagaban por entonces cantidades increíbles
y nosotros, porque nada sabíamos—
nosotros, que vivíamos abocados
hacia el Gran Angular—
nosotros, aptos para la clasificación
si emprendíamos otra cosa—
no osábamos preguntar por la suerte de aquellos críos rastrillados,
aquellos restos impacientes de ira,
porque sin escapatoria
y ningún escalofrío
temíamos ser también esperados por los drones seleka
—nosotros,
justo al entrar en nuestros barracones,
y una vez resignados a colmar la traición.
Teníamos plegarias, todas las plegarias negras
Aquí. Para quienes nunca apreciaron
la medida excesiva de su propia piedad.
Aquí. Para la mesa comitiva
de los desencantos.
Aquí. Para los prestamistas sin medias
que bajaban del monte.
Adiós de los hombres que volvían a casa
y sabían que estaban totalmente solos.
Para los que no fueron amables
con quienes también les torcían el cuello.
Cuando los poemas que escribían hombres y mujeres
aún podían incluir el nombre de las estaciones
y ese nombre se inscribía en anillos de árboles y corales
sin ninguna prepotencia ni ninguna vanidad,
cuando hormigas y caimanes no se despertaban
de sus largas pesadillas tan cerca de los polos
y tormentas y sequías espaciaban algo sus encuentros
según fuera dictando la constante de Arrhenius
también nosotros —entonces— recordábamos.
Pero ahora
la Estación Espacial da vueltas al planeta y llora,
dan vueltas en su estómago dieciséis hombres muertos.
Ay de las épocas en que sus poetas
sólo pueden escribir apocalipsis.
Ay de los hombres que tienen que tallar
—sobre la corteza de los últimos robles—
nombres de una lengua a punto de extinguirse.
Teníamos plegarias, todas las plegarias negras.
Cuando ya el tiempo del hombre
no fue ya el tiempo del mar.
Para compartir
el vino nuevo de los desdichados
en las horas de la inundación
y en la de las nuevas mareas. Para la
sangre que habló
hoy sobre la hierba.
Para tanto guijarro afilado en la historia.
Para apenas justo
los reversos de la ira y la piedad,
la ascensión que el eucalipto
ha emprendido sobre lechos de uranio.
Para aquel silencio que clavado en la cruz
el escándalo que el hambre
y la tregua que el horror.
Para el árbol encorvado que protege la vida.
Para el que no guarda las estelas de la ley.
Para
esa extrema belleza en la lucha de clases
y también esta mesa
hoy rodeada de niños.
Acosados por todas las gramáticas,
las carbonizaciones
de lo que la clase obrera ya no podía decir,
la clase
que es acorralada
la clase acorralada
/ y acosada
Acosados por el infortunio y la blasfemia,
por las tejedoras y, después, la policía
—acosados por todo
lo que luego vino,
por Cada Uno de ellos y por los Vigilantes
en los bazares de tiempo cuando mengua el tiempo,
acosados por las arañas esquivas de todos los teatros,
por el capataz y el frío mercader
que se harta de enjuagar sus cuchillas en los desagües de un río
Acosados largamente
por los rastreadores de hombres
los detectores mecánicos
que tensan las mañanas casi de improviso,
mirados por las cuerdas deslizantes de los palcos rotos,
por varias de sus lentas
vocaciones de aviso,
largamente hostigados
por los buscadores de especia al mostrarse la noche,
colapsando con sus hambres el desorden del mundo:
reducían su moral
a) a la de las tropas de asalto
y toda su literatura a los operadores móviles.
tarros de cremas para amortiguar
b) los efectos de otros tarros de crema
salones de diseño
donde los nutricionistas
ya empezaban a hablar de conciencia de clase:
los vendedores de pieles humanas
iban a extraerlas directamente en origen
más allá de los anillos fatales de cada congoja:
frascos de crema con pieles humanas
para plastificar las caricias de los traficantes de lúa.
esos
c) cuerpos regurgitados en las costas de Europa
con frenéticas vidas un poco más al interior,
familias en búnkers cubiertas de dinero
y un mensaje de alarma aún por contestar.
omitiendo lo extraordinario —ciclones, terremotos—
d) describiendo lo corriente: el auténtico tema
de la poesía, masticada por completo [Thoreau]
en tiempos de escasez.
absortos en sus pantallas líquidas
e) y casi sin mirarse a los ojos,
com
unicándose con su dios, el
Hermes de los pies ligeros, el
teranauta,
se internan solos,
solos en los bosques
de los que no saldrán ya nunca vivos.
«comercio de alta frecuencia»: eso que detiene
f) y es rumor de la ley y del abuso,
su triunfo de intriga
lo que fácilmente secuestra el sentido de las cosas,
el aplastamiento de cada solidez.
editando genéticamente cepas estériles del zika,
g) jaqueando adn,
crispeando bosques enteros de castaños americanos
o editando hombres,
de tal modo retorciéndole los dedos a Dios.
la desolación
h) de las regiones exteriores entregadas al turismo:
lentas
consideraciones químicas
sobre nuestros pactos con la tierra,
el tiempo de la mediocridad en la era de los viajes costosos.
esas
i) arquitecturas cenitales suspendidas desde arriba,
¡campos vigilantes
del deshuesamiento!
Nuestras hoces servirían para algo más que para segar la mies.
Una piedra nos ardía enterrada en la mano
buscando a donde ir, pendiente de justicia,
quemazón
que habíamos recogido en la escombrera de la historia
piedra de la esquirla custodiando el camposanto.
Queríamos tener
esa comprensión cariñosa del mundo
pero testigos nuestros eran
también el miedo y la culpa,
porque
sin alegría al comienzo ni resistencia al final
arrasabais los bosques para calentaros las manos.
Con Toro y Escorpión, con enjambres de drones dadóforos
en primavera y otoño cercabais
las ciudades pobres y los nodos de rastreo,
extrayendo de los Almacenes Sintácticos
—todavía insumergibles aunque apenas en pie—
las Preguntas Terribles, idénticas,
las palabras destructivas
que doblaban el sentido de los nombres y las cosas.
Hijos de los adiestrados, entonabais cantos absurdos
a diez metros de las salas de tortura
recibíais aplausos dos calles más arriba
de las zonas con planes de desahucio
aireabais vuestras gargantas en escuetos poemas verditonales
atizándolos en la altura de cualquier adolescente
bajo el sofoco de los moduladores de voz
—ritmos beatniks, potenciadores de soma— erais
los adiestrados hijos del bienestar,
cantores
que entretienen al amo en las noches con viento.