Una arquitectura interminable, laberíntica. Acompaña el recorrido una voz susurrante, apenas perceptible. Transitar por chiaroscuros hasta la pausa de la fotografía de unos rostros. Pasos, cristales suspendidos en forma de lámparas, escaleras en repetidos círculos y semicírculos de arcos en una atmósfera de perplejidad. Un viaje circular, reiterado, que desemboca en la luminosidad de la geometría de un jardín, que por su lejanía abstracta evoca lo eterno. Miradas, plumas aladas, desdobladas en espejos, reflejadas en agua. La imagen fugitiva, perseguida por el ojo, trocada en signo. El vértigo de un entramado visual, reconocido y extraño. La apertura hacia el enigma desde un palacio, una sombra, en forma de caracol. L’ année dernière à Marienbad (1961), dirigida por Alain Resnais, con guion de Alain Robbe-Grillet.
¿De qué manera esos trayectos, esas luces en duermevela, anegadas de penumbra, esos ambientes asociados a las formas, quedan impresos en la memoria?
La imagen nace de un estremecimiento. Su intensidad nos abisma en el presente. Es el parpadeo hacia el vislumbre de lo sublime del que habla Cassius Longinus y retoma Kant. El atisbo o centelleo de lo infinito a través de nuestros sentidos. ¿Cómo recrear esta experiencia o visión a través de la palabra? ¿Cómo evocarla? ¿Cómo recordar?
Cerramos los ojos para viajar hacia adentro y beber de las aguas profundas de la memoria, cuya sustancia son las sensaciones trastocadas en imágenes. El viaje se realiza a través de los sueños. Volvemos de ellos para despertar a la animación solar y así olvidar, intentando sepultar el ruido (o la música) del espectáculo proyectado por la imaginación en su algarabía nocturna. La luz siega con su hoz las coloridas aunque incorpóreas arborescencias de la fantasía. Sin embargo, durante el día cargamos con nosotros, o llevamos en forma de plumas o alados cristales, esas imágenes impresas en el otro lado del vidrio acuoso del ojo, en la cámara oscura de la mente. Es ese otro lado el que recorre Sor Juana durante el sueño en un repetido viaje nocturno hacia las profundidades del cosmos, gracias a los flujos de los órganos corporales, como el «miembro rey y centro vivo / de espíritus vitales, con su asociado fuelle / —pulmón, que imán del viento es atractivo [….] Y aquella del calor más competente / centrífica oficina, / próvida de los miembros despensera» (Primero Sueño, vv. 210-236).
Las formas invisibles que tuvieron cuerpo y vida durante el sueño deambulan transparentes frente al cristal de la mirada durante el día, al mismo tiempo que nos rozan otras, deslumbrándonos con su belleza o monstruosidad. Quedamos así muchas veces paralizados por un remolino de incandescencias de origen y naturaleza desconocidos. Las imágenes proyectadas por la fantasía en esa otra pantalla interior, deshiladas ya por los vapores del día, son el opaco ventanal o espejo oscuro a través del cual nos asomamos a inéditos escenarios, en un recorrido también laberíntico: una cornucopia de sensaciones, sonidos, luces, espacios. Ante nosotros se sobreponen figuras en movimiento sobre los vahos o emanaciones remanentes de la fantasía, acompañadas de susurros confusos, de palabras en forma de pensamientos, de reminiscencias sonoras o coloridas, representaciones inconexas, deshebradas. Ocultamos esas voces para buscar silencio y así poder distinguir la música del ruido, los colores de la blancura, poder salir de la cámara oscura al movimiento de la vida en su abrumadora exuberancia. Nos cubrimos de silencio para poder acercarnos con el tacto de la pupila al claroscuro de las formas.
Una imagen puede ser el punto de partida de una historia que recreamos con la pluma. La imagen y sus oleajes tejen la diversidad desde un centro palpitante. De esa manera, también durante el día, cerramos los ojos para recordar y tocar en esa oscuridad exterior las siluetas de la imagen de un recuerdo. Es el transitar en pos de una vivencia que nos penetró con la emoción profunda de la percepción en su máxima pureza. Es la pausa del pensamiento ensimismado en su propia contemplación. El pensamiento en su intento de descifrar o traducir los sentidos verbales y visuales de esas olas o círculos concéntricos que genera esa imagen iluminada, revivida por la intensidad de la emoción en el pasado. A través de la narración de una historia, o de su abreviada representación en el poema, buscamos revivir la verticalidad de ese flujo acuático emanado de un núcleo o meollo visual, que sin embargo se realiza en el movimiento de la temporalidad, hacia un momento de reconocimiento y revelación, hacia la catarsis de la que habla Aristóteles. De esa manera, en el punto más profundo de esa imagen poética, que presentimos como verdadera por su intensa vibración interior, logramos entrever una historia que la reúne, que la articula y le da vida. La escritura, en forma de narración o de poema, de pintura o de fotografía, nos permite así intentar transcribir esa serie de imágenes, esas palabras o esas imágenes hechas palabras que son el cuerpo de esa visión fugaz, irrecuperable, que revivimos o recreamos porque en ese viaje a través del recuerdo buscamos encontrar el sentido de un enigma, de una verdad hundida pero mayor o más sublime que la confusión del momento. Buscamos anclarnos en la verdad de esa imagen fugitiva, una imagen que se evapora en los velos o la estela de una sucesión de imágenes que, como decíamos antes, son siempre una historia (oculta), subterránea. A fin de cuentas, una historia ilegible por su misterio. Cerramos entonces los ojos para rememorar la imagen, tan verdadera que su luz nos deslumbra y nos deja ciegos o confusos. Pero también, una imagen cuya belleza nos recuerda nuestro origen.