Es de no creerse que a la llegada del ocaso ardan los crisantemos. El fuego crepita en los pétalos crispados como holanes arrugados. La corola se repliega para abrazar el centro. Los oleajes de aire candente enroscan los tallos, los sacuden para empujar su desplome hacia la sequedad de la tierra, un refugio subterráneo de raíces susurrantes, sus voces-filamento diluidas en ecos remotos por la arcilla del erial. En un vaivén, los tallos se arrullan silenciosos en espera del rocío.
Las rocas extendidas como lagartos, quietas, impávidas, brillan enrojecidas atesorando rayos. Se esfuminan en ocres rojizos, grises-azules minerales, ruginosos. No llegan los insectos a reposar en su lisura. La planicie inamovible de su letargo dispersa en cuarzos de fuego la incandescencia.
Las abejas volanderas se arrebujan en el balanceo de la floresta de estambres. Al atardecer, para recobrar frescura y aliento vuelan en concierto hacia los canutillos de un panal improvisado.
Raspa el sol. Se escuchan chirridos de cigarras enjutas, enojadas, enrojecidas. Hay pocas libélulas. Solamente mariposas amarillo limón, sedientas de polen, espolvorean levísimos pasos sobre malvas silvestres.
El mismo colibrí visita la madreselva y las rosas escarlata con alas de terciopelo verde, su milagroso vuelo sostenido en una gota de néctar.
Sobre las lascas viridianas se enrosca el herbaje. Los amarillastros de las malezas acechan con su espesor mohoso las diminutas hojas recién salidas de las verdolagas, un milagro de suculencia en el cántaro de su brillo.
La madera se astilla quejumbrosa y solitaria. Por la cerca trepa con tesón y malicia una enredadera hasta alcanzar el brazo de una rama. Se derraman las flores amoratadas de la glicina. Los racimos fecundos se nutren del ahogo.
La trompeta naranja se escabulle por un muro de ladrillos hasta la punta de un techo para iniciar su desparramo desbocado, con lentitud milimétrica, simulacro de eternidad, tupido en la trama flexible de hojas y tallos, hacia otro confín. Celebra su tremor verde en un esparcimiento trepador, sin presentimiento de linde. Son campanadas rebosantes de sol, con sonrisa azafranada, en un avanzar obstinado, vertido en el vigor de su abanicado follaje. Brillan triunfadoras, su filoso ápice desenvainado.
Estiramiento en suspenso, apuntando a los azules índigo. Se enlazan los verdes plateados del eucalipto y del olivo. Las hojas translúcidas de la cima del laurel flamean una laureola. Se abren paso apretados los capullos.
Desde ese otro lado, los zumbidos perseveran. Fosforescencia en la geometría de las alas. En una sola gota la abeja humecta su dorado abrigo. Por la noche, sobre la espesura silvestre abrasada en sus bordes, ulula desde las alturas un búho solitario.
Transitar por las hojas. Desprenderse bocarriba. El sobresalto de la brisa. Mordisquear cada brote. Los brazos trenzados en un vuelco. El abdomen trepidante por el tacto. Respirar. La apertura del color.