Éramos Robinsons que,
en lugar de quedar atrapados en una isla,
estábamos en nuestra propia casa.
No nos rodeaba el océano, pero sí la muerte.
H. G. Oesterheld
Día 1
Si el inicio es el tiempo más importante, esto debiera comenzar con la discusión que tuve con mi mujer minutos antes del apagón y de la primera nevada.
No había sido un buen día, así que regresé temprano. Aproveché que no había nadie en casa para echarme sobre la cama, mirar tele y beber un par de cervezas sin dar mayores explicaciones. Verano en Santiago de Chile, treinta y cinco grados a la sombra y recortes de presupuesto no era una buena combinación, tampoco olvidar un encargo de mi mujer.
—¿Te acordaste del dinero de la empleada? —me preguntó Leticia apenas apareció en la puerta del dormitorio. Venía de pasar toda la tarde en el cumpleaños de unos amigos de los niños, así que su ánimo estaba lejos de cualquier tipo de comprensión o cariño.
—Se me fue, lo olvidé, disculpa.
—Por la cresta, Alberto, es lo único que te pedí…
Le dije que no tenía para qué gritar, que a media cuadra había una estación de servicio con cajero automático, que me demoraba menos de diez minutos en ir y volver.
—Ése no es el problema —continuó chillando—, el que haya o no haya un cajero automático es un huevada, lo importante es que siempre se te van los detalles que tienen que ver con la casa. Si te pido, como favor —subrayó—, que traigas la plata de la nana, lo mínimo es que lo hagas, no que llegues y te recuestes junto al control remoto. Además sabes que detesto
que bebas cerveza en el dormitorio.
—Lo siento —traté de calmarla—, regreso la cerveza al refrigerador y…
Antes de que alcanzara a levantarme de la cama, ella había agarrado el tarro.
—Yo lo llevo —bramó—. Eres tan inútil —continuó mientras se perdía por el pasillo.
Como sabía que el tango no había terminado, me puse de pie y busqué los zapatos para partir lo antes posible hacia el cajero automático. Miré la hora: las diez con un minuto de la noche, al menos la temperatura ya estaba más soportable.
Leticia regresó cuando estaba terminando de atarme los cordones del zapato izquierdo. Volvió a plantarse bajo el umbral de la puerta y a reiniciar su rezo.
—Tuve un mal día —me anticipé. No debí hablar.
—No sólo tú. Eres tan egoísta, huevón…
—No soy egoísta, sólo te pongo al día…
Martita, nuestra hija, apareció en la habitación. Pasó a un lado de su madre y la abrazó por la cintura.
—No peleen —nos pidió, mirando al suelo.
—No estamos peleando, mi amor —la tranquilizó Leticia.
—A veces el papá y la mamá tienen diferencias y deben discutirlas. Ven, dame un beso —le pedí.
Martita vino, se acercó y apretó su boca contra mi mejilla por un largo rato. Le dije que era rico. Ella que mi barba le picaba. Le indiqué que fuera con su hermano.
—Ves lo que consigues, que los niños se angustien —continuó mi mujer, apenas la niña salió de la zona de guerra.
—Leticia, por favor, yo no he empezado nada. Sólo me olvidé de algo que tiene la solución más sencilla del mundo.
—Es que para ti todo tiene la solución más simple del mundo.
—¡Está bien! —no tenía muchas ganas de seguir discutiendo, menos con ella. Sabía muy bien que si seguía apretando el piloto del gas, la chispa iba a reventar con recriminaciones del pasado, dramas del presente y temores del futuro.
—Odio cuando te pones tan simple, tan básico.
Leticia no siempre había sido tan insoportable. Todo lo contrario. Es más, una de las razones por las que me enamoré de ella fue que era la persona más dulce del planeta. Pero bueno, todo el mundo tiene derecho a tener sus días y a mi mujer se le habían juntado muchos de esos días con el calor del verano. Hacía un mes, el colegio donde llevaba cinco años como profesora de literatura decidió no renovarle el contrato. Al principio lo tomó con bastante tranquilidad, la indemnización era buena y la idea de no tener que pasarse un año entero dominando a un montón de adolescentes del barrio alto le parecía más que atractiva. Dijo que iba a estar mejor así, que aprovecharía de criar a Matías, nuestro hijo menor, y que tras darse un año sabático iba a buscar algunas horas en colegios chicos, preuniversitarios o universidades quizás. Juró y rejuró (a mí, a la familia y a sus amigas) que nunca más quería un contrato de ocho horas diarias. Pero pasaron las semanas y su ánimo empezó a cambiar. Las eternas preguntas: que por qué la habían despedido a ella y no a otro, que se había equivocado de carrera, que era una inútil, que no estaba para estar todo el día en casa, comenzaron a asaltarla. Y así las piezas empezaron a sumarse, una tras otra: el verano más caluroso de la última década, dos niños en edad de demasiada atención, temores del paso de los años, qué sé yo.
Leticia no pasaba por sus mejores días. Yo tampoco.
No puedo decir que éramos infelices, sólo que éramos.
Éramos algo.
Diez años casados y dos hijos: Martita de siete y Matías de tres. Hace poco nos aprobaron un crédito hipotecario y cambiamos nuestro apartamento de calle Miguel Claro con Eliodoro Yáñez por una casa Ley Pereira en una paralela a avenida Tobalaba, a pasos de Pocuro, cerca de un supermercado Jumbo, del metro y de un par de buenos colegios: el mundo perfecto para una joven familia de clase media alta de Santiago de Chile.
Nos conocimos en la universidad, en el campus oriente de la Universidad Católica. Ella estudiaba Letras y yo Periodismo. Ella terminó la carrera, yo me cambié a Cine al tercer año. No terminé. Después de hacer la práctica en una productora audiovisual, decidí que eso era lo mío y con un par de amigos armamos una propia; le pusimos Región Metropolitana, y tras dos años en una casona en Bellavista, hoy funcionamos en el piso tres de un edificio de paredes transparentes en Ciudad Empresarial, un suburbio de negocios al oriente de la ciudad. Nos especializamos en producir comerciales, asociándonos con agencias de modelos, jóvenes directores, actores y actrices taquilleras, gente del ambiente. Poco antes de casarnos terminamos por un par de meses, periodo en el cual tuve una aventura con una modelo argentina de la agencia asociada, una tal Loreto. Hasta el día de hoy, cuando la vemos en algún comercial, Leticia me pide que cambie el canal.
Nuestro matrimonio se celebró un frío sábado de mayo en la iglesia de los Ángeles Custodios de Providencia. Ella escogió el templo, yo prefería una capilla chica que queda en el barrio Lastarria, pero Leticia me insistió con que Los Ángeles Custodios era más central y cómoda. Los dos primeros años los vivimos como una pareja joven y moderna. Aprovechamos de viajar, de comprarnos un auto más grande y de llenar la casa con lo último en tecnología. Leticia perdió a nuestro primer hijo a los cinco meses de embarazo, pero la depresión no duró demasiado, menos de un año después nació Martita. Le pusimos así (Martita, no Marta) en recuerdo de mi abuela materna. Desde entonces nuestra vida ha sido más que normal. El último mes sólo ha sido eso, un mal último mes. Su miedo a la cesantía se juntó con la mala inversión de uno de mis socios. Nada muy grave, pero vamos a tener que apretarnos el bolsillo durante el resto del año. Aún no le he dicho nada a Leticia y creo que lo mejor es esperar un par de días antes de hacerlo, después de las vacaciones (nos vamos al sur, a Puerto Varas, en el lago Llanquihue) quizás.
—Voy al cajero automático —le dije.
Mi mujer no dijo nada, cuando se da cuenta que está demasiado enrabiada prefiere guardar silencio.
—Voy y vuelvo —recalqué y luego llamé a Martita para que me acompañara—. Ponte algo encima de la camiseta —le pedí apenas apareció en el dormitorio con cara de pregunta.
—Hace calor… —regañó.
—Hágame caso, vaya por una chaqueta.
—Bueno, papá —dijo y salió corriendo hacia su habitación.
Y en ese instante vino el corte.
Primero fue un parpadeo y luego todo quedó a oscuras.
Desde su pieza, Matías gritó.
—Tranquilos —habló Leticia—. Alberto, ve por una linterna, por favor. Y no hagas mucho escándalo, que los niños se asustan —murmuró.
A tientas fui hasta la cocina. Antes de abrir el la cajonera, donde estaba la linterna, miré hacia la calle. El apagón había sido general, toda la ciudad, todo Santiago de Chile aparecía sumido en la más absoluta de las oscuridades. Agarré la linterna e intenté encenderla, pero no pasó nada. Por un instante visualicé a mi mujer echándoseme encima, reclamando porque era un pésimo dueño de casa, que lo mínimo era que los aparatos de emergencia estuviesen con pilas y baterías. No necesitaba otra pelea. Di un golpe ligero y volví a intentarlo. La luz de la linterna regresó con el resto de las luces. Había sido un apagón ligero. Volví a mirar hacia la calle y observé cómo la ciudad iba recobrando la normalidad. Escuché que Leticia le decía a Matías y a Martita que no había sido nada, que no tuvieran miedo.
—Ya, vaya con el papá —empujó luego a nuestra hija por el pasillo.
*
Martita fue quien se dio cuenta de que no había autos en la calle. Y aunque era extraño que eso sucediera en una intersección tan concurrida como Tobalaba con Pocuro, pensé que se debía a algún percance en los semáforos por culpa del corte. Para evitar dar explicaciones de algo que no tenía idea, le dije a mi hija que era por el calor. Que la gente aún estaba metida en sus piscinas. Ella, por supuesto, aprovechó de recordar mi promesa de construir una en el patio trasero. Se la hice antes de mudarnos, cuando la traje junto a su hermano a conocer la casa nueva. «No tiene piscina», me reclamó, con la mirada perdida, recordando que el condominio donde antes arrendábamos sí tenía.
—El próximo año —le prometí—. Y ésa va a ser sólo nuestra, no de todos los vecinos, pero antes hay que cambiarle la cocina a la mamá.
—Bueno —respondió ella, conforme.
Había poca gente en la estación de servicio: los dos encargados de la caja, un tipo terminando una bebida, un señor de unos cincuenta años sacando dinero del cajero automático y otro dependiente que luchaba con el control remoto para encontrar algo en la tele, al parecer el apagón había desconectado el cable.
—Papá —me habló Martita—, ¿puedo comprarme algo?
—Toma —le pasé un billete.
—Gracias, papá —y se fue directo a los anaqueles de golosinas y caramelos.
—Mejor quiero un helado —me gritó.
—Lo que quieras —le respondí.
—Está malo el congelador de los helados —nos gritó uno de los dependientes—. Algo le pasó después del corte, ni siquiera puede abrirse la tapa.
Mi hija y yo levantamos los hombros resignados.
El señor que estaba en el cajero automático reclamaba en voz baja. Dos veces intentó sacar dinero antes de darse por vencido. Antes de retirarse me explicó que estaba aburrido de su banco, que no era primera vez que le pasaba, que las tarjetas eran una pura tontera, que mejor iba a volver a usar cheques.
—Sólo con sencillo, por favor —escuché que el cajero le decía a mi hija, cuando ella trató de cancelar una barra de chocolate con mil pesos—. Es que algo pasó con el corte de luz —me miró, adivinando que yo era el padre— y no puedo dar cambio, ni boleta.
—Espérame un ratito —le pedí a Martita, antes de ingresar la tarjeta por la ranura del dispensador de dinero. Digité el número secreto, pulsé la alternativa de cuenta corriente e indiqué un giro de ciento cincuenta mil pesos. La máquina me respondió que la cantidad pedida superaba el disponible en mi cuenta. No hice mucho caso y lo intenté de nuevo, la respuesta fue similar. Regresé al menú y le pedí que me desplegara el saldo en pantalla. La información demoró unos segundos en aparecer. Saldo diario: cero. Disponible en la línea de crédito: cero. Mierda, era imposible, estaba seguro que en la mañana había revisado y tenía de sobra.
Un sujeto a mi espalda me preguntó si había terminado.
—Adelante —le indiqué—, pero la máquina está con problemas, parece. Pruebe si le resulta- —le advertí. Fui hasta donde Martita, busqué un par de monedas y pagué su chocolate.
—Toma —me respondió, regresándome el billete.
—Es para ti, te lo regalo —le dije, mientras la veía masticar la barra de chocolate derretido—. Vamos a buscar el auto, que este banco está malo.
—Bueno —asumió con la boca y las manos manchadas de chocolate.
Quien estaba usando el cajero automático pateó el suelo y reclamó que la porquería no funcionaba.
—¡Saldo cero —pronunció en voz alta, mirándome a los ojos—, no puede ser, por eso este país está como está. Se corta la luz y todo se va a la mierda. En el de la farmacia la misma huevada!
Le dije a mi hija que esperara.
—Con esto igual —indicó el dependiente tras la caja, apuntando a su máquina registradora. El lector de tarjetas de crédito y débito no funciona.
—La tele peor —agregó su compañero, quien continuaba tratando de encontrar algo con el control remoto.
—No te muevas -—le pedí a Martita y volví al cajero. Abrí mi billetera, busqué una tarjeta de crédito y repetí cada paso de lo hecho con la de débito. Saldo igual a cero.
—¿Lo mismo? —me preguntó el tipo que había usado la máquina antes, cambiando su expresión de maña a preocupación.
—Lo mismo —le contesté.
Martita me preguntó qué pasaba, le dije que nada. El hombre me pidió que tratara con otras tarjetas. Pensé en que Leticia me habría retado por hacerle caso a un extraño en cosas de platas y dineros plásticos, pero igual lo hice. Todo igual: Diners, cero; Master, cero; Visa Platinum, cero. Todas mis formas de dinero circulante se habían igualado a cero.
—A ver yo, permiso —indicó mi improvisado compañero, tomando mi lugar tras la máquina. Fue ahí cuando mi hija gritó llamándome.
—¡Papá, papá, ven a ver esto…! —chilló.
Todos los presentes en el interior de la estación de servicio giraron hacia la voz de Martita.
Y todos también vimos lo mismo.
Por avenida Tobalaba, desde ambos sentidos, y por Pocuro, hacia el oriente, avanzaba una fila eterna de autos empujados por sus conductores. Era como si cada una de las máquinas se hubiese muerto, o agotado su combustible. Como la fotografía inversa de un raro tipo de tracción animal. Un tipo rubio y musculoso, junto a una chica también rubia y de grandes tetas movían un Mercedes Benz descapotable. Tras ellos, una familia entera se esforzaba tras un Jeep Commander. Taxis de marca y modelo Hyundai Accent o Chevrolet Cavalier eran tirados por conductores y pasajeros.
Uno de los bomberos de la estación corrió hasta el primer vehículo que avanzaba por Pocuro, un Peugeot 305, empujado por dos veinteañeros. Les preguntó qué estaba pasando. Tomé a Martita y me acerqué para escuchar la conversación.
—No sabemos —respondió uno de los muchachos—. De repente se apagó el motor, luego volvió a encenderse pero el auto no responde. Todo funciona, pero no quiere moverse, ningún auto quiere hacerlo —apuntó a la fila que corría tras ellos.
Entonces, a medida que la caravana se acercaba a la intersección de las avenidas, empezó a caer la nieve. Porque esa noche, después de un día de enero con treinta y cinco grados a la sombra, nevó sobre Santiago de Chile.
—Nieve, papá —gritó Martita ante la mirada atónita de todos los presentes, que no podían creer lo que estaba sucediendo.
—Hagamos un monito —continuó entusiasmada mi hija.
—Después, mi amor. Ahora… —me apresuré, tomándole la mano—. Ahora volvamos a casa.