1. Literatura y otras acupunturas
¿Qué nos puede enseñar la literatura sobre el dolor? Personalmente, estoy convencido de que no hay otro tema para el que la literatura esté menos preparada; y, en contrapartida, para el que exista una mejor aproximación que la literaria. Obviamente, para hablar sobre el dolor, sobre todo el físico, está la medicina. ¿Pero para expresarlo? ¿En primera persona, como debe ser expresado todo lo que es profundo?
La literatura es, desde que los seres humanos hablan, la más banal de las artes —se desliza sobre el más banal de los códigos, la lengua— y la más incompetente de las formas de expresión artística. Paga el precio de estar demasiado cerca del uso trivial de la lengua («Por favor, deme un café, en taza grande»), y de no ser capaz de separarse con claridad de las verdaderas ciencias: la filosofía, la sociología, las ciencias de la comunicación, la antropología, la historia.
Hay que recordar, además, que hasta el siglo xx eran pocas las disciplinas ahora reconocidas como «científicas» —es decir, legítimas— entre todo el manantial utilizado para lidiar con los humores, de los cuales el más nefasto y nefando era, sin duda, la melancolía. (Cabría aquí citar a Schopenhauer y, después de él, a Camilo Pessanha, pero no lo haré (1)).
2. La ficción como autogeografía
Hay un corpus muy vasto de textos sobre el dolor, o alrededor del dolor. Mencionaré algunos que considero ejemplares: el poema «Autopsicografía», de Pessoa; un ensayo confesional de William Styron sobre su depresión crónica; un texto inclasificable de José Cardoso Pires sobre un accidente vascular que sufrió; un relato de Peter Handke sobre el suicidio de su madre; la novela gráfica, hoy canónica, de Art Spiegelman. Estos textos tienen en común el hecho de tratar de hablar de lo que no quiere ser dicho, hablar de lo que no puede hablarse, entender lo que no puede ser entendido.
Fernando Pessoa, como de costumbre, lo dice todo: «Y los que leen lo que escribo / en el dolor leído sienten bien / no los dos que él tuvo / mas sólo el que ellos no sienten» (2).
Suelo explicar esto en mis clases con una imagen gastronómica: sushi. Si un profesor no se actualiza y no se adapta a los nuevos métodos pedagógicos, o sea, a la capacidad para atraer la atención de sus alumnos, está en problemas. Hoy en día, en tiempos del chef Ramsey, de Nigella, de Jamie Olivier y otros anglosajones que nos muestran el mundo de la comida, la imagen del sushi es adecuada y moderna: el poema cuenta la metamorfosis de un dolor real, sentido por el poeta, que él después preparó, cocinó, ficcionalizó, mintió, fingió, y finalmente transformó en poema. Y este poeta da tantas vueltas que —como atleta en un salto mortal— termina en la misma posición de la que partió. De hecho, ésa es la diferencia entre los poetas de verdad y los de plástico: los escritores de verdad usan, como los cocineros de verdad, materia prima de calidad. Pienso en Saul Bellow, en Kurt Vonnegut, en Borges, hasta en el Ega de Eça de Queiroz: en todos ellos, la materia prima del combustible de la imaginación es una maleta Luis Vuitton auténtica —hecha con la piel del autor— y no una de imitación.
Los malos escritores no hablan de sí mismos y en última instancia acaban por no hacer otra cosa; los buenos escritores hablan de sí mismos y eso es lo que los vuelve, en potencia, interesantes. Los grandes autores, por su parte, no hacen más que hablar de sí mismos y es eso lo que los vuelve universales. Saben que el laberinto y el tesoro están adentro, no afuera. Afuera están «sólo» las llaves del laberinto y el mapa del tesoro. Madame Bovary c’est moi, ¿recuerdan?
Sinceramente, ¿habrá ficciones más autobiográficas que La metamorfosis de Kafka o el libro con extraterrestres de Vonnegut sobre el bombardeo de Dresden? El buen cocinero trabaja con materia prima fresca que ni siquiera llegó al congelador: llega todavía viva de altamar (digamos, del altamar de su subconsciente) y él sólo tiene que añadirle sal y agua y queda lista para servirse.
Fernando Pessoa no se refiere al dolor propiamente dicho, claro. «Dolor» en su poema es sinónimo de «experiencia», y en lugar de ésta podría estar otra palabra, a no ser por la felicidad de la coincidencia fonética: fingidor/dolor. Es por el sonido y no por el sentido que Pessoa elige la palabra. Y, oh maravilla, queda muy bien.
Porque el dolor es, tal vez, lo más personal e intransferible que existe. Y es el gran tema de los grandes libros: el personal e intransmisible. Hablar de aquello que se niega a ser dicho, decir aquello que no quiere ser dicho o, si puede ser dicho, no es con palabras.
Hablar de nosotros mismos es intolerable; no hablar de nosotros mismos es fútil. El texto de ficción o es autobiográfico —es decir, motivado, espoleado por las preocupaciones específicas del autor——, o no logrará «levantar el vuelo», como se suele decir del trabajo de la imaginación.
3. De la depresión
William Styron sufrió de depresión gran parte de su vida, algo de lo que no nos habríamos enterado si no hubiera escrito sobre el asunto. La depresión, escribe, es una enfermedad doblemente invisible: no tiene señales exteriores y es socialmente ignorada. Y lo era aún más cuando él escribió su ensayo, pero sigue siéndolo. Es una enfermedad invisible aún hoy, aunque poco a poco empieza a ser identificada como una enfermedad potencialmente epidémica —sobre todo en una época en que valores como «eficiencia», «performance» y «espíritu emprendedor» predominan. En algunas profesiones más que en otras, las personas son obligadas a cumplir «objetivos» difíciles de alcanzar y fracasan, debido a una carga de trabajo excesiva, generalmente incompatible con una calidad de vida razonable.
A veces este ejercicio es intencionalmente cruel e inhumano. Aunque algunos crean que se trata de una leyenda urbana el hecho de que algunas empresas, estatales o públicas, encuentren formas manifiestamente humillantes y psicológicamente peligrosas de orillar al personal excedente a aceptar un amable contrato de rescisión, lo cierto es que el número de suicidios (por ejemplo, en France Telecomm) es inquietante y el desgaste está documentado. Y parece que casi nunca es con alegría que, en nuestros días, se le pide a un empleado que se presente al Departamento de Recursos Humanos (3).
William Styron describe cómo los súbitos ataques de su depresión crónica podían volver una pesadilla hasta los momentos de un previsible gran placer. Es el caso de una invitación para visitar el Museo Picasso con un equipo de filmación que se limitaría a grabarlo mirando algunas obras:
il était quatre heures passés et déjà mon esprit était assailli par ses habituels tourments: panique, désintégration, sensation que mes processus mentaux sombraient peu à peu dans un flot délétère et innommable qui oblitérait toute réaction agréable au monde et à la vie. Cela pour dire de façon plus explicite que loin de éprouver du plaisir —le plaisir qu’assurément aurait dû m’inspirer ce lieux fastueux dédié à une œuvre de génie— j’éprouvais dans mon esprit une sensation proche, bien qu’indiciblement différente, de la douleur. Ce qui m’amène à évoquer de nouveau la nature Ç indicible È de ce mal (4).
Un escritor no es un científico. Puede serlo en otra profesión, pero como escritor, su principal terreno de conocimiento es el de sí mismo. Es un conocimiento que no acata una regla fundamental de la ciencia: revelar sus métodos (ya que ni siquiera para él mismo son claros). Un escritor intenta aprehender la realidad con palabras, y la forma en que lo hace puede mostrarse (por el resultado), pero la forma en que lo consigue, eso no se puede compartir. Un escritor es, en principio, un artista, y el arte no es ciencia. Es un pariente cercano, un compañero de trabajo, a veces un enemigo (una presa que cobrar o, peor, que disecar). William Styron procede de una forma que no es demasiado diferente a la de Proust, cuando analiza el efecto del beso de buenas noches en el niño que va a (intentar) dormir, o Dostoievsky, con las crisis de epilepsia del príncipe Mischa en El idiota, o Cardoso Pires en su afasia en Valsa lenta, o Peter Handke escudriñando la vida de su madre en busca de un sentido. En todos estos casos, el escritor canaliza su atención y la emplea como conejillo de Indias para realizar un experimento «científico»: el experimento de, analizando detalles, sin retroceder ante el monstruo que lo aterroriza, reflejar el dolor con palabras. Si es para domarlo, comprenderlo, exorcizarlo o, simplemente, usarlo como materia prima, ése es otro asunto.
4. El dolor de la madre
Hace poco murió la madre de Miguel Esteves Cardoso. A algunas personas les molestó que él escribiera sobre ello, con una aparente falta de pudor al escribir sobre un asunto privado. A mí no me pareció así. Un escritor es un escritor, tal como una papa es una papa. Un escritor escribe y es eso lo único que tiene que hacer. ¿Y sobre qué escribe? Los mejores escriben sobre nada. O sea, sobre la muerte de su madre:
No existe ninguna ley sobre el luto. Cuando murió mi papá, pasé dos años deprimido, con las ventanas tapadas con paños negros. Mi mamá me ayudó, y se volvió mi vecina.
Ella me dijo después que yo había vivido sólo con un cuchillo y un tenedor, un plato y una olla donde calentaba el contenido de latas. No me acuerdo de nada. Me acuerdo de haber pasado veinte horas diarias leyendo libros, revistas y periódicos de principio a fin, incluyendo los anuncios y las fichas técnicas.
Ahora sé que no fue la muerte de mi papá lo que me deprimió. Estaba yo a punto de caer en una depresión (que es como una anemia del alma) y la muerte de mi padre me impulsó a enfrentarla y sufrirla (5).
Nótese como, de la muerte de su madre, Esteves Cardoso se desliza a un relato paralelo «la muerte de su padre, hace años» y, luego, de esa especie de muerte interior de la que habla Styron: «Le sentiment de perte, dans toutes ses manifestations, est la clé de voûte de la dépression» (6).
¿Alguien duda de que, si Styron escuchara que la depresión «es como una anemia del alma», diría que es una expresión feliz y adecuada, propia de un escritor? Una anemia del alma: es una expresión austera, certera, casi natural, con la ventaja (la cereza en el pastel) de que, al ser dicha, parece obvia, de tan simple y luminosa.
No, la literatura no es una ciencia, a menos que sea en el sentido que tiene la palabra para esa señora que, en las horas más baratas de la publicidad televisiva (el llamado horario pobre) decía, hace algunos años, con un aire astrológicamente osado: «No descalifique de entrada una ciencia que no conoce». Y, a pesar de todo, la literatura ha de implicar algún tipo de conocimiento. Un conocimiento que se acerca a la magia y a la religión, así como a la filosofía y a las ciencias humanas, pero que sigue siendo un conocimiento. Una herramienta para aproximarse al misterio —o viceversa, y ahí reside precisamente la gracia de este arte. Ars gratia artis, ¿no es verdad? Si el arte muerde su propia cola, ¿no nos indicará eso algún parentesco, aunque sea lejano, con las medicinas del farmacéutico, cuyo símbolo es, precisamente, aún hoy, la serpiente?
La madre de Peter Handke se suicidó. En un relato breve, que no sé si definir como novela o como ensayo, Handke narra su historia. El tono es neutro, mucho más que el de Styron hablando de su depresión. La madre de Handke fue infeliz —¿por qué otra causa se suicidaría una persona? Claro, podría no haber sido infeliz siempre, pudo haber sido infeliz sólo en la época en que se suicidó. Es un buen argumento y Handke —o el narrador— va en su busca. Digo «Handke o el narrador» porque la verdad es que no conozco a ninguno de ellos, ni sé si su madre es real. Supongo que sí, porque Handke lo afirma. Pero no es por un interés hacia la madre de Handke que leo el relato, en 1979, en un largo viaje en el Sud-Express, desde París hacia Santa Apolónia. Lo leo porque es uno de los varios relatos breves (nouvelles, justamente mi género favorito) de Handke que publica la editorial Folio, y yo supe que era colega de Wim Wenders, y ya había leído El miedo del portero ante el penalti, Carta breve para un largo adiós, La mujer zurda. Éste tiene un texto en la solapa que me encanta, por su sequedad:
La mère de l’auteur s’est tuée le 21 novembre 1971, à l’âge de 51 ans. Quelques semaines plus tard, Peter Handke décide d’écrire un libre sur cette vie et ce suicide. Simple histoire, mais qui contient quelque chose d’indicible.
Histoire d’une vie déserte, où il n’a jamais été question de devenir quoi que ce soit. Vie sans exigence, sans désirs, où les besoins eux-mêmes n’osent ps s’avouer, sont considérés comme du luxe.
À trente ans, cette vie est pratiquement finie. Et pourtant, lorsqu’elle était petite fille, cette femme avait supplié « qu’on lui permette d’apprendre quelque chose ».
Es un gran texto, esta solapa, similar al tono del libro. Hoy, después de casi cuarenta años de haberlo leído, me pregunto si fue el mismo autor quien lo escribió. Antes, yo pensaba que era el editor el que hacía ese tipo de textos. Con el tiempo descubrí que en realidad no era así. Pero éste anuncia el tono neutro de la médula del libro:
Lorsque j’étais chez elle l’été dernier, je la trouvai un jour couchée sur son lit avec une expression si désolée que je n’osais aller plus près d’elle. Comme dans un zoo, l’état de l’abandon de l’animal s’était fait chair. C’était un supplice de voir avec quelle impudeur elle s’était retournée à l’air ; tout en elle était déboîté, fracturé, ouvert, enflammé, une occlusion intestinale. Et elle regardait vers moi de loin, à son regard j’aurais pu être son cœur écorché, comme, dans la nouvelle de Kafka, Karl Rossmann pour le chauffeur que tous les autres humiliaient. Terrifié et exaspéré, j’ai aussitôt quitté la pièce (7).
En 1979, éste fue tal vez el primer texto en mi por aquel entonces breve vida cuya lectura me hizo llorar. Lloro en el tren, desalmadamente, con pena de que me vean mis compañeros de vagón, y sin embargo no puedo evitarlo. Ésa no era la historia de mi madre. Mi madre no murió sino hasta 2014. Sólo sé que lloro, como no volveré (que yo recuerde) a llorar con ningún otro texto —no de esa forma, no de esa forma. Pero cuando un lector llora, ¿por quién llora? ¿Por el dolor leído, o por el dolor imaginado —sentido, recordado— a partir de la lectura del dolor ajeno?
Au cours d’une promenade dans la montagne, comme ils couraient un peu dans la descente, ma mère laissa échapper un vent, mon père le lui reprocha; plus loin, lui-même lâcha un pet, il toussota. Elle se recroquevillait sur elle-même en me le racontant plus tard, gloussait d’un air malicieux mais aussi avec mauvaise conscience parce qu’elle médisait de son amour (8).
5. Cerrado por remodelación
Cuando perdió las facultades del habla y de la memoria, José Cardoso Pires había escrito la mayor parte de su obra. Le ocurrió ese accidente cuando tenía una cierta edad, y ya había escrito una de las obras más sustanciales de la literatura portuguesa del siglo xx. En vida de su autor, El delfín se convirtió en un texto obligatorio, parte del canon, y Cardoso Pires es reconocido como un escritor cuya arte poética implica el análisis (para no hablar de diseccionar o disecar, u otros términos que, en el mismo orden de ideas, sugieren una precisión quirúrgica) de la realidad. ¿Sus palabras? Tenaces. ¿Su sintaxis? Una danza de cazador.
¿Y fue a este hombre —perdón, este escritor— a quien le falló uno de los hemisferios del cerebro? Por supuesto que esto tenía que desembocar en un libro. Su último gran texto, supongo. Un texto atípico —la narración, necesariamente fragmentada, de una pérdida—, pero al mismo tiempo lógico y, de alguna manera, perfectamente congruente con el resto de la obra de José Cardoso Pires. Una obra de no-ficción que se lee como ficción; que, al registrar la aventura de la pérdida de memoria, dice:
Recuerdo que esa mañana fue invadida por un aguacero desalmado, se oía una lluvia fuerte y pesada afuera, mas debe de haber sido pasajera porque, cuando terminó, todavía Edith estaba hablando por teléfono. A partir de entonces todo lo que sé es que estaba frente al espejo del baño, afeitándome con la pasividad de quien está afeitando a un ausente —y sucedió ahí.
Sí, sucedió ahí. En la medida en que es posible localizar una fracción absolutamente secreta de vida, fue en ese lugar y en ese instante que yo, frente a mi propia imagen en el espejo pero ya separado de ella, me trasladé a un Otro sin nombre y sin memoria y por lo tanto incapaz de menor relación pasado-presente (9).
6. Dar de beber al dolor
La mejor obra de Art Spiegelman es autobiográfica. Cuenta la historia de sus padres, sobrevivientes de Auschwitz, o sea, cuenta la historia de los Spiegelman, incluida la de Art, ya que estudios sobre los traumas tienden a afirmar que la memoria de lo que les pasó a nuestros padres es nuestra memoria (11). Como resume Sarah N. Abdelhafez (10), «The generations which follow the generation of the survivors act out emotions and sensations as there is no recollection of a visual experience to be re-enacted». Es decir que Art es también un sobreviviente de Auschwitz, aunque haya nacido años después, y fuera de los campos de exterminio, en Nueva York. Pero es una víctima tanto como su madre, la que, sobreviviente del campo propiamente dicho, se suicidó cuando Art era un adolescente. Además, en 1972 publicará en la revista Raw una historia de cuatro páginas donde se retrata como un prisionero en un campo de concentración, cuyo protagonista dice, desde la primera viñeta: «En 1968 mi madre se suicidó… Sin dejar una palabra». Y, en su movimiento casi neutro de aproximación y distanciamiento, Art Spiegelman incluirá esta historia en Maus (2012: 102-105). Por eso, podemos decir que la novela gráfica, publicada primero en fascículos a partir de 1980, después reunida en un volumen en 1985 y después terminada con una segunda mitad en 1991, es una obra autobiográfica.
El joven Art no se lleva bien con su padre. Sin embargo, llega un momento en que se ve forzado, tal vez para dejar de oír voces, a exigir a su padre que le cuente su historia. El libro se convierte entonces verdaderamente en un acto. No es sólo el relato del padre, es también el relato de Art Spiegelman oyendo el relato de su padre, y de Art Spiegelman tratando de encontrar una manera de registrar el relato de su padre, el relato del relato, las dificultades para hallar una forma para el relato y los problemas que ello plantea, incluso de identidad. Maus es una metanarración a tal punto que el segundo volumen se inicia con los críticos alemanes, diciendo lo mucho que les gustó el primero.
Hay un problema que se le plantea desde el principio: ¿cómo representar a judíos, alemanes, polacos, ucranianos, en fin, todas las partes interesadas? La solución de atribuirles rostros de animales es simple, brillante —y, sospecho, un desahogo. Por un lado, se inserta en la tradición de las tiras cómicas, o sea, tiene claramente un pie en la tradición, al mismo tiempo que se apropia para este medio mixto (gráfico-verbal) el poder de abordar incluso el tema ante el cual uno queda mudo, el horror ante el cual el arte, según la hoy muy conocida expresión de Adorno, debería enmudecer: «Después de Auschwitz no hay poesía posible» (12). Por otro lado, dibujar los personajes como animales permitía lidiar con un problema que sería demasiado doloroso, y podría incluso llevar a Art a la locura: la expresividad de los rostros. La expresión inglesa es adecuada: subdued, similar a «discreto», «tranquilo», «resignado», lo contrario de «exagerado» y «excitado».
Representar a los alemanes como cerdos sería una tentación Ñy por eso mismo Spiegelman no cedió a ella. Había un antecedente, Rebelión en la granja, de Orwell. Los hechos eran lo que eran, no era necesario atribuirles más carga emotiva —odio, repulsión, en este caso— a lo que habría que relatar.
Después surge un problema. La esposa de Art, Françoise Houry, es francesa y no es judía. Art se pregunta: ¿cómo representarla? Y es Françoise quien le da la solución: Como un ratón, claro. Estoy casada contigo, ¿o no?
« Qu’est-ce que tu fais? ».
« J’essaie de voir comment je vais te dessiner ».
« Tu veux que je pose? ».
« Non, non… Je veux dire par quel animal te représenter? ».
« Hein? Une souris, bien sûr! ».
« Mais tu est française! ».
« Ha… Pourquoi pas le petit lapin? ».
« Non, trop mignon, trop gentil ».
« Allons bon. […] Tu sais, tu aurais dû épouser… Comment s’appelle-t-elle déjà? […] ».
« Sandra? ».
« Oui. Tu aurais pu ne dessiner que des souris. Fin du problème » (13).
7. La casi-imaginación
En 1998, la hija de un amigo fue víctima de un accidente ferroviario. Yo era padre de un niño casi de la misma edad. Esos dos elementos —amistad y paternidad— tuvieron una proximidad que bastó para que la compasión se exacerbara al punto de causarme dos problemas: 1) ¿Cómo lidiar con el trauma? 2) ¿Cómo reaccionar ante lo sucedido? Y, cuando me di cuenta de que quería escribir un libro, surgió un tercer problema: ¿sería ético? ¿Tenía yo alguna legitimidad? En vez de ser un homenaje, ¿no sería un acto (aunque fuera involuntario) de agresión de mi parte a sus padres, una falta de respeto, un abuso?
Lo cierto es que finalmente escribí O suplente, publicado en 2000 (14). Fue difícil. Tardé meses en encontrar una forma —o, mejor dicho, un modelo— para la novela. Varias tentativas eran demasiado próximas, demasiado distantes. Sentí en carne propia los problemas de Peter Handke al hablar de su madre, de Art Spiegelman al hacerlo sobre Auschwitz, de William Styron sobre la depresión, de Cardoso Pires sobre la fisura entre la memoria y el lenguaje. ¿Cómo hablar de lo que no quiere ser dicho? ¿De lo que intentará todo, usará todos los trucos, para evitar ser dicho? Hace años, un pariente mío entró al ya vasto club de personas que sufren de Alzheimer. Yo lo veía todas las semanas, hablábamos todas las semanas, pero tardé en reconocer que ese pariente estaba enfermo. ¿Por qué? Porque para mí había una conspiración combinada: yo no estaba interesado en reconocer la enfermedad (conspiraba para no verla), el enfermo no quería que los demás se dieran cuenta del avance de su enfermedad (por vergüenza, por amor propio) y, sobre todo, porque la enfermedad no quería ser vista y usaba todas las estratagemas para esconderse.
Cuando por fin encontré una solución —una máquina narrativa— para dar voz a «mi» dolor por la muerte de Joana, muchos meses después, fue simple como un algoritmo. Y el primer capítulo fue muy fácil de escribir: bastó recordar las idas al Estádio da Luz con mi padre, siendo yo niño, y prácticamente transcribir y ya. El resto —bendito sea— llegó solo.
Terminado el libro, faltaba tomar una decisión difícil: ¿dedicar o no el libro a la persona a la que, desde el primer esbozo, estaba dedicado? Es conocido el caso de Saramago, que en algunas novelas retiró de las nuevas ediciones la dedicatoria original, y eso ha causado algunas polémicas a lo largo de los años. Pero éste es el caso opuesto. No tuve el valor de dedicar O suplente a Joana, por pudor, por miedo de ofender a quien sentía el dolor verdadero (sus padres) y no el dolor prestado (yo), pero espero que ahora, pasados algunos años, pueda finalmente, en una próxima edición, dedicar lo que es suyo a su dueño (15).
8. ¿Para qué sirve el arte?
Una nota final: ¿el arte sirve para dar placer? El arte sirve para muchas cosas —una de ellas, dar placer. En El placer de la escritura (1973), Roland Barthes distinguía entre los textos agradables —que no perturban— y los textos provechosos, que perturban.
¿Para qué sirve el arte? La discusión sigue en círculos y no siempre gana quien tiene la razón, sino quien logra que su punto de vista prevalezca. No se trata de una cuestión estéril —es sólo una cuestión histórica, no atemporal. (Sin embargo, esto mismo es discutible: quien tiene la razón quiere, si es posible, tenerla durante mucho tiempo).
Ahora bien, sea cual fuere el posible beneficio o la dudosa utilidad para los lectores, los textos sobre el dolor son a priori textos de resistencia —por consiguiente, su horizonte de potenciales lectores es reducido, en principio. O, por lo menos, son textos que piden un poco más al lector de lo que lo hace un «texto agradable», sobre todo en épocas donde el dolor tiende a ser incluido como espectáculo en los noticieros, pero excluido de su lugar más comúnmente aceptado en el arte.
Chaque fois que j’essaye d’ « analyser » un texte qui m’a donné du plaisir, ce n’est pas ma subjectivité que je retrouve, c’est mon « individu È, la donnée qui fait mon corps séparé des autres corps et lui approprie sa souffrance ou son plaisir : c’est mon corps de jouissance que je retrouve. Et ce corps de jouissance est aussi mon sujet historique (16).
1. Sobre Schopenhauer hay una bibliografía vasta y accesible. En cuanto a Camilo Pessanha, véase el libro de Paulo Franchetti, Nostalgia, exílio e melancolía, edusp, São Paulo, 2001.
2. Fernando Pessoa, ÇAutopsicografiaÈ, en arquivopessoa.net
3. «Of the ten days this year—three women and seven men, the youngest aged 25—eight have been directly linked to work, according to the observatory for stress and forced mobility, which monitors work conditions at the company. Yesterday, the French health minister, Marisol Touraine, called the new deaths worrying. “The company has to take the necessary measures É we cannot leave the situation as it is”, she told French radio», en www.irishtimes.com/business/series-of-staff-suicides-at-french-telecoms-giant-investigated-1.1732080
4. William Styron, Face aux ténèbres — Chronique d’une folie, Gallimard, París, 1990, p. 32.
5. Miguel Esteves Cardoso, «As leis do luto», Público, 10 de junio de 2015, p. 45.
6. Styron, op. cit., p. 88.
7. Peter Handke, Le malheur indifférent, Gallimard, París, 1989, p. 91.
8. Ibid., p. 35.
9. José Cardoso Pires, De profundis, Valsa lenta, Dom Quixote, 2012, p. 30.
10. Angela Connolly, «Healing the wounds of our fathers: intergenerational trauma, memory, symbolization and narrative», Journal of Analytical Psychology núm. 56, 2011, pp. 607-26.
11. Sarah Nagaty Abdelhafez, «Narrative as Memory: a Reading of Nuruddin Farah’s Trilogy Variations on the Theme of an African Dictatorship. Dissertação de Estágio de Mestrado Erasmus Mundus», 2015, inédito, p. 44.
12. Alberto Pimenta dedica un capítulo a este asunto: «El silencio como programa de la poesía moderna», en O silêncio dos poetas, Cotovia, Lisboa, 2003, pp. 165-180.
13. Art Spiegelman, Maus, Flammarion, París, 2012, pp. 171-172.
14. Rui Zink, O suplente, Planeta, 2000.
15. En la edición de 2013 no pude hacerlo todavía.
16. Roland Barthes, O Prazer do Texto, Ed. 70, Lisboa, 1973, p. 99.