Señales de humo / Gonzalo Calcedo

A veces Nina «olvidaba» subir al autobús del instituto y se embarcaba en el transbordador. Ella lo llamaba pomposamente cambiar de horizontes. Cuando se enteraban, sus padres cercenaban el hálito poético de su fuga con castigos hirientes: el hp decorado con esmalte de uñas era desterrado del dormitorio y el nacarado móvil de su décimo sexto cumpleaños pasaba a ser un ángel caído, huérfano de saldo.
            Como ya no existían cabinas de teléfono en el barrio, su comunicación con el exterior era meramente verbal: clásicas peticiones de socorro en un cosmos inalámbrico. Nada de mensajes de móvil, como mucho el Morse de una cucharilla golpeando la taza o, rebajándose hasta el sonrojo, unos garabatos en alguna hojilla perdida. Sencillamente estaba en guerra con la humanidad, lo cual autorizaba las pataletas. En esos arrebatos debía gesticular con bastante gracia, puesto que algunos chicos burlones la consideraban un mimo y aplaudían su desesperación entre piropos. Ella se veía a sí misma como una heroína victoriana, dueña de dos tatuajes secretos que, de ser descubiertos, la condenarían eternamente: un caballito de mar en el tobillo derecho y tres lágrimas negras en el nacimiento de la espalda. Para devolver a sus padres parte del castigo que le infligían, hablaba del suicidio con doliente naturalidad. También amenazaba con quemar libros y hacer señales de humo desde el jardín si la sequía digital continuaba.
             Su madre, gobernadora de una cocina niquelada en la que un horno con programador urdía burlas a diario, le mandaba callar la boca blandiendo una cuchara.
            —Podrías ayudar en vez de hablar tanto. Me levantas dolor de cabeza.
            —Papá es un dinosaurio, ¿no crees?
            —¿Qué? ¿Por qué dices eso ahora?
            —Escribe cartas. Y mira el buzón.
            —Todo el mundo mira el buzón, supongo.
            —Yo no. Llevo siglos sin hacerlo.
            —Por Dios, no eres tan vieja. ¿Por qué no me ayudas a encontrar los cigarrillos?
            —¿A cambio de qué?
            —Nina, cielo mío, sabes que no puedo hacer nada por el saldo de tu móvil. Órdenes son órdenes.
            —Claro —reconocía Nina con desgana, y abría un par de cajones para enmascarar su desencanto.
            Ninguna de las dos forzaba la primera sangre de las grandes cacerías. Tampoco el cabeza de familia. El psicólogo del centro consolaba a los adultos diciéndoles que Nina no era un caso único: había docenas de Ninas dispersas por las aulas, todas ellas con el injerto del móvil en el oído y el corazón sustituido por un disco duro selectivo. Cosas de la edad. Salvo por su perspicacia informática, no se distinguían demasiado de las adolescentes novelescas de antaño. Se le pasaría. Mejoraría. Si no le daban importancia a sus salidas de tono, ella misma claudicaría y pasaría a otros desafíos.
            —¿Otros desafíos?
            Aquella mañana, en el aula de consulta del instituto, la madre de Nina se había quedado sin aliento con el paquete de cigarrillos apretado en la mano.
            —¿Y qué más podemos esperar?
            —No se preocupe. Hablo de su intelecto. Se desarrollará. Crecerá.
            —Ya…
            —Los viejos castigos no sirven, créanme.
            —Pero me da miedo que se suba a ese barco. No sabe nadar bien —concluyó la madre de Nina fuera de tono, como si la vida fuese una película de los Hermanos Marx, y el psicólogo pasó página.
            El temerario transbordador de Nina cruzaba el estuario, un trayecto de un cuarto de hora que unía ambas orillas de la ciudad. Partía cada veinte minutos, tres barcos a la hora. Era una nave grotesca, un tanto absurda, sin arboladura ni belleza. Proa y popa resultaban afines, sendas extremidades romas forradas de neumáticos que garantizaban una maniobra de atraque rápida y segura. Aunque decían que lo pilotaban desde una torreta en tierra, Nina solía imaginar a un Ahab de fábula en el puente, una ficción que hubiera emocionado al mismísimo Paretsky, su profesor de Literatura.
            Su sitio favorito era la cubierta superior, con los bancos al aire. Tocase donde tocase, acariciaba salitre. Allí, entre turistas desorientados, Nina compartía contraluces y brumas. Aquellos efímeros navegantes, pertrechados con voraces cámaras, levantaban la cartografía de cualquier nimiedad. Cientos de instantáneas inmortalizaban las contadas millas del recorrido, mientras Nina hacía muecas veladas por el vuelo de su cabellera y el cuello subido de su anorak. Le habían dicho que la brisa sanaría su acné y arrebujada en la prenda soportaba el medicinal frío. Si llovía se daba una vuelta por abajo, donde los habituales tecleaban en sus móviles su aburrimiento. A la vista de tantas joyas celulares, la envidia la corroía por dentro igual que el orín envejecía el barco. Eran funcionarios, empleados de banco y, de vez en cuando, alguna pasajera clandestina que bien podía ser la misma Nina dentro de quince años, casada y adúltera en pos de una aventurilla al otro lado del río.
            Con la excusa de la brevedad del viaje, los lavabos siempre estaban cerrados para ahorrarse la limpieza. Aquel día acababa de comprobarlo con disgusto una mujer mayor y gruesa, que inmediatamente miró a Nina en busca de información.
            —Es mejor que no se pueda abrir la puerta —le advirtió Nina—. El olor nos haría perder el conocimiento.
            —¿Qué?
            —Son una pocilga.
            —Pero es que…
            —Aguante, señora, llegaremos en diez minutos.
            La mujer asintió lentamente, afligida por aquella injusticia, y se alejó por entre los bancos de madera. Nina la siguió con la mirada. Le extrañó que en vez de sentarse con su acompañante, un hombre de lentitud y amargura semejantes, él se levantase. A pesar del frío de febrero, el mes ladino y encogido que más odiaba Nina, salieron a la cubierta de popa tras algunos titubeos con la puerta pintada de naranja. Nina quiso desentenderse, pero la expectativa de ver a la mujer orinando en cubierta, mientras su marido se quitaba el abrigo para esconder la escena, la animó. A esas edades, pensó, las vejigas eran incontrolables. Por fin algo que contar en clase.
            Cogió sus libros y mascando un chicle revenido que le apetecía escupir, tomó el mismo camino que la pareja.
            Al empujar la puerta le sorprendió la crueldad del viento costero. Estaban a mitad del trayecto, en aguas libres. El geométrico lomo de la ciudad acaparaba un sol lechoso, sin temperatura; del otro lado, la zona de carga y descarga portuaria iba creciendo con su destacamento de cíclopes metálicos al frente. Miró a derecha e izquierda, intrigada. Seguro que se habían refugiado en el recoveco donde, enroscadas, las gruesas amarras formaban un enorme nido de cáñamo y alquitrán.
            Avanzó unos pasos; el frío endurecía el chicle y le cortaba los labios. No llegó a escupirlo. Allí estaban, apoyados con miedo y premura en la barandilla. Un viento maltratador les despeinaba. Sobre sus canas cabezas gualdrapeaba ruidosamente la bandera del transbordador, excesiva para el vetusto orgullo del paquebote. Nina dejó de masticar porque le dolían las mandíbulas. Ellos no se habían percatado de su presencia.
            Cuando se acercó disimulando a la barandilla, notó que ocultaban algo. Cuervos, pensó, y lanzó un estudiado bostezo.
            —Espero que no se les ocurra darse un baño —dijo a continuación, justo antes de escupir el chicle muy masculinamente.
            —No hagas eso, por favor —le recriminó la mujer.
            —¿Qué? —Nina ya estaba dispuesta para la pelea.
            —Vamos a…
            —Déjalo, Emma —habló el hombre con voz pausada.
            —Pero Víctor, ¿has visto lo que acaba de hacer?
            —No es nada. Continuemos.
            —No quiero ahora.
            —Rápido. No tenemos tiempo.
            —¿Y ella?
            —Da igual.
            Nina les escuchaba impávida, dispuesta a la sorpresa. ¿Qué iban a hacer? ¿Saltar por la borda como dos amantes contrariados por las circunstancias? ¿Besarse a escondidas?
            —Tenemos que hacerlo —insistió él, a la vista de que la mujer no reaccionaba.
            Con una torpeza irritante, sostuvieron a cuatro manos lo que él guarecía entre los pliegues de su gabán: una baratija metálica parecida a un joyero. La mujer tosió, carraspeó y emitió un «ay» sin tapujos.
            —¿Qué dices? —preguntó el hombre.
            —Todavía no he dicho nada, Víctor. La verdad, nunca pensé que fuese a ser de esta manera.
            —No queda tiempo, por favor. Es la cuarta vez que lo intentamos. No vamos a pasarnos la vida viajando en este trasto.
            Nina se cruzó de brazos y recostó su cadera contra un saliente curvado. Se había bajado la cremallera del anorak y sentía una corriente gélida en el vientre, sobre la cinturilla del pantalón.
            —Por mí no se entretengan —dijo con estudiada soltura—. He visto de todo en este barco.
            La mujer intentó asentir y sonreír al tiempo. Luego musitó mirando la cajita:
            —No queda más remedio, hermana.
            —Vamos, Emma. Despídete.
            —No me metas prisa, Víctor —repitió ella el carraspeo—. Adiós, hermana mía. Lamento que…
            —¿No vas a rezar nada primero?
            —¿Ahora también tengo que rezar? Estoy helada, Víctor.
            Nina abrió los ojos con desmesura. Al observar que él destapaba la urna, comprendió lo que iba a suceder. No pudo remediarlo y levantó la mano como un policía dando el alto.
            —Esperen un momento, por favor.
            Quiso incendiar el aire con una sonrisa demoledora, que disculpase su atrevimiento. Acto seguido, como un pistolero que desenfunda su arma, Nina buscó instintivamente el móvil en su bolsillo. Aparte de su guante derecho, palpó un forro descorazonadamente vacío. Su cerebro asumió aquella angustiosa ausencia mientras ellos, todavía inmóviles, decidían volcar el contenido de la urna por la borda. Cuánta desmaña en sus resentidas manos. La turbulencia del viento les hizo dudar y la nube de ceniza, convertida en el polvoriento torbellino de un hechizo, arremetió contra sus enlutadas figuras.
            Nina giró la cabeza como acusando una bofetada. Sintió que sus ojos ardían. Cuando pudo abrirlos entre lágrimas y un picor letal, distinguió al hombre sacudiéndose la ropa. Las máquinas del transbordador alteraban el ritmo de sus revoluciones y el agua regurgitaba un remolino de desperdicios flotantes. La mujer, más comedida, se sonaba la nariz con un pañuelo bordado. La megafonía anunciaba el final del trayecto.
            —Bueno, al menos una parte ha ido a parar al río —reconoció él con cierto humor, y sonrió a Nina.
            —Sí, una gran parte —dijo la mujer—. Ha sido bonito.
            Miró a Nina con emoción.
            —¿Ha sido bonito, verdad? —suspiró en paz—. ¿Quieres un pañuelo?
            Y Nina, contra su sagrado principio de rebeldía, desnuda por un momento, escalofriada, desconectada, sin juegos, sin contraseñas ni música, como si emplease un lenguaje nuevo, asintió.

 

 

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