LA POESÍA ITALIANA en los últimos 20 años no produce aquella impresión de reconfortante seguridad que los críticos comúnmente tratan de encontrar en un período de historia literaria. Grupos organizados y tendencias elaboradas teóricamente no han dominado el ámbito como en otros momentos del siglo XX. Ya con anterioridad el interés por las ideologías literarias había disminuido netamente en comparación con los años cincuenta y sesenta, en relación con el conflicto entre compromiso realista y civil (Pier Paolo Pasolini) y neovanguardia informal o formalista (los Novissimi).
Los poetas revelados por una antología intencionalmente ecléctica como Il pubblico della poesia, que elaboré en colaboración con Franco Cordelli, tenían en común sobre todo algunas características situacionales: el aparecer después del compromiso ideológico y el formalismo, después del 68 y su cuestionamiento de la literatura. A partir de 1975 se verificó un general, optimista —y, a menudo, genérico— redescubrimiento de la poesía. Para quien escribía y publicaba poesía las condiciones no habían mejorado: el público seguía leyendo poco a los poetas y la gran audiencia que frecuentemente asistía a las lecturas públicas estaba compuesta por «nuevos sujetos sociales», más interesados en su propia creatividad que en los textos poéticos leídos por los autores. Con todo, la idea y el mito de la poesía empezaban otra vez a vivir una vida feliz. La poesía parecía haberse liberado de la anterior saña autocrítica. Se podría decir (yendo un poco al extremo) que la poesía se estaba liberando de la crítica: de su tutela, del peso de sus juicios.
En los años ochenta, además, se constató una mutación en la figura del poeta. Las diferencias más notorias con respecto al pasado conciernen a dos aspectos contradictorios, pero en parte complementarios entre sí. Por un lado, se produjo una creciente marginalidad editorial del género literario poesía y un empobrecimiento cultural: ninguno de los poetas más jóvenes ha alcanzado relevancia en el plano intelectual y crítico como había acontecido en el pasado con Montale, Pasolini, Zanzotto. Por otra parte, esta situación puso en mayor evidencia la singularidad y originalidad de las excepciones: poetas aislados capaces de encontrar sus propios lectores aun más allá del círculo restringido y especializado de los literatos, inventando una nueva dimensión comunicativa, narrativa y teatral del lenguaje poético.
EN CARLO BORDINI (Roma, 1938), la lengua de uso común más antiliteraria y simplificada es llevada lúdica y astutamente, como por una escalada de autorreducción, del estado sólido al estado gaseoso. Bordini acepta y desafía la casualidad. Trabaja sobre todo por medio de sustracción y repetición:
LOS GESTOS
[…]
Los gestos que evitan
a la gente. Los gestos que evitan
ser vistos. Los gestos
que cubren, que buscan
cubrir.
Los gestos que protegen
el rostro por instinto,
la cabeza entre las manos
la boca, aunque
no lo sepan.
Los tics
los tics algo ridículos.
Los gestos inútiles.
El miedo a los rumores. El
deseo
de no ser vistos, el gesto
de cubrirse, el
deseo de esconderse, el
gesto de
cubrirse la cabeza. Los gestos
de quien
tiene la cabeza
en otra parte, el
gesto de cubrirse
la cabeza, la cara,
la boca, los gestos
impolutos, los pensamientos
impolutos, los pensamientos
cándidos, virginales, impolutos.
Los gestos que hacen
daño sin saberlo.
Sin embargo, la misma repetición en él no es insistente ni obsesiva, no remacha ni espesa el cuerpo fónico de la poesía, porque cada retorno de palabras o ritmos tiene la apariencia de un volver a empezar desde cero y desde nada. Así no hay diferencia o contraposición entre poemas de dos líneas o dos palabras y poemas de muchas páginas.
POEMA DEMENTE
El mundo fue hecho
en poquísimo tiempo,
entre grandes riñas,
y sólo en el último
instante, por desconfianza,
se decidió
instituir la muerte y dividir los sexos.
Dios era muy celoso
de sus cuatro o cinco colegas, y por desquite
dijo:
Como sea, en pocos años todos
estarán rotos, quién
sin un brazo, quién sin una pierna, ¡más
vale hacerlos morir!
Y otro dijo:
Y los nuevos, ¿cómo los vas a hacer?
No los hago, ¡los hacen
ellos! Qué desastre. Y así,
en pocos minutos, inventaron el instinto sexual,
y la infancia. Casi se liaron a golpes.
Y uno dijo: ¿no ves
que así tendrán un mar de problemas?
Me vale un bledo —dijo Dios—,
de todos modos este mundo no me gusta.
Salió mal. Qué desastre
—otro intervino— ¿Qué pretendías, con eso de que todos se van a comer
el uno al otro? Es obvio que se habrían
de consumir. ¿Y entonces? ¿Tú qué habrías hecho?
Casi
se liaron a golpes.
El largo autoanálisis del yo (al que se alude como a una prehistoria) parece aburrirse de sí mismo. La verdad es que el mundo está equivocado, ha nacido mal: a Dios nada le importa y todo lo enreda, como nosotros, y nosotros no somos más que un remolino cómico y conmovedor de gestos que surgen y caen en el vacío y no saben lo que se hacen.
GIORGIO MANACORDA (Roma, 1941) se dio a conocer en los años sesenta en la revista Nuovi Argomenti con el apoyo crítico de Pasolini. Pero en la década siguiente teorizó y practicó un experimentalismo inspirado en la psicolingüística de Jacques Lacan: el resultado fue un exceso de concentración alusiva que limitó su expansiva expresividad mimética.
Manacorda, además de poeta, era y se manifestaría cada vez más como un crítico original. En los años noventa fundó y dirigió un Anuario de Poesía que se puede considerar una de las más notables iniciativas crítico-editoriales recientes: en sus balances anuales sobre los libros de poesía publicados, Manacorda se ha expresado con una escritura crítica a menudo violentamente polémica, sin ninguna reticencia.
Soldato segreto, libro publicado en 1999, se presenta como una síntesis del trabajo poético de Manacorda. En él todo parece acontecer con una velocidad epigráfica. Todo se resuelve en el giro cómico-patético de pocas frases rápidas:
Ella parió,
yo partí,
fui al hospital:
«¿Qué tal?».
«No estoy tan mal».
Me casé.
«¿Cómo te fue?».
«Se largó».
Entonces me casé
con ella otra vez.
«¿Cómo te va?».
«Va». Pero también
a ella la dejé.
Parto a las seis.
Casi una microépica monosilábica. Porque Manacorda escribe, traza sus graffiti al interior de un acontecimiento autobiográfico cuyo trayecto, por pudor o impaciencia, se esconde y aflora sólo en fragmentos. El personaje que habita y actúa en su poesía está allí mirándose, desconcertado y desconsolado, a sí mismo: ese sí mismo sofocado hasta la muerte por la máscara social. Es el antiguo conflicto (para decirlo sintéticamente) entre vida burguesa y vitalidad, comportamiento y existencia verdadera. Hijo de aquella burguesía comunista para la que ser comunista, en Italia, era una cuestión de estilo y decencia moral, Giorgio Manacorda se debate en el espacio claustrofóbico de sus nobles herencias político-familiares: de las que trae la «forma» de una moral posible, mas no sus «contenidos».
Con otros autores de su generación, Manacorda comparte una cierta inestabilidad y una dolida ironía manierista. Pero con el tiempo se ha visto que el suyo es un peculiar tipo de expresionismo de la simplificación, un paroxismo de la coincidencia entre semántica y sonido. Manacorda se siente atraído por los enredos y las bromas conceptuales. Y al mismo tiempo por la claridad de las metáforas, por una visión despiadadamente nítida. Bajo sus cadencias epigráficas, hechas de percusiones y simetrías sonoras, fluye la película desolada de una crónica erótico-familiar:
El televisor apagado, el lento
descolorar de su rostro en negro.
Te miro mientras miras el cuadrado
de la TV apagado, te miro
mientras te miras tú.
(De Soldato segreto)
CRUELDAD, ARROGANCIA, y una naturalidad expresiva que reencuentra a los clásicos (¿Catulo? ¿Cavalcanti?) sin buscarlos. Las características de la poesía de Patrizia Cavalli (Todi, 1947) se revelan de inmediato. Ligereza y frivolidad esconden en realidad un intelecto analítico, altamente perceptivo y racional, empeñado en investigar los misterios de una cosmología maniquea que contrapone perfección a imperfección. La felicidad tiene que existir: éste es el primer artículo de la ley que gobierna el mundo. Sin embargo, esta felicidad está perennemente acechada por la falta, la ausencia, la disminución, el ofuscamiento. De esta alternancia, de la buena y mala suerte en amor y en toda otra «economía de la felicidad», Patrizia Cavalli hace ciencia y teatro con sus versos:
Tú te vas, y mientras te estás yendo
me dices: «Ay, lo siento».
Piensas darme con eso algo de paz.
Prometes un recuerdo constante, vehemente
cuando estés sola o en medio de la gente.
Me dices: «Amor mío, te extrañaré.
Y en estos días, tú ¿qué vas a hacer?».
Contesto: «Te tendré siempre presente,
de toda tu nada tendré llena mi mente».
Pero este diario de crónicas eróticas, de pasiones climáticas, caprichos y placeres genera una poesía de investigación sobre la física de la materia y de lo inmaterial. Una poesía que pretende ser ciencia exacta de lo imponderable: medición de las desmesuras que nos hacen ser lo que somos:
Yo científicamente me pregunto
cómo ha sido creado mi cerebro,
qué diantre hago yo con este error.
Simulo tener alma y pensamientos
para quedar mejor entre los otros,
a veces me parece hasta que amo
caras, palabras de personas, raras;
quisiera ser tocada, y hasta tocar,
pero descubro siempre que toda emoción mía
se debe a un aguacero que se acerca.
La lengua poética de Patrizia Cavalli es capaz de enunciados directos y laberintos sintácticos. Distinciones y jerarquías estilísticas (alto y bajo, humilde y sublime, elevado y cotidiano) son imposibles: todo tiene cabida en esa lengua con igual dignidad tonal, en completa seriedad no exenta de humor.
La aristocracia formal en los poemas de Cavalli nace de una religión de la felicidad, de la salud y de todo aquello de que dependen estas dos «potencias naturales». Escribir quiere decir iluminar y conocer. Porque en cada anhelo y sombra, en cada percepción y pasión se esconde un enigma que explorar.
UNA DE LAS MAYORES novedades en la poesía italiana de los años noventa han sido los cuentos en verso de Bianca Tarozzi (Bolonia, 1942). A partir del primer poemario (tardío) Nessuno vince il leone, publicado en 1988, Tarozzi introdujo en la poesía italiana una dimensión diferente, ya anunciada o imaginada con anterioridad, pero nunca practicada por nadie con su misma convicción y coherencia.
Bianca Tarozzi es una estudiosa de literatura inglesa y angloamericana. Pero a diferencia de otros traductores-poetas, posee un sentido fortísimo de la lengua italiana y de su tradición poética. Posee una imaginación narrativa absolutamente personal, y tiene el valor de adentrarse en territorios desatendidos por la poesía moderna. Supo, ante todo, desplazar radicalmente el baricentro de la poesía del lirismo, aunque sea cronístico, a la narración propiamente dicha. Sintaxis y léxico de la narración salen de la dimensión expresiva de la subjetividad, para entrar en una «normalidad» comunicativa más neutra y directa. La lección es clara: en una composición eminentemente «épica», los versos han de sonar como versos, pero al mismo tiempo deben mantenerse en segundo plano, funcionando prioritariamente como eficientes vehículos del ritmo narrativo. Hasta en los momentos en que se narra a sí misma, Tarozzi mira hacia el exterior:
Leía como quien quiere perderse —
leía como a menudo uno se droga,
como ahora se toma la heroína…
leía desde la noche a la mañana,
de la mañana a la noche
opúsculos, volúmenes,
enteras colecciones
de la Plèiade, todas en papel Biblia…
leía acurrucada
en el sillón, en la cama,
en el burro de planchar, en el retrete
y leía de todo:
Brontë y Banti,
Dostoievski y Zola,
Pushkin y Gogol,
Melville y Dumas.
En los cuentos en verso de Tarozzi aflora un pasado remoto, la vida burguesa italiana, principalmente femenina, desde el inicio del siglo XX hasta 1968. Todo conmueve y duele todavía. Todo sin embargo se ha distanciado y fijado sobre un telón de fondo que evoluciona desde lo novelesco hasta el cuento de hadas.
EL LENGUAJE POÉTICO de Patrizia Valduga (Castelfranco Véneto, 1953) parece nacer de una posesión brujeril, de una evocación espiritista de las formas métricas —y no sólo métricas— clásicas. Patrizia Valduga ha sabido reinventar la gestualidad más cruda y melodramática de la tradición, y se ha valido de ella sin pudor, con la descarada inocencia y prepotencia con las que nos servimos de algo muy nuestro.
«Estás imaginando obscenidades, ¿cierto?».
¿No sientes cómo mi mano te toca?
Pienso tu cuerpo: éste es mi pensamiento,
y un beso que sea bálsamo a la boca.
«¿Puedo venir adentro?». Debes, hazlo.
«¿Estás segura?». Sí, estoy segura.
«Habla, dime algo». Ahora hablo:
Estás en mi sangre… mis nervios y mis huesos…
Baja, desciende, ¡oh noche del amor!,
hazme olvidar mi vida,
recógeme en el seno de tu corazón,
¡libérame del mundo y de la vida!
Esta mujer singular, pasional, astuta, que irrumpió en la poesía italiana de los últimos 20 años como una creatura alienígena y al mismo tiempo como una hija en duelo, parece nacida de la corrupción mortal de nuestro secular lenguaje poético: de las entrañas de aquella lengua muerta, su poesía parece haber nacido con la voluntad y la misión de hacerla revivir como un fantasma dotado de voz y cuerpo.
Para poner en escena el presente, Valduga necesita de aquel pasado. Su lenguaje poético, más que un fenómeno manierista, es un fenómeno de nigromancia postmoderna. En sus poemarios vuelve a fluir como un río negro el clasicismo italiano intoxicado de perfección, un clasicismo que se ha vuelto a estas alturas una alucinación, una pesadilla, un lugar de corrupción carnal y vicio:
Se pierde la memoria de las cosas,
se disfraza de vida hasta la muerte.
Desvanecemos más pronto que las cosas
traslados vivos de cosas bien muertas.
[…]
¡Adiós! Sendero del amor hermoso
con tus rosas y todas tus espinas.
Adiós a otro poco de cerebro
y buenas noches hasta a la noche. Fin.
[…]
De aquel poco que queda de aquel fuego
queda el amor cuando no se hace
que sufre mucho de tener tan poco
pero perfuma de felicidad.
Patrizia Valduga escribe en octavas, tercetos, cuartetos, y usa normalmente la rima, con una regularidad obsesiva que anhela concreción fónica, corporeidad lingüística. El efecto es al mismo tiempo patético y cómico, desgarrador y sideral.
UNA VIOLENTA VOLUNTAD de enfrentar el dolor verdadero y desnudo que asalta a traición y obliga a la verdad y a la autorevelación se encuentra también en los poemas de Riccardo Held (Venecia, 1954). Pero aquí no es la ironía la que sostiene la habilidad técnica, sino más bien una angustia y una piedad por sí mismo y los demás de la que Held no busca alejarse, en la que se hunde y precipita sin más defensa que las armas de la poesía, armas afiladas en el estudio de los clásicos italianos, franceses y alemanes. La orfebrería formal en un principio parecía paralizar en parte las potencialidades de su escritura poética. Pero cuando Held encuentra por fin su tema y tiene que enfrentarlo, un tema amasado con angustia erótica y familiar, su compleja maquinaria métrica se pone en marcha sin un instante de duda y aferra velozmente hasta lo inasible huidizo:
Pero tú corre, alcánzala en la puerta,
deténla, tócala, borra la sombra
de esos ojos despavoridos de muchacha,
herida, bella y llena de temor,
apriétala más fuerte, quítale el aliento,
y toma su temor entre las manos,
como si fuera el tuyo, haz como siempre,
aléjalo de ella, pide ayuda,
como lo hiciste siempre, grita fuerte,
ella lo es todo, lo sabes desde siempre,
de aquella vez primera en la parada,
que no supiste ya deslindar de los suyos
tus confines, así que guárdalos en ti,
por ahora y por siempre y así sea, amén.
Es un soneto impecable sin rimas, un soneto abierto, informal, que conserva un dinamismo asombroso de impromptu. En la poesía de Held la realidad se revela con exactitud y de golpe en el momento en que más hace sufrir. Lo que escapa al conocimiento es propiamente el dolor, es lo que no se puede dominar ni prever, pero que las palabras de la poesía capturan con su heroísmo acrobático, transformando el caos invasivo del dolor en una perfecta geometría musical.