Jerez de la Frontera, Andalucía, 1973. Su libro más reciente es Eco (Candaya, 2020).
Todos participaron en aquellas batidas, todos formaron parte de uno de los grupos que peinaron los alrededores del pueblo en busca del crío.
Retenes, los llamaron.
Se reunían cada amanecer, tan pronto las primeras luces se desgajaban de la corteza solar, y se congregaban en la explanada que daba al bosque, junto al aserradero, las manos en los bolsillos y una nubecita de su propia respiración coronando cada cabeza, augurando poco bueno.
Pertrechados con termos, linternas, brújulas, algún altavoz y una tristeza que nadie sabía si era genuina, de cuya autenticidad desconfiaban pero que sentían de veras, un abatimiento de hombros y cabezas achacado al frío, pero a cuál frío.
Se respiraban unos a otros, compartían una misma exhalación y maldisimulaban el frío mientras el sheriff Truman desplegaba un mapa sobre el capó de su ranchera, un mapa dividido en cuadrículas y adornado con circulitos más o menos perfectos, trazos firmes a mano alzada que envolvían quién sabe qué hitos: un pozo, un barranco, un riachuelo, una antigua construcción comida por la maleza, algo.
El sheriff Truman, cuarta generación de una estirpe de sheriffs, sacaba a relucir, cuando la ocasión abría un resquicio, lo meditado y razonado de su vocación de sheriff, una firmeza en la voz y en los gestos que parecía obviar el peso de la tradición. Soy sheriff por generación espontánea, decía, en un alarde de lo que consideraba originalidad, a quien estuviese cerca para escucharle. Por cuarta generación espontánea, repetían los contertulios en un tono apenas audible que dejaba abierta la duda de si la respuesta estaba motivada por el retintín o por el temor a ser oídos. Su bisabuelo era nombrado con frecuencia en las conversaciones fortuitas de dos que se cruzan y se reconocen, reverenciado casi, puesto como ejemplo, si bien se desconocía qué motivaba su imprimación en la memoria colectiva, qué epopeya o disparate construían su leyenda. Se hablaba de una tragedia, de las llamas que devoraron el aserradero y la inocencia, un fuego anónimo que, de alguna forma, seguía ardiendo en la conciencia del pueblo. La figura del bisabuelo del sheriff Truman se sostenía en un andamiaje de ceniza y humo; un armazón, por otra parte, invisible, permanente, inquebrantable.
Cada mañana, durante el tiempo que duraron las batidas, los habitantes del pueblo acompañaban a sus hijos sus hijas al aserradero. El aserradero era un amasijo de cascotes amontonados de cualquier forma, madera en descomposición, un despropósito de hierros contorsionados, como moldeados por una fuerza superior y majareta, y un criadero de insectos y alimañas: el puro escenario de una debacle.
Los hijos las hijas eran arrastrados hasta allí, llevados contra su voluntad, sus caritas somnolientas y sus pies gomosos, sin identidad. Divididos en dos grupos, los padres las madres movían bloques de cemento y apartaban tocones de madera hasta abrir una hendidura en la carne del aserradero, al tiempo que la otra mitad retenía a los hijos las hijas: formaban un círculo alrededor, el borde exterior separado de las hijas los hijos por la distancia de la luz emitida por una hoguera. Cuando la mitad encargada de despejar el camino daba el visto bueno, el círculo se abría y un pasillo de padres madres dirigía el tráfico de hijos hijas hasta la boca del aserradero.
Uno a uno, un silencio tan sólo interrumpido por el arrastrar de pies, los hijos las hijas pasaban dentro, introduciéndose a rastras por el hueco abierto por los padres las madres. Las cabezas eran lo primero en desaparecer. Los cuerpos se internaban gradualmente, como engullidos por algún fenómeno cósmico. Los pies eran el último vestigio visible. Una cámara de aire los esperaba, una caverna de bordes desiguales y puntiagudos, la viva imagen de una criatura terrorífica con una higiene bucal descuidada, con el tamaño justo para contenerlos.
Rasguños si se movían demasiado. Apretura. Hambre. Frío.
La única luz que recibían era la que se filtraba por la boca abierta por las madres los padres y algunos huecos mínimos que habían sobrevivido al derrumbe, ojos amenazantes en la cara interna del aserradero.
Una vez completada la operación, el sheriff Truman formaba los retenes, de seis a ocho miembros cada uno. Un tablero apoyado sobre dos caballetes marcaba el punto de encuentro. Sobre él, dispuestas en orden y agrupadas por variedades, todas las tipologías de dónuts imaginables: tradicionales, recubiertos de azúcar, de chocolate crujiente, bañados por una película de glaseado de fresa y otras opciones cromáticas. Conversaciones indistinguibles por lo bajini, manos en los bolsillos o recogidas a la altura del pecho en un crujir de dedos, las miradas todas siguiendo una trayectoria descendente que iba a dar en algún pie vecino. La misma densidad atmosférica cada mañana. Leland III, el dueño del Supermercado Packard, era siempre el primero en romper la dinámica del grupo. Avanzaba con firmeza hacia la mesa, como si el mundo fuese sencillo y las decisiones no tuvieran consecuencias, y alargaba el brazo para coger un dónut. Aquella parecía ser la señal esperada por el sheriff Truman, que reaccionaba a la velocidad del relámpago y le soltaba un manotazo a Leland III, quien apartaba la mano como si estuviesen jugando al calientamanos. La escena se repetía hasta que alguna voz les dictaba que aquello no iba a ninguna parte.
Cuando recuperaba el aplomo, tirones breves en las mangas de la camisa y en las solapas de la chaqueta, el sheriff Truman asignaba una sección a cada retén, una cuadrícula delimitada sobre el mapa con la tinta de un trazo de dedo, y arengaba a la muchedumbre de la única forma que sabía, quizá la única válida: plegaba el mapa como mejor podía, guardaba el gurruño en la guantera de su ranchera y daba un par de bocinazos cortos, que anunciaban el inicio de la jornada.
Una especie de bruma ascendía desde el aserradero mientras los padres las madres se alejaban, la respiración de algún dios enfermo.
Nadie conocía la identidad el crío.
El 2 de febrero amaneció con su rostro impreso en los briks de leche del Supermercado Packard y en todas pero todas las cajas de cereales, «Se busca» como pie de foto por toda información. Los primeros clientes del día se detuvieron ante la imagen multiplicada el crío. Con gesto de consternación, se santiguaron primero, para a continuación mirarse unos a otros con una risa nerviosa. Nadie había visto antes al crío pero había en su rostro, cómo decirlo, un aura de familiaridad, el fantasma del algún rasgo conocido. No podían decir a ciencia cierta qué era aquello que les resonaba en la expresión del crío, pero estaba claro que alguna clase de vínculo se estaba gestando en el pasillo de los lácteos.
Las primeras noticias le llegaron al sheriff Truman a media mañana, un rumor de inquietud y respiración contenida que atravesó la Avenida Palmer y llegó hasta la comisaría. El runrún le condujo hasta el supermercado, cada vez más vecinos reunidos en torno a la foto repetida del crío. Un crío de toda la vida, como pudo comprobar el sheriff cuando pudo abrirse paso: pelo lacio, flequillo impecable cubriéndole la frente, sonrisa toda hoyuelos y unos ojos huidizos, de un azul alucinante, que miraban no exactamente al objetivo: un pelín más arriba, como a una mano que el fotógrafo sostuviese en alto o a un pájaro que irrumpiese en una esquina del campo de visión del crío o a una marca que señalase la altura que quizá ya nunca alcanzaría.
—¿Alguien lo conoce? —preguntó el sheriff cuando le vino la voz.
—Era tan hermoso. ¿Quién haría algo así? —dijo Kathy Jennings, un pájaro temblándole en la garganta.
—¿Lo conocías?
Kathy Jennings infló los mofletes y sostuvo en silencio la mirada del sheriff, en un gesto que pretendía reunir la complicidad de lo demás.
—¿Es necesario contarlo todo? —dijo al cabo—. Es un crío tan así, ¿acaso hace falta decir algo más? Un crío sonrisa toda hoyuelos, flequillo impecable y la mirada extraviada en algún punto fuera del objetivo.
Un crío con esas hechuras despertaba la compasión de cualquiera, en eso tenía que darle la razón el sheriff Truman. Había que ser muy hijo de puta para permanecer de brazos cruzados y con el corazón frío ante un crío tan así, por mucho que ni la menor idea de quién era. Conque dio por concluidas las pesquisas iniciales y pidió la colaboración de todos.
Y todos participaron en aquellas batidas, todos dejaron a sus hijas sus hijos en el aserradero mientras ponían todos los sentidos en la cuadrícula que les había tocado en suerte, cada cuadrícula revisada de arriba abajo, de pe a pa, ningún centímetro sin inspeccionar, ninguna piedra sin levantar, la oreja cada dos por tres a ras de suelo por si advertían cualquier detalle reseñable: un susurro, un gemido, un cambio de temperatura que indicase que por allí había pasado recientemente algo con vida y flequillo.
Los días transcurrían idénticos y seguían sin saber nada del crío. Ninguna pista de la que tirar. Ningún matojo aplastado sospechosamente. Ninguna prenda adjudicable.
No había consuelo.
Todos estaban desolados. Estaban abatidos. Sin esperanza. O no exactamente eso: esas palabras sólo ocurrían en la capital; aquí se manejaban en otros términos, en un lenguaje peculiar, endémico, articulado con una gramática que eludía el dolor a base de rodeos, generalizaciones y circunloquios.
Era difícil atinar con el idioma del desconsuelo.
Tal vez lo más aproximado sería decir que todos estaban a disgusto: todos estaban tremendamente a disgusto. Les disgustaba la saliva que salpicaban al escupir ciertas palabras, les disgustaba los surcos que dejaban en las cinturas los pantalones demasiado prietos, les disgustaba el olor inapetente, como acomplejado, que crecía en las ingles conforme avanzaba la jornada, les disgustaba a más no poder las esquirlas que se desprendían de las pastillas de benzodiazepina al partirlas por la mitad y de las que nunca volvían a tener noticias, les disgustaba la neblina que se elevaba desde el aserradero, una columna visible casi desde cualquier punto que extendía sus tentáculos más allá de sus límites observables, por así decirlo, una especie de huella emocional cuya onda expansiva viajaba en el espacio y en el tiempo, partículas hereditarias que flotaban en el aire y generaban determinado estado anímico.
Cada sección del bosque inspeccionada a conciencia, cada cuadrícula a la que el sheriff Truman daba su aprobación, aumentaba la, por así llamarla, desazón generalizada.
Imposible encontrar consuelo.
Caminaban muertos de frío pero con un frío prestado, los cuerpos contraídos, las miradas vueltas hacia adentro y los hombros por orejeras, todo el frío del crío a cuestas. Suyo era el frío pero también el entusiasmo, cierta alegría anticipada que retenían cuidadosamente, atesorada en lo íntimo tras los cerrojos de los baños y en lo solitario de las batidas, un conato de sonrisa que parecía quebrar el hielo de sus expresiones, una posible vía de escape o de acceso en las bocas apretadas de tanto frío, de tanto crío.
Se abrían paso entre la maleza a golpe de machete y esperanza, a tientas. Lo apretujado de los árboles, en su mayoría abetos Douglas, una variedad típica de la región que se elevaba interminablemente al cielo, producía un entorno de escasa visibilidad y murmullos amplificados a ras de búsqueda. Se respiraba un estado de excitación y nerviosismo. No pasaba más de media hora sin que algún componente de cada retén extrajera una brújula del bolsillo, las pantorrillas y los antebrazos llenos de arañazos, y dijera, tras unos segundos de calibración, equilibrio y consulta: «Las dos y cuarto, ya vamos tarde». Tras lo cual señalaba alguna dirección que todos aceptaban sin rechistar.
Las botas idénticas, las mochilas a juego. Mochilas recién adquiridas, cuyos estómagos albergaban un bocadillo de mortadela envuelto en papel de plata, una navaja suiza que llevaba siglos sin desplegar su abanico, el recorte abarquillado de la cara del crío para recordarles de qué iba esto y una piedra del tamaño de una sección transversal de un leño, cuya textura recordaba a la piel que recubre la cara interna de los muslos de dos que se aman.
Fue Sussi Lanterman quien, el primer día de batida, sentó el precedente de la piedra. Apenas dejaron atrás el aserradero, el aire cargado de las voces quejumbrosas de los hijos las hijas, Sussi Lanterman recogió una piedra y se la llevó al oído. La piedra, que en su lecho de piedra tenía la forma, la rugosidad y la temperatura de piedra, con todos sus matices de piedra, en el momento en que Sussi Lanterman se la acercó al oído adquirió una naturaleza distinta.
—Si escuchas con atención, no se oye el mar —dijo Sussi Laterman con los ojos entrecerrados.
Como había viajado cuatro veces al Nepal, a nadie le alarmó su comportamiento. Muy al contrario, los presentes se dispusieron a buscar, recoger y guardar en su mochila una piedra del tamaño de una sección transversal de un leño.
Despejaban el camino como podían, inauguraban un sendero, vadeaban el río por donde hacían pie, pedían permiso para atravesar las lindes y aprendieron a distinguir las setas venenosas de las comestibles, las hojas que provocaban urticaria de las que no, los rastros de los depredadores —sus huellas, sus heces, lo aplastado del follaje, lo arañado de los troncos— y la diferencia entre los huesecillos de las alimañas y los propios de un esqueleto humano.
Fue, en ese sentido, un periodo estimulante.
Al caer la noche, regresaban al aserradero a por los hijos las hijas. Un gemido llenaba el aire conforme se acercaban. Ondas sonoras que, al alcanzar la intensidad suficiente para situarse dentro del espectro auditivo de las madres los padres, sacudía sus folículos pilosos y les electrificaba el ánimo. El sheriff Truman, consciente de esta particularidad anímica del ambiente, se chupaba el dedo índice para comprobar la dirección de la brisa que no soplaba.
—Es el viento —decía apuntando al cielo.
Y todos asentían.
Los padres las madres se ubicaban junto a la boca del aserradero y vigilaban que no hubiese un cascote a punto de desprenderse o un travesaño cruzado de mala manera. A continuación, les daban permiso a los hijos las hijas, que salían a la luz crepuscular tapándose los ojos y con el pelo repentinamente encanecido. Sus cabellos, hasta esa misma mañana castaños, rubios, pelirrojos o morenos, destellaban ahora con una blancura alucinante. Al reconocer a sus madres sus padres, rompían a llorar serrín, una reacción tan desproporcionada a ojos de sus progenitores, que tenían que hacer un esfuerzo titánico para contener la risa. Estaba tan fuera de lugar ese comportamiento que si no estallaban en carcajadas era porque no estaba bien con un crío tan así atrapado en a saber qué pozo, despeñado en a saber qué barranco, boqueando desesperadamente en a saber qué riachuelo. No podían permitirse ese lujo con la desaparición de un crío tan así. Ardía en sus conciencias un fuego antiguo, anónimo, que atravesaba generaciones y les condicionaba más de lo que se hubieran atrevido a admitir en un interrogatorio con un foco puñetero cegando las pupilas.
Los padres las madres, guiados por Sussi Lanterman, juntaban las palmas sobre el pecho, cerraban los ojos, inclinaban ligeramente la cabeza y practicaban una serie de respiraciones nasales, ocho ciclos de cuatro segundos por inhalación y exhalación. Habían aprendido a controlar sus pensamientos, eran capaces de dejarlos pasar sin apegarse a ellos, sin sentir el menor gramo de culpa o de arrepentimiento, así el frío les atenazara el cuerpo, así sus hijos sus hijas llorasen serrín a espuertas.
No contentos con el bochornoso espectáculo que montaban frente al aserradero, al llegar a casa las hijas los hijos recortaban fotos suyas de los álbumes familiares y tapaban con ellas la cara del crío en los briks de leche y en todas pero todas las cajas de cereales. De forma chapucera. A las buenas de Dios. Como si aún estuviesen en el jardín de infancia. Una gota de pegamento en el centro de la foto y los bordes levantados, arrugados, dados de sí. Luego coloreaban el pelo con un rotulador blanco, en un intento por reproducir la novedad de sus canas. Pintaban a oscuras y con prisas, apretaban demasiado, se salían de la raya.
El primer impulso de los padres las madres era montar una escena. De sobra conocían la volubilidad de los caracteres de los hijos las hijas, la naturaleza cambiante y caprichosa de sus afectos. Pero reprenderles sería ponerse a su altura, pensaban de inmediato, supondría darle importancia a la pataleta, magnificar el berrinche. Y les impediría descansar lo suficiente para afrontar la siguiente jornada con brío, el mapa del sheriff Truman desplegado sobre el capó de su ranchera y las cuadrículas descuidadas, la pista definitiva para dar con el crío pasada por alto.
Conque hablaron con el sheriff Truman y decidieron extender la búsqueda del crío también a las noches, las hijas los hijos mientras tanto confinados en el aserradero y que llorasen allí todo el serrín que quisieran. El sheriff accedió y se organizaron turnos para llevar comida al aserradero en lo que durasen las batidas. Los padres las madres depositaban sus fiambreras frente a la entrada y reemprendían la búsqueda, sacudidos por una tristeza que no estaban seguros de si era genuina pero que les daba la vida.
Siguiendo las indicaciones del sheriff Truman, los retenes echaban mano de las linternas no bien anochecía y un clic o un tap generaba un triángulo de luz que contenía toda su biografía: todo lo que estuviese al margen de ese triángulo de luz dejaba de existir; la oscuridad que lo inscribía no era sólo una barrera geográfica: también marcaba una pausa temporal, por así decirlo, todo lo que sucediese más allá del triángulo de luz tenía lugar en un plano de la percepción ajeno a los padres las madres.
Con la noche, caía la temperatura y una neblina brotaba de los cuerpos y los envolvía. La diferencia térmica entre el calor de las entrañas y lo gélido de afuera los convertía en fantasmas de niebla. El bosque a reventar de fantasmas de niebla. Redirigían entonces el foco de sus linternas, que colocaban bajo sus mentones. Sus caras, iluminadas desde ese ángulo y envueltas en un casco de niebla, parecían flotar desgajadas de sus cuerpos, como esos farolillos voladores que se elevan al cielo y dibujan en la mente de quienes los contemplan un paisaje anímico.
Podían pasarse noches enteras a la intemperie en ese estado arrebatado, casi hipnótico.
De modo que, durante el tiempo que duraron las batidas, dos fueron los epicentros de la vida del pueblo: el bosque y el aserradero. Dos columnas de partículas hereditarias que articularon el modo de relacionarse y la calidad de los afectos. El día que Kathy Jennings descubrió que los briks de leche y todas pero todas las cajas de cereales del supermercado Packard habían amanecido sin la foto del crío en sus frontales, fue un día triste. Nadie lloró en el pasillo de los lácteos ni se abrazó en el aserradero, pero fue triste.