Un discreto lector
La casualidad me hizo leer a José Saramago (nacido José de Sousa en Azinhaga, Ribatejo, Portugal, el 16 de noviembre de 1922, y muerto en Lanzarote, Islas Canarias, España, el 18 de junio de 2010) por primera vez en mayo de 1998. Yo trabajaba entonces en la redacción de una revista literaria a la que, como es usual, habían llegado las novedades editoriales del mes. Una de ellas era la edición de Alfaguara de Todos los nombres. Le pedí al asistente editorial que me la prestara y que en cuanto la terminara se la regresaría; él accedió, creo, porque no iban a reseñarla pronto en la revista. No la elegí porque el nombre me hubiera llamado la atención, menos por el autor, a quien no conocía ni había escuchado nombrar, sino por la portada y la edición, características que por lo regular me atraen poderosamente para tomar un libro. La terminé rápido porque sus páginas me habían seducido, embelesado por completo. Don José, el protagonista, me parecía —y todavía hoy que la releo me lo parece— un personaje inspirado en Kavafis o, más propio quizá, en Pessoa: poetas excepcionales que no obstante siempre fueron burócratas menores, enamoradizos pero mal correspondidos, de esos personajes grises, como Don José, vestidos con trajes y corbatas modestos, con los que uno se topa por la calle sin reparar nunca en ellos.
Quise leer más de ese escritor portugués que descubría deslumbrado. Entonces encontré en una librería Ensayo sobre la ceguera (Alfaguara, 1998). Me costó más trabajo avanzar por sus páginas, su lectura demandaba mayor atención, algo que por lo demás no podía hacer al ir leyendo en el transporte público. Decidí que la leería por las noches, antes de dormir, cansado de la jornada en la escuela y luego en el trabajo. No resultó tampoco, pues me dormía más tarde y debía levantarme temprano para llegar a clases; por lo demás, la lectura me producía sueños que me desconcertaban al despertar.
Estoy convencido de que para hablar de un escritor de la magnitud de Saramago sólo se puede hacerlo desde la experiencia personal. Conforme avanzaba en la lectura de Ensayo sobre la ceguera pude percibir un trasfondo social y hasta político que Saramago creaba con habilidad, es decir, la paulatina organización de la clínica, el empoderamiento de los opresores, era la representación, a escala, de nuestra empobrecida sociedad. Los personajes no tenían nombre (al contrario de la otra novela en la que Don José tenía libre acceso a todos los nombres), tampoco el lugar donde se ubicaba la clínica donde los ciegos fueron encerrados… ¿Por qué?, me preguntaba, ingenuo. Ahora sé que Saramago ubicó su novela en un lugar impreciso del mundo justo porque podía suceder en cualquier parte del orbe. Un manicomio como alegoría de la siempre añorada isla desierta adonde enviar a los indeseados del mundo. No sabía aún que Saramago era un escritor comprometido con distintas causas sociales, que se había formado en la izquierda (se afilió al Partido Comunista portugués en 1969), por lo cual había participado en numerosas asambleas, siempre furiosas y polémicas, de debates interminables. Me gustaba que no fuera una novela realista, ni descaradamente militante y comprometida con las ideas que profesaba, y que, en cambio, Saramago creara esas parábolas, fabulara para presentar un mundo alterno tan lejano pero tan parecido al nuestro, más propio de un guiño irónico. Esas impresiones que me dejó Ensayo sobre la ceguera después las volvería a tener en El cuento de la isla desconocida (Alfaguara, 1998).
Quise leer todavía más. Siguió entonces el turno de El evangelio según Jesucristo (Seix Barral, 1992). El lúcido ateo que era Saramago me sorprendía, de entrada, por la deslumbrante y minuciosa descripción del grabado de Durero, luego porque la historia harto conocida era recreada de forma laica con las palabras de un escéptico. En ésas estaba cuando anunciaron que el Premio Nobel de ese año era para él, el primer escritor en la lengua de Camões en recibirlo. Por supuesto, parecía justo, bien merecido. Si el Nobel de literatura se concede también por las posiciones políticas del autor, entonces parecía sensato que se le concediera a Saramago: en los últimos años simpatizó con el ezln del subcomandante Marcos, así como con la Cuba socialista de Fidel Castro, de quien supo deslindarse luego de los lamentables hechos en la primavera de 2003. El premio más importante para la literatura universal, concedido a su obra, era por la congruencia de un gran fabulador, comprometido, una literatura que no escondió ni abandonó su filiación social —al contrario de lo que en su momento dejaron de hacer García Márquez, Cortázar y, en alguna medida, Vargas Llosa.
El Nobel, claro, le trajo muchísimos lectores, traducciones, promoción y fama que sus editores explotaron al máximo con un término que por un tiempo se relacionó forzosamente con él, «saramagia» (en años más recientes ya no lo escuché tanto, ni siquiera con motivo de sus funerales leí que la multitud hubiera sido atraída por esa «saramagia»). Recuerdo vagamente que una tarde-noche de domingo, un amigo y yo caminábamos por la explanada de Bellas Artes y nos encontramos con una pantalla gigante y sillas enfrente ocupadas por poca gente. En la pantalla se proyectaba la imagen de Saramago, quien desde adentro del recinto hablaba pausadamente. Entonces recordé una inserción en el periódico de ese día que anunciaba la presentación de su novela más reciente (no recuerdo cuál) en la sala principal del Palacio; mi amigo y yo nos sentamos un momento a escuchar. El evento había sido promocionado bajo ese término y supongo que el éxito (de allí la pantalla y las sillas en la explanada) era la muestra fehaciente de esa «saramagia» por la que la multitud se había dejado seducir.
Creí suficiente mi dosis de «saramagia», con lo que había leído hasta ese momento me bastaba; eran, además, sus obras más importantes, la base de su prestigio. Tal vez no sería el más fiel ni el más entusiasta de sus lectores, pero al menos sí un discreto lector que en su momento lo había leído con fervor. A pesar de haber sido un autor tardío, que empezó a publicar sus obras más relevantes luego de sus cincuenta años de edad, últimamente Saramago publicaba a razón de un libro por año: quizá porque, como le había leído en una entrevista para la revista Etcétera, se impuso la tarea de escribir dos páginas por día. En el transcurso de los años leí, más por mi admiración por Pessoa, El año de la muerte de Ricardo Reis (Alfaguara, 2002); luego, por trabajo me encargaron una reseña de Ensayo sobre la lucidez (Alfaguara, 2004); leí Las pequeñas memorias (Alfaguara, 2007) —a las que volveré más adelante— por afición a los textos memorísticos; y, más reciente, El viaje del elefante (Alfaguara, 2008). Luego, al contrario de otros escritores de su edad —quiero decir, negados para la tecnología—, mantuvo un blog, donde lo seguí esporádicamente (textos después reunidos en los dos tomos de Cuadernos de Lanzarote). A lo largo de todos estos años no pocas veces me he sorprendido gratamente al encontrarme con gente que va leyendo en el transporte público algún libro de Saramago; y me reconforta porque prefiero que lo lean a él que a otros escritores con más fama que obra, o el best-seller de la temporada.
Saramago en la fil
El sábado 27 de noviembre de 2004, muy temprano, volamos a Guadalajara Cristina Rivera Garza y yo rumbo a la Feria Internacional del Libro. Nos tocó ser de los últimos en abordar el avión por los asientos que nos asignaron, pues los primeros en ingresar son los de clase ejecutiva, luego los de la parte trasera y al final los de las primeras filas, donde estaban los nuestros. Cuando abordamos, pues, nos quedamos parados en el estrecho pasillo del avión a la altura de los asientos de clase ejecutiva, mientras la gente se tomaba tiempo para acomodar sus maletas y sentarse. Allí parado, miré a mi alrededor: a mi derecha —o si se prefiere, del lado izquierdo del avión—, imposible no reconocerlo a simple vista, estaba sentado Saramago. Tenía la cabeza gacha y la mano derecha posada en la sien, como en un discreto gesto para esconderse. Le toqué el brazo a Cristina y con un ojo le señalé quién venía en el mismo avión. En ese mismo vuelo iban muchos otros escritores, obviamente a la Feria, por lo que, ya sentados, bromeé con ella: «¡Si se cae este avión se acaba la literatura hispanoamericana moderna!».
Una tarde antes había comido con un editor, quien llegó con retraso a la cita porque, según me confesó, había tenido que arreglar la logística de llegada y estadía de uno de sus autores a la Feria. Todo se le había complicado con la presencia de Saramago, quien pedía una serie de cosas para él y sus varios acompañantes que los organizadores de la Feria estaban apurados en complacer y por tanto se habían olvidado momentáneamente de los demás invitados. No dejaban de sorprendernos los requerimientos dado que eran más propios de una estrella del pop que de un escritor de izquierda, o al menos ésa fue la magnitud con que los mencionó el editor.
Sin embargo, parecía que nadie lo acompañaba. En las bandas donde se recoge el equipaje del aeropuerto de Guadalajara, Saramago recoge solo sus maletas. Quiero aprovechar que nadie se le acerca para ir a saludarlo, sólo eso, pues no traigo un libro suyo conmigo para pedirle el consabido autógrafo; Cristina intenta hacerme desistir de una idea que ella cree una locura. No lo consigue, y mientras aparecen nuestras maletas me acerco a ese hombre alto, espigado, de prominente cráneo, con lentes delgados, que viste un traje discreto con una delgada corbata y que jala desde la banda varias maletas —a juzgar por el esfuerzo que hace, bastante pesadas—, le tiendo la mano y le digo que lo he venido leyendo desde hace años y que es un gusto poder saludarlo. Él me agradece el gesto con una voz suave y pausada, en perfecto español pero con un marcado acento portugués, que no logro escuchar del todo; le pido que disculpe mi atrevimiento y que espero que disfrute su viaje.
Ya en el hotel, mientras hacemos fila para registrarnos, veo de reojo a Saramago, quien también se está registrando en el otro extremo de la recepción; gracias a esa otra coincidencia de estar en el mismo hotel, pensé, podría corroborar las exigencias del escritor. Una de esas noches subo a los últimos pisos, donde se encuentran las suites, para comprobar por
mí mismo la magnitud de las peticiones de Saramago, según lo dicho
por el editor en nuestra comida. No veo nada fuera de lo normal, sólo esa cómoda asepsia que se respira en todos los hoteles: al salir del elevador sólo veo una amplia estancia a la que dan las suites; en la mesa de centro hay un frutero y entonces cometo el atrevimiento de tomar una manzana. El elevador sigue en el piso cuando lo solicito, y bajo al cuarto.
Dentro de las actividades de aquella Feria se anunció una en la que coincidieron Saramago y Carlos Monsiváis. No fue, con toda seguridad, el primer evento público en el que compartieron la mesa —si se toma en cuenta, además, que ambos eran habitués de la Feria—, pero tal vez sí alguno de los últimos. Sólo después, en 2006, cuando a Monsiváis se le concede el Premio fil de Literatura, se les vuelve a ver juntos en la mesa de inauguración: quedará para la memoria esa foto en la que Saramago y García Marquez le levantan cada uno la mano, como si se tratara del ganador de una competencia deportiva (poco después, Monsiváis enfermó de neumonía y luego Saramago también).
El evento al que me refiero se desarrolla en uno de los salones de abajo —el más pequeño, por cierto—: llega primero Saramago y luego, casi detrás de él, Monsiváis. Sin mayor pretensión que la de un fotógrafo amateur que lleva su cámara, comencé a tomarles fotos, una secuencia que al verla ahora rememoro: en la primera de ellas Saramago mira directamente a mi cámara justo en el momento en que disparo; acto seguido me acerco y lo saludo de nuevo, le recuerdo que fui quien lo saludó en el aeropuerto: «Sí, lo recuerdo, es usted muy amable, muchas gracias», me dice. Luego, un par casi iguales, pues una de ellas es de menor calidad: ya sentados, pero sin haber comenzado el evento, Saramago y Monsiváis intercambian algunas palabras que van más allá del saludo; tal vez, quiero suponer, la noticia del día, dado que se les ve muy serios. Carlos trae entre sus papeles un libro de Saramago, El evangelio según Jesucristo, si mal no recuerdo, y antes de que comience el evento le pide que lo autografíe; resulta curioso, ya que Carlos no era de pedir autógrafos, y aunque se lo pide estoy casi seguro de que es para complacer a un amigo que le ha pedido ese favor. En la foto final, como puede atestiguarse, Saramago aparece firmándolo.
Saramago ya no asiste a las últimas dos ediciones de la Feria. Luego de una visita a Buenos Aires a finales de 2007, trasciende que está gravemente enfermo y ha ingresado al hospital. Se recupera pero su salud ha sido mermada, en las fotos que circulan en la prensa se le ve en silla de ruedas y demasiado flaco. Aun así continúa escribiendo: El viaje del elefante (Alfaguara, 2008) y Caín (Alfaguara, 2009).
El nudo de la corbata
El título original que Saramago había pensado para Las pequeñas memorias era El libro de las tentaciones. Según explica, porque el San Antonio que Hieronymus Bosch pintó en Las tentaciones, no obstante su calidad de santo, había sucumbido a «los monstruos de la mente, las sublimidades que produce, la lujuria y las pesadillas, todos los deseos ocultos y todos los pecados manifiestos». Con ese primer título, entonces, quería dejar plasmada su condición de pagano: el santo era finalmente un hombre y, como él, «[yo] también tendría que ser… sede de todos los deseos y objeto de todas las tentaciones». Prefirió Las pequeñas memorias: sobre su infancia, de pequeño, pero también por ser sencillas evocaciones, viñetas de vagos recuerdos, pequeñas nostalgias.
Al final de Las pequeñas memorias, Saramago comparte algunas fotografías de su album familiar. La primera, de su hermano mayor muerto cuando apenas contaba con cuatro años, luego dos de sus abuelos maternos, y unas más de sus padres cuando jóvenes, una de las cuales evocó en su discurso de recepción del Nobel. Las demás son de él, con distintas edades. Todas llevan una pequeña nota de su puño y letra. Una de las fotos en particular llama mi atención: es la primera en la que sonríe, Saramago tiene unos 13 o 14 años, viste un traje modesto y aparece con «el nudo de la corbata apretado que me iba a acompañar toda la vida, hasta hoy», escribe en la nota correspondiente. El nudo de la corbata, justo como lo imagino en aquel Don José de Todos lo nombres, como se lo vi una mañana en el aeropuerto de Guadalajara y, como puede vérsele en el ataúd por algunas fotos tomadas el día de su funeral, el mismo nudo que lo acompañará más allá de la vida.