En verano las cosas se queman. Sentado en una silla plegable, mirando al horizonte de pinos desde el porche, asiente y repite: se queman. Toda la tarde ha soplado un viento que era una mano inmensa, una mano seca por el trabajo de siglos, y ardiente, y el cielo no era nácar, ni preludio, era movimiento. Anda, ve y lléname el vaso, le dice a la niña. Parece enfadado y no lo está, simplemente ordena. Ella no mira al horizonte, mira a su padre, el perfil estudiado de memoria: el pelo gris que le cae sobre la frente y los labios finos entre la barba. La hija sabe que tiene los ojos enterrados a esta hora. ¿Va a llegar aquí el fuego, papá? El padre chasca la lengua: Amalia, lléname el vaso. Te he dicho que en verano las cosas se queman, pero que no pasa nada.
Amalia entra en la casa y en la cocina le parece oler a quemado. El único televisor, sobre una repisa junto a la alacena, parpadea con las noticias del incendio. Le huele a quemado el susto y en realidad son las patatas en la sartén, con demasiado poco aceite, que se están pegando. Su madre ha dejado la espumadera al lado del fregadero, sobre un círculo aceitoso y brillante. La niña sabe que ya tiene ocho años y puede hacer muchas cosas; o quizá debe, eso no lo tiene muy claro. Se olvida del vaso vacío y agarra con firmeza el mango de la espumadera, remueve los dados de patatas, los bordes oscurecidos asoman a la superficie. ¡Mamá!, llama, pero antes de que termine de pronunciarlo hay una mano sobre la suya, seca y fuerte como el viento de antes, el que parecía que iba a acabar con todo, que la aparta. Ya lo hago yo. Es su padre, abandonado el puesto de vigilancia, quien saca las patatas de la sartén; carga bien la espumadera y lo pringa todo de aceite. Esta mujer, dice, y luego: Tú no ibas a rellenarme el vaso de cerveza. Y Amalia abre el frigorífico y se queda ahí un poquito, resguardada, porque es el único sitio donde no hace calor.
La madre tiene los brazos en remojo en la bañera. Está inclinada sobre el borde como si fuera un pozo, y la tela del vestido le marca la espalda, la carne por la sisa cálida y sudorosa. Dentro del agua el niño pequeño apenas se mueve, sentado con las piernas abiertas y flexionadas, concentrado en abrir un bote o en cerrarlo. La madre remueve el agua a su alrededor, el agua suave con la espuma, pero sin insistencia. También estaba haciendo una tortilla de patatas para la cena, antes, hace un momento, pero de pronto el vapor del agua caliente la ha detenido, sacándola de su lugar; es como si en vez de arrodillarse hubiera caído. Amalia entra en el cuarto de baño con el vaso de cerveza para su padre en una mano y en ese momento el niño pequeño se agita y salpica y juega en un impulso, y la madre, con la cara mojada, espabila unos segundos más tarde de lo natural. Mamá, que se estaba quemando la comida. Y la madre no le quiere sonreír, pero sonríe.
Comen adentro, a ver por qué vamos a cenar adentro, dice la madre, que está en medio del salón con el niño en brazos, limpio y peinado y en pijama, las mejillas frescas y lisas como las coquinas. Lo sienta en la trona, pegada a la mesa, al mantel arrugado y a los vasos, cubiertos y servilletas que Amalia ha traído de la cocina y ha dejado allí encima para que ella los disponga. Aleja los cubiertos y los vasos de las manos del niño y le acerca las servilletas para que se entretenga. En poco rato están los cuatro sentados alrededor de la mesa, y la televisión, desde la cocina, sigue retransmitiendo en directo la catástrofe. Amalia manda callar a su hermano cuando éste canturrea un poco más alto. No hablan ni su padre ni su madre.
¿Se va a quemar el coto?, pregunta con la boca llena. La tortilla está seca y está sosa, pero también rica. Amalia, responde por fin el padre, tu hermano está en pijama ya. Termina de cenar y ve a cambiarte, pronto os vais a acostar. La madre está mirando al padre directamente a los ojos, parece que lo inspecciona como si no lo hubiera visto antes, como si no lo viera.
Antes de desvestirse Amalia sale otra vez al porche; ahora una parte del horizonte arde. A la derecha, al fondo, un resplandor naranja se mezcla con la noche, la agiganta. La niña se asusta, ¡si está viniendo!, y en ese momento el padre se acerca por detrás y le posa las manos en los hombros, los aprieta con consuelo pero como una señal, una advertencia, Pero no ves que está lejos, está muy lejos. Lo que pasa es que de noche da más miedo. Vete a la cama.
La madre entra en su cuarto y nada más al sentarse junto a ella y hundir el colchón, el cuerpo de Amalia volcándose levemente hacia la izquierda, como todas las noches, la niña empieza a sentir sueño. Ahora su madre tampoco dirá nada, enterrará los dedos en su pelo, le peinará las cejas. ¿Tú tienes miedo, mamá? La madre quiere sonreírle pero no lo hace. Miedo de qué, Amalia. Si ya ha parado el viento.
Justo antes de dormirse escucha los pasos. Entreabre los ojos para ver pasar por la puerta la sombra de su madre, incluso en la sombra el chispazo de su vestido de rayas de colores, la tela muy pegada a la carne a la altura del pecho y de la espalda. El cuerpo de su madre, que siempre irradia calor. Cierra otra vez los ojos porque esa noche la ve como invisible. Fingirá dormir cuando pase su padre, sin mirar al cuarto de los niños, y atraviese el pasillo a zancadas, urgentes pero hundidas. Ya luego nada. Los murmullos, la agitación.
Pero al final sueña. Están todos en una barca de madera, como las que hay en el puerto amarradas, viejas y temblonas. Ésta no es vieja, la pintura brilla y es un día de mucho sol y mucho calor y a pesar de eso están contentos. Los cuatro en una barca, pero no en el mar, Amalia estaría nerviosa si estuvieran en el mar, y está muy feliz: aquello es un estanque gigante, un lago, quizá; alrededor de ellos, al fondo, hay mucha vegetación, ese vergel fluorescente de las películas. Su madre está cantando una canción, y su padre está cantando otra canción, y son canciones distintas, y se chocan y se interrumpen sus voces mientras flotan en el lago, y su hermano no molesta, no se queja, no lloriquea, a pesar de que está sentado en el suelo de la barca, no en las tablas de madera, está abajo, y la madre no lo agarra. Cuando su cabecita se choca con la madera, por el balanceo, el hermano se ríe. En el sueño, a Amalia empiezan a molestarle las voces de sus padres, suenan demasiado fuerte, parecen de un idioma que no entiende. Y quiere decirles que se callen, que canten lo mismo, que no canten, pero de pronto tiene muchísimo calor. Está sudando y no puede hablar, y ya el hermano no ríe cuando se choca con la madera, recién pintada, húmeda y caliente.
Cuando en mitad de todo su padre la despierta, Amalia siente un vértigo y también una paz. Niña, tenemos que irnos. Su padre la ayuda a salir de la cama pero luego no la coge en brazos, y Amalia nota el temblor en las piernas. Afuera, el resplandor se acerca en un baile rabioso, todavía sigue lejos, pero una bocanada de ceniza la coge por sorpresa; ahora ve que su padre lleva sucias las mejillas, la recta nariz, la barba. Frente a la casa, el coche ya tiene las luces encendidas y su hermano está dentro, dormido todavía. Puede distinguirle la cara blanca a través de los cristales, a través de esa capa nueva de polvo, y los ojos le escuecen. La madre cierra la puerta tras ellos, con los brazos manchados, todavía aquel vestido. Él parece titubear o resistirse. Son sólo unos segundos. Pero la madre se mueve con alivio, casi desaparecida. Hay incluso una calma en su voz, en medio de aquella noche del incendio, fuera de la tragedia: Nos vamos a salvar, estoy segura. Justo cuando baja el primer escalón del porche, el padre adelanta la mano y con los dedos duros le aprieta la cintura, rompiendo la barrera, como una acusación. La niña mira esa mano de hombre, que sostiene, durante unos segundos, una pequeña parte de su madre, pero nota la renuncia, la devastación. No sabe lo que es, pero es el fuego. La madre se deshace, leve calambre en la cintura, ya no hay tiempo. Ella va la primera. Se meten en el coche, él arranca, y se alejan en otra dirección.