Todo arte, incluso aquel que pretende imitar a la vida, es una ficción. Peor o mejor, pero una ficción. Un artificio. El novelista, como el pintor, como el músico, sale de caza y lo que nos devuelve es una visión de la vida, no la vida.
Hay jornadas buenas y jornadas malas de caza, pero también hay malos y buenos cazadores y quienes siendo hábiles practicantes de su oficio le han perdido el respeto y no viven de lo que cazan sino de alquilar su rifle.
A diferencia del cazador convencional, que caza a menudo para sí, quien mira el mundo con los ojos deformados del artista pretende compartir, busca su sustento pero espera que ese sustento puedan aprovecharlo otros. Aunque sean imaginados.
El mal cazador es el que viene de vacío o con algo tan romo en la mochila que sólo le sirve a él. No es mal cazador, simplemente es otra cosa, el estafador que nos trae algo hurtado o quien se conforma con traer siempre lo mismo y desprecia la verdadera aventura.
Hay ranchos de cuartel y comidas que calientan el estómago y precocinados para un día de apuro y menús insípidos de diseño que se comen con la vista y no con el paladar, pero si nos preguntamos sinceramente qué es el arte todos convenimos en que es algo más.
Palabra pretenciosa, el arte, demasiado devaluada. Sin embargo, no nos lo parecería tanto si la redujéramos a lo que en definitiva es: una mirada. El buen cazador es el que encuentra lo que ha ido a buscar, su propia mirada, y es capaz de servírnosla de manera que otros comamos de ella.
Una mirada sobre el mundo. Su propia mirada sobre el mundo.
No pensamos en el que cumple aparentemente con ello y nos devuelve una mirada pueril o zafia. Pensamos en el que es capaz de mirar dentro de sí y darnos un espejo en el que poder mirarnos de una manera insólita, a la que a lo mejor no habríamos llegado por nosotros mismos, pero en la que nos reconocemos. No sólo nosotros, que vivimos en determinada calle y llevamos tales apellidos. Ni siquiera todos nosotros los que estamos vivos. También los muertos y quienes no fueron. No hablamos de reconocernos en el sentido naif de identificarnos. Hablamos de reconocernos en el sentido de sentirnos interpelados.
El artista es el único que sale de caza para cazarse a sí mismo y luego celebra un banquete con sus despojos.
El arte no es la vida, el arte se nutre de la vida para desmenuzarla y crear artefactos que nos remiten a ella. No puede aprehenderla en toda su infinita complejidad y la trocea y la manipula, tratando, eso sí, de que cada fragmento de artificio, desde el más pequeño hasta el más pretendidamente complejo, sea único y significativo. Significativo de ese todo del que ha sido desgajado.
Ambas condiciones, que pueden resumirse en una sola: autenticidad, dependen sobre todo de la mirada, lo único verdaderamente real que el artista pone en su obra. Que sea su propia mirada es la única manera de que sea totalmente comprometida. Que sea comprometida es la única manera de que sea efectivamente real y, por tanto, susceptible de ser compartida.
Stevenson escribe una novela de piratas con la que cualquier niño sin apenas experiencia puede disfrutar. Una reducción del mundo a unos términos tan esquemáticos, dirían algunos, que ni siquiera comprende una mirada sobre él. Nada menos cierto. Lo que Stevenson nos está diciendo, entre otras cosas, es que todos los adultos fuimos niños que creímos en tesoros, y que en casi todos nosotros, que leemos su novela olvidados de lo que nos rodea, habita, enterrado, ese niño.
El niño está también en una barca varada en un garaje. El niño que la mira y al mirarla imagina viajes. O el anciano que los recuerda.
No importa cuán pequeño y humilde sea el artefacto mientras lo modele una mirada y esa mirada nos sea servida con la suficiente capacidad de persuasión (con el suficiente significado) para que la hagamos nuestra o por lo menos le demos el crédito de considerarla.
No hay categorías. Hay quienes se empeñan en delimitarlas pero no las hay. Toda mirada, aunque aspire a contemplar la totalidad, es parcial. Tan parcial puede ser un haiku que trata sobre el efecto de la brisa en una caña de bambú como Ana Karenina. La sola imagen de una perra vagabunda que nos observa desconfiada y necesitada con las tetas inflamadas por la leche destinada a unos cachorros que no vemos y que ni siquiera sabemos si han perecido, puede desplegar en nosotros un entramado de sensaciones sobre nuestra condición más rico y descarnado que Las uvas de la ira. La bruma que se alza sobre un jardín al que miramos con los ojos del recuerdo puede apelar a nuestros olvidados anhelos de una manera mucho más directa que El paraíso perdido.
Tristeza, melancolía, catástrofe anticipada.
¿Por qué nos interesa la mirada de otros?
Todas las vidas son distintas y, sin embargo, todas se parecen. Todas empiezan y terminan y lo fundamental de lo que sucede entre medias, esos doce fotogramas en los que cada uno resumiría la suya, también se parece. Hay descubrimientos, hay decepciones, hay tormentas, hay encrucijadas, hay tristezas profundas y alegrías inesperadas, y casi siempre la conciencia, paulatinamente acuciante a partir de un momento, de que la distancia que nos separa del fin es cada vez menor.
Cualquier mirada que nos seduce nos propone un viaje. ¿Qué le pedimos, como lectores, a una novela? ¿Qué buscamos en un poema? ¿Que nos muestre lo no vivido o que nos recuerde lo ya vivido? ¿La evasión, el olvido de nosotros, o la sensación de pisar terreno conocido?
Ambas pulsiones son inseparables. Cambia sólo la proporción con la que nos inclinamos por una o por otra según el momento. Lo mismo cabe decir en el caso de quien escribe el poema. El escritor escribe lo que le gustaría leer, como el pintor pinta lo que le gustaría contemplar. A veces sale a campo abierto, a veces dispara desde el balcón y a veces ni siquiera necesita irse de casa.
Todos son viajes imaginados. Todos resultan de volver la vista sobre uno. Un barco hundiéndose y el retrato de un niño.