En latín vernaculum califica todo aquello
que nació, se crió, se cultivó, se confeccionó en la casa…
Iván Illich
Resulta que de pronto, muy pronto, uno descubre que ciertas palabras y expresiones que son naturales en la casa familiar en otros ámbitos suenan ridículas, desopilantes o, de plano, no dicen nada y dejan frío a nuestro interlocutor.
Una vez a mi hermano le tocó en la primaria hacer de tarea una lista de palabras que empezaran con j. Se le hizo fácil incluir en su recuento el término «jambazón» con mucha naturalidad y tino, muy conspicuo en la lengua vernácula de mi familia materna, pero que, más allá del umbral de la casa grande, todos evitábamos utilizar, así como muchas otras palabras, sabiendo que, de ser utilizadas, tendríamos que ofrecer una explicación, como una especie de nota a pie de página, pues así como los iniciados requieren conocer una lengua exclusiva en sus ritos o en sus asambleas iniciáticas, así mi familia sabía —y sabe— de modo espontáneo y tácito que algunas palabras sólo alcanzan su significado en el contexto doméstico.
Que estas palabras usadas en casa alcanzaran no sólo un entendimiento patente sino, también, un reforzamiento del vínculo familiar venturosamente asumido, es parecido a la actitud de los «changos horribles» cuando se muestran tiernos y se espulgan unos a otros gozosa y apaciblemente. Este lenguaje secreto nos restituye la alegría gregaria y nos mueve al festejo, como si esta celebración fuera siempre la primera de nuestras vidas.
Y aún más: utilizar estas palabras entre los miembros de la familia fuera de casa, inmediatamente nos retrotrae al recinto entrañable de nuestras primeras vivencias intramuros, a los olores vegetales y húmedos de infinidad de macetas y macetones con helechos y mafafas y la gran jardinera con hules, granadas y el chabacano; así como a los sonidos edénicos de las múltiples aves canoras que hacían las delicias de mi abuela, cocinando la jambazón en el verdadero corazón de la casa grande para su ingente familia.
Era ella, mi abuela, la principal fuente de esa lengua vernácula, del vocabulario, las expresiones y la oportunidad para emplearlos; era ella, en su cocina, como un país entero transplantado: «Tenga, m’hijito, un trusco pa’ que luiga», o un «barzón pa’ que mascuje». Desde ahí, mi abuela veía pasar a los «rebullones» o alguno que otro desesperado «como Judas pelón» y luego le servía de comer a la «rigión». Ahí, en su cocina, nos enterábamos del «chincual» que inquietaba a alguna de mis tías que se había vestido muy «curra»; de las últimas novedades de alguna vecina «chimiscolera» y «chilera»; de que alguno de los niños necesitaba nuevas «chánquilas» e ir a la peluquería, pues ya traía la «charabasca» como «tazolera».
Por supuesto que muchas de estas palabras son metáforas de la vida en el campo: así, «tazolera» —mies de mazorcas con sus pelos despeinados— probablemente es deformación de «tlazol»: punta de la caña de maíz o de azúcar. Alguien que ya no se cuece al tercer hervor es un «huachal»: un maíz resecado del que se hace sopa; como «matalote viejo» (de «matalón»: caballería flaca y llena de mataduras que sólo sirve para trabajos de carga) es sentirse exhausto con un dejo de infortunio; «potrearse»: entablar desesperadamente rudos procedimientos para resolver algo delicado, como tratar de abrir una puerta cuando la llave se ha trabado.
De todas estas expresiones las más vívidas son las de raigambre zoológica. Era muy penado pero muy practicado en la casa grande andar, de niño, «trompeando» los cajones en busca de tesoros inopinados. Si alguien ha visto la habilidad de los cerdos para hozar entre las cercas de sus corrales y en sus bateas con sus trompas expertas podrá imaginar la clase de búsquedas y hallazgos que trompear reporta. Y andar muy hiperactivo pero sin atinar a resolver pendiente alguno es andar «como vaca ensalitrada»: al parecer estas bestias gustan mucho de la sal y se ponen muy activas cuando la consumen.
Si alguien no estaba listo en la puerta para ir de paseo o de compras a tiempo, el dicho de mi abuela era «¡Sal, chivo, del ipazotal!» (supongo que la jaculatoria se refería a un sembradío de epazote, pero lo correcto era pronunciarlo con «i»). «¡Aplácate, cócona!» significa «no hagas tanto aspaviento» dicho a alguien muy excitado (las cóconas —es decir los guajolotes— ciertamente son muy escandalosas); mientras que «ya pone el huevo pinto» se refiere a alguien muy orgulloso de algún logro, cual gallina que ha puesto un huevo de cócona, que son pintos y mucho más voluminosos que los de gallina.
Un «caballón» es un niño o muchacho que gusta de juegos bruscos, mientras que una «pájara seca» es una mujer de plano muy delgada, y «pájaro nalgón» alguien muy pagado de sí mismo. El nombre genérico para toda clase de animales, especialmente de talla pequeña y no volátiles, es «surpia», algo parecido a bicho pero con cierta gracia, como los hurones, los hámsters o los perros o gatos muy pequeños. Así, de niños era muy común traer surpias a la casa grande, que en algunos momentos llegó a albergar tortugas, culebras, ajolotes, gallinas, patos, conejillos de indias, ratoncitos y conejos, sin contar innumerables generaciones de perros y gatos.
De modo que gracias a la herencia de mi abuela, en la casa grande convivió durante mucho tiempo la lengua aprendida en la escuela con la lengua vernácula venida de otro mundo que supo insertarse, como una ínsula extraña, en medio de la gran urbe. Con ello, también llegaron para instalarse en la memoria muchos personajes legendarios cuyas anécdotas, dichos o hábitos aún resurgen en las reuniones de mi familia. Con el que más me identifico es con Florencio Castañeda. Hasta donde he podido indagar, éste era un hombre de talante picaresco que se acomedía a ayudar en los banquetes importantes del pueblo a sabiendas de que, al final de la fiesta, no faltaría el ofrecimiento de llevarse un itacate. A la voz de «Ándele, llévese algo pa’l camino», don Florencio extendía su pañuelo multiusos lleno de miasmas y lamparones de toda índole y ahí envolvía la pitanza recibida.
Había en la casa grande un objeto especialmente apreciado por mi abuela: una escoba muy artesanal hecha de múltiples popotitos muy finos y perfectamente emparejados y atados por el centro, de tal suerte que, bien manejada, la escoba era muy versátil y eficaz para alcanzar los rincones más difíciles de la casa. Estaba prohibido que la usara cualquier niño o lego. Mi abuela llamaba al preciado trasto —que había que importar de su pueblo cada tanto— la «escoba de Lola Díaz».
Quiere la leyenda que, una vez que había engendrado a la Luna y las estrellas, la vieja diosa de la tierra Coatlicue, sacerdotisa que vivía en retiro y castidad en el templo, se hallaba barriendo cuando notó una bola de plumón que guardó en su vientre. Cuando terminó de barrer, la bola de plumón ya no estaba y la diosa se sintió embarazada. Enteradas de la noticia, Coyolxauhqui y las Centzonhuitznáhuac decidieron matar a su madre. Coatlicue se hallaba afligida por su inminente fin cuando el prodigio en su vientre —el futuro dios Huitzilopochtli— comenzó a consolarla.
Me resulta imposible imaginar esta escena legendaria de Coatlicue barriendo el templo sin el bártulo de mi abuela: la escoba de Lola Díaz.