Sábado de Gloria / José Ángel Cuevas Sánchez

El placer no es una actividad virtuosa del alma,
sino un pasatiempo para los puercos.

Aristóteles

Los patrones de Francisco habían sido conscientes, lo dejaron salir temprano de la empresa. Llegó a su casa, alegre, deseoso de que lo viera su esposa y pasarla bien con ella toda la tarde. Cuando entró, escuchó risas en el baño, en el jacuzzi. Se quedó paralizado, las risas traspasaban su cabeza como balas de pistola. Humberto se dio cuenta de la llegada de Francisco, trató de alejarlo de las risas, de las evidencias, que ya eran inevitables; quería evitar lo peor.
       –¡Panchito!, ¿cómo estás? Tengo que contarte algo muy importante –lo cogió del brazo y quiso sacarlo de la casa, por el patio.
       Francisco sabía qué quería hacer Humberto, pero ya era demasiado tarde. Cuando Humberto se acercó, Francisco le vio la 357 Magnum fajada en el pantalón, se divisaba la cacha rozándole el ombligo.
       –¡Cállate y dame la pistola! –le dijo Francisco.
       Humberto le vio la mirada desdeñosa, altanera, como de otra persona que no conocía, de alguien transformado en fiera. Humberto (cuñado de Francisco) supo que no había manera de arreglar el asunto, se desfajó el arma y se la dio. Francisco se la fajó, caminó y cogió una extensión eléctrica que estaba conectada a los aparatos electrodomésticos, cortó uno de los extremos, dejando al descubierto los alambres de cobre, y lentamente la introdujo en el jacuzzi, la conectó al enchufe de la electricidad… Sublime momento, las risas enmudecieron durante casi dos minutos; entonces Francisco los vio retorciéndose, sintió que su amada esposa le decía con palabras eléctricas: “No seas cruel, ¡amor!, desconéctala, porque te amo”. Francisco sintió un impulso y lo desconectó. Los cuerpos de los amantes estaban débiles, exánimes. Su esposa fue la primera que reaccionó, le dijo:
       –¡Amor, no lo mates!
       Pero Francisco ya tenía el arma levantada, apuntándole al impertinente inquilino. Todo inútil, le dio dos disparos en el estómago, lo vio sufrir. Ella insistió en que no lo matara. El agua de la bañera poco a poco se tornó sanguínea; se hincó, le cogió los pies, los besó. Francisco sintió remordimiento, no por las estupideces que hacía su esposa sino porque recordó la película de La pasión de Cristo, que apenas había visto anoche: le llegó la imagen donde Cristo, ensangrentado, clavado en la cruz, le pide a su Padre que perdone a sus verdugos. “Si Dios los perdonó, yo que soy un simple hombre por qué no lo voy a hacer”, pensó. Bajó la 357 Magnum, caminó, se sentó en una banca de madera en el patio, debajo de un árbol. Humberto vio la espalda de Francisco, cómo lentamente se agachaba, puso ambos codos en las piernas y apoyó una mano en la quijada, miró al vacío; luego cerró levemente los ojos, se lamentó, se lamentó, de haberle perdonado la vida al hijo de puta.

 

 

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