El libro Toda la obra, de Juan Rulfo, que forma parte de la colección Archivos, recoge tan sólo tres «Textos para cine»: «El gallo de oro», «La fórmula secreta» y «El despojo». Sin embargo, los cuentos de El llano en llamas y la novela Pedro Páramo han inspirado una treintena de cortos y largometrajes. Con todo, la relación del escritor con el cine no ha sido rica y rara vez ha sido feliz.
Por su extensión —alrededor de cuarenta páginas— y su redacción —el uso del tiempo pretérito, por ejemplo—, «El gallo de oro» está más cerca del cuento que de las formas de escritura cinematográfica (el argumento o el guion). La anécdota, que sigue las fortunas e infortunios de un pregonero que por azares del destino se convierte en gallero, sirvió de base para que Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y Roberto Gavaldón escribieran el guion de El gallo de oro (1964), dirigida por el último. Narrativa y estilísticamente se trata de una cinta convencional, con algunas dosis de folklorismo, cierto acartonamiento en las actuaciones (particularmente la de Ignacio López Tarso, quien lleva el rol principal: Dionisio Pinzón), canciones a montones (interpretadas por Lucha Villa, quien da vida a La Caponera) y fotografía lucidora en color (cortesía de Gabriel Figueroa).
Con guion de Paz Alicia Garciadiego y dirección de Arturo Ripstein, dos décadas después el texto dio origen a El imperio de la fortuna (1986). En términos generales, la historia no es muy distante de la que propone Rulfo; sin embargo, el cineasta imprime su sello en la sordidez ambiente y en la materialización de atmósferas opresivas, lo cual consigue dar mayor densidad al asunto del azar (que ya está presente en el título). Justo es subrayar el notable desempeño de Ernesto Gómez Cruz, quien interpreta a Dionisio Pinzón y cuya actuación alcanza para dar verosimilitud y autenticidad al personaje. La cinta obtuvo nueve Arieles, entre ellos el de mejor película y el de argumento original para Rulfo; por su parte, Gómez Cruz se llevó el de mejor actor, premio que también recibió en los festivales de La Habana y San Sebastián.
De acuerdo a lo que cuenta el crítico Jorge Ayala Blanco en Toda la obra, el cortometraje El despojo (1960) fue «filmado en fines de semana sin guion preexistente» y «constituye el primer experimento de ficción aleatoria que realizó el cine mexicano independiente». El argumento da cuenta del reclamo que un campesino hace al cacique del pueblo. La cinta se bifurca en un tiempo real y uno imaginario; en la culminación, que es una especie de desengaño, cobra fuerza el salto temporal, se incrementa el dramatismo y se subrayan las miserias del despojado a manos del poderoso.
La fórmula secreta (1965), de Rubén Gámez, es una cinta conformada por diez episodios, entre los cuales aparentemente no hay conexión. En dos de ellos se escucha a Jaime Sabines leyendo textos de Rulfo. Ambos dan voz a obreros y campesinos; son una queja y una denuncia, un reclamo: son una especie de letanía. En la banda sonora se hace presente un «rabioso, incesante resoplar del viento», como lo califica Ayala Blanco. Las imágenes que las acompañan, en blanco y negro, tienden sólidos puentes con las fotografías que se han publicado de Rulfo. La cinta es un ensayo sobre el mexicano, sus contrastes, sus desigualdades, su nacionalismo endeble y la penetración de lo norteamericano en su vida cotidiana. Todo visto desde la mirada indiferente de un ángel de retablo. (Años después, en 1992, Gámez volvería sobre asuntos afines en la prodigiosa Tequila). La cinta cabe en los terrenos del surrealismo, pero también en el realismo más beligerante. Es una maravilla. Obtuvo el primer lugar del Primer Concurso de Cine Experimental. El segundo lugar de ese certamen se lo llevó En este pueblo no hay ladrones (1965), de Alberto Isaac. Este largometraje se inspira en un cuento de Gabriel García Márquez y el guion fue redactado por Isaac y Emilio García Riera; ha pasado a la posteridad por las breves apariciones de grandes artistas o personajes de la vida cultural: Rulfo, para empezar, pero también Luis Buñuel —quien da vida a un cura memorable—, Abel Quezada, Arturo Ripstein, Carlos Monsiváis, así como García Riera y García Márquez.
En los años cercanos a su publicación, Pedro Páramo fue una gran tentación para el cine, y en dos décadas sirvió de inspiración a tres largometrajes. El primero —en cronología y en relevancia— es el dirigido por el cineasta de origen español Carlos Velo, quien vivió un largo exilio en México. A partir de un guion en el que participaron Carlos Fuentes, Manuel Barbachano Ponce (también productor de la cinta) y Velo, y con dramática cinefotografía en blanco y negro de Gabriel Figueroa, Pedro Páramo (1967) se apega en general a la historia que propone la novela. La cinta es correcta, pero, como reconoció en su momento el realizador, es fría (Velo lamentó que, al ser su primera película profesional, hubiera aceptado algunas imposiciones). Lo más censurado en su momento fue la presencia del actor norteamericano John Gavin como Pedro Páramo. Éste fue un actor que rara vez superó la medianía, por lo que su desempeño es flojo, poco convincente.
Una década después, José Bolaños filmó El hombre de la Media Luna (1978). Según cuenta Manuel Ojeda, quien da vida a Pedro Páramo, originalmente se había pensado para el rol en Marcello Mastroianni. El actor comenta que el realizador «italianizó» el universo propuesto en la novela; asimismo, subraya que el corte de Bolaños duraba tres horas y media y, para su exhibición comercial, se redujo a 110 minutos. Ojeda anota que «no corrió con mucha suerte»: en efecto el resultado es más bien discreto. Peor suerte tuvo la versión dirigida por el también actor Salvador Sánchez: estrenada en 1981, deja ver decisiones escénicas poco afortunadas (la literalidad de los difuntos que hablan recostados en un cementerio fantasmal, por ejemplo) y es de una solemnidad y una rigidez contraproducentes. Juan Carlos Rulfo, hijo del escritor y documentalista de profesión, confiesa que las ha visto y que no le gustan; no obstante, anota que le gusta más la entrega de Velo, «tal vez porque el tiempo le da un sello muy particular, que estén los grandes actores, que esté la fotografía o cosas así». Su padre, añade, «decía que no le gustaba ninguna».
En general, los cuentos, de El llano en llamas o de otros orígenes, no han tenido mejor suerte en su tránsito a la pantalla. Prácticamente todos los títulos del libro han estado en el inicio de proyectos de diferente envergadura. Lo mismo ha habido largometrajes (Talpa [1956]; El rincón de las vírgenes [1972] —inspirado en «Anacleto Morones»—; Diles que no me maten [1985]; Purgatorio [2008] que reúne «Paso del Norte», «Pedazo de noche» y «Cleotilde»), que ejercicios escolares o cortometrajes de diverso calibre. Rafael Corkidi hace un homenaje pretencioso pero con algunos momentos afortunados en Rulfo Æternum (1992), producido en video por la Universidad de Guadalajara. Entre todos ellos llama la atención Los confines (1987), de Mitl Valdez, largo inspirado en «Talpa», por su rigor y su afán de dialogar con el autor más que de «adaptarlo», de ir más allá de la anécdota con un acercamiento del que Juan Carlos Rulfo comenta que «tal vez es lo más moderno a nivel de lenguaje».
El traslado de los textos del escritor jalisciense al cine no ha podido superar los estilos y las contrariedades de producción de las diferentes etapas en las que las películas se han realizado. La filmografía existente no alberga grandes ambiciones y presenta cierta superficialidad; se ha concentrado principalmente en lo que ellos relatan, en la anécdota: parece que el afán es ilustrar más que recrear. Si bien las historias poseen fuerza y originalidad, no es ahí donde se ubica lo más atractivo del universo y la prosa rulfianos. Las «adaptaciones» han dejado de lado dos características que, me parece, son fundamentales: la sonoridad y la capacidad de evocación. Las obras de Rulfo poseen un diseño sonoro exquisito; las atmósferas que crean provocan en el espectador mucho más que la audiovisión de ambientes o causalidades, invitan a algo más que la recreación de espacios: generan ámbitos y son sensación, emoción. Por otra parte, las palabras son evocadoras, dan al lector material abundante para hacer trabajar su imaginación. Puede ser tan apasionante la lectura que es inevitable un proceso de apropiación, por lo que la visión de la lectura de otros puede resultar decepcionante. Las películas han sido fieles a la denuncia social que habita en la obra del escritor, pero al proponer imágenes concretas —muchas de las cuales dejan ver un folklorismo llano— se limita la invención, la experiencia. Queda por explorar una forma que tal vez puede dialogar en términos mágicos con Rulfo: la animación. Ahí hay un campo, apuesto, que vale la pena explorar.
El ruso Andrei Tarkovski hace en su «libro-credo» Esculpir el tiempo una observación que se aplica perfectamente a la obra de Rulfo y que acaso es una lapidaria conclusión: «No todo relato en prosa es apto para una versión cinematográfica». Añade que hay «obras maestras que demuestran que su autor es absolutamente único: por la unidad de todos sus elementos, por la precisión y la independencia de sus imágenes, por la increíble profundidad de sus caracteres, expresados en palabras, y también por la fantástica composición y por su fuerza de convicción literaria».