Rothko Chapel: abrir los ojos, cerrar la boca en la tiniebla

Luis Jorge Aguilera

Guadalajara, Jalisco, 1989. Su libro más reciente es Por eso me amabas… del amor humano y el amor místico (Universidad Autónoma de Nuevo León, 2020).

A los empeños inherentes a cualquier trabajo, al trabajo de escribir sobre poesía se añade la dificultad de exponerse al tono emocional del poema. El intento hermenéutico se contagia en su contacto con la vida de la sensación. Acudo al destello que la poeta germina en el poema. Cuando me doy cuenta estoy ya atenebrado. Lo que me invade entonces en «Navegación de otoño» no es sólo su triste noticia, sino que con ella también he sido conducido a la imposibilidad, desterrado errante a los confines del antes.

Hace diez años vine por primera vez al Coloquio de Poesía y Mística que convocó el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM. Me acompañaban personas cercanas. Iniciados en visitas a la que estaba por ser nombrada «Ciudad de México» decidimos quedarnos en Coyoacán. Nos pareció próximo a Ciudad Universitaria. La impresión primera de la luz de la tarde coyoacana de una década atrás quedó llagada en la memoria por las sombras difusas de la compañía. Estoy de vuelta aquí. En la plaza de la Conchita hay un templo cerrado. Le rodean esas calles empedradas de pastos que han crecido en la oportunidad de la apertura, ahí donde la tierra puede exponerse al sol y los filos foliares de las gramíneas rasgan el aire. No hay sombras esta tarde. En su ausencia, el afecto se dirige sin mediación al lugar. Acudo como testigo a esta transferencia novedosa que se produce sin interferencia de la voluntad. Somos entonces esta plaza y yo, esta luz y yo.

Invocamos el sentido. Le pedimos al poema que se abra pero se nos adelanta y nos abre él a nosotros. Nos descarna. Como el Buey desollado, la pintura y el poema (verás, quiero deshacerme esta vez de la apremiante necesidad de citar).

Conforme ha pasado el tiempo he caído en la cuenta de que una de las motivaciones ocultas a mi conciencia que me llevó a hacer del pasado un oficio fue el deseo de ser un interlocutor de interés para LV, M, V, A. El mundo cambió tanto al terminar el trayecto de estudios que al deseo de hablar con los vivos se le impuso insoslayable la necesidad de hablar con los muertos, con mis muertos. Muertos de cuerpo y muertos de presencia. No logro descifrar todavía su lengua de rumores, de chasquidos sordos insinuados desde no sé qué gargantas en las aguas de la visión nocturna.

Parece que en torno a los treinta y cinco y los cuarenta años accedemos a otra conciencia de orden. Dante viajó en su interior por los tres reinos —Infierno, Purgatorio y Cielo— a los treinta y cinco. «Nel mezzo del Cammin di nostra vita» dice en la Comedia. Cristo seguro tenía más bien treinta y cinco al morir por sus amigos. El profeta Maoma recibió el Corán a los cuarenta. Hildegard von Bingen padeció las primeras visiones a esa misma edad. Mejor síntesis ofrece Joseph Campbell. Ve en todas las mónadas míticas el devenir individuo en torno a los treinta y cinco, cuarenta años. Hay datos transculturales que insisten en que algo puede suceder a esta edad. Conforme me aproximo creo percibir en ella un relieve en el devenir. Quizá posibilite una visión de conjunto, donde lo vivido se ofrezca ya no como una sucesión azarosa de acontecimientos y el sentido sea susceptible de proyección en el tiempo.

Me interesa la cifra de la experiencia que tantea los códigos más efectivos del patetismo que, todavía informe, la ha engendrado en el interior.

Pasaron años para que pudiera llegar a la Capilla Rothko. Supe de ella por un seminario de Amador Vega. El linaje apofático que entonces trazó para la obra del pintor del siglo XX remontándolo a Meister Eckhart fue tan nítido como espiritualmente inquietante. Aunque tengo tiempo, no la visito el día de mi llegada a la ciudad. Este aplazamiento voluntario es la intensificación del deseo que me doy a mí mismo; elijo una espera más para sentir por última vez la inminencia que alberga en su latido sonoro, frecuente. La espera se visibiliza en la preparación anímica a la que me dispone el saber que a la mañana siguiente caminaré las cuatro calles que me separan del edificio y finalmente entraré en la Capilla.

Cruzo la Universidad de St. Thomas. Es una mañana de frescor volátil definido por el azul texano del cielo. Llego a la entrada. Abro su puerta que es como la de cualquier otro edificio público estadounidense. Después de un pequeño vestíbulo oscuro estoy finalmente dentro. Me frena el reverencial asombro de estar en este lugar, sanedrín de nuestro tiempo. Me conduzco entonces a ver lo que por tiempo me estuve instruyendo a ver en ella. Intento ver. Pronto se produce la interferencia de un grupo que entre murmullos comenta la Capilla en el umbral de una de sus entradas. Intento ver. Frustrado, doy la tentativa por concluida y me marcho. Es un lugar de silencio, me amonesto a mí mismo con un tono de voz interior severo, como si se lo estuviera diciendo a ellos. El resto de la tarde camino las calles de Montrose. Toco en el viento levemente entibiado una nueva luz palpitante, una luz que baila en mi ánimo. ¿Para que vine? ¿Qué entiendo yo de apófasis, de pintores suicidas? Sólo me ha traído aquí el anhelo. Quiero ver. Se está bien en esta luz.

No hacer un poema sobre el poema. Mejor la actividad prosística en torno al poema. El poema que custodia nuestra psique y por eso lo aprendemos. Lo depositamos en la memoria porque antes él nos ha depositado en su cadencia.

Creí haberme preparado. Busqué en Sacrificio y creación en la pintura de Rothko, escuché en todas las variedades del espectro de atención que puedo atender la especulación musical de Morton Feldman. Diseñé este panel de la comprensión, de la sensación intelectualizada para acceder a lo inaccesible. Todo fue inútil. Ahora no puedo decir el abismo. Quisiera describir con orden la experiencia que justificaría escribir sobre ella. Pero no, no soy capaz de decir cómo el tenebroso púrpura monocromo en el tríptico de la pared lateral este de la Capilla Rothko me consumió hasta la angustia. Tuve que asirme de algo, aferrarme a la materia más próxima. Quiero decir sensación oceánica, pero la boca quedó seca. Estoy más cerca de Rabia de Basora que de Francisco de Asís. Quiero decir luz líquida, pero Rothko quería sólo la luz que en las etapas del día filtran las tan planificadas rendijas superiores.

Por primera vez me sucede el pasmo del evanescente decir callando. Pero no he sido tocado por ningún numen, tampoco he caído. Son lagos profundos al amanecer. No son cortinas del oficio de tinieblas, son ventanas al vacío. Es sangre geométricamente derramada. Son brochazos de angustia. Son cantos de gargantas apagadas. Es una tormenta violácea.

Me posee el color de las tinieblas de Rothko. Ignoro más de lo que sé.

De vuelta a casa, LV me comparte las «Diez maneras de acercarse a la Capilla Rothko» de María Negroni. Subsane con esta lo que debió ser dicho.

        4. 
cada noche
el cuerpo
dice cosas confusas
la mente
dice cosas confusas

un cuadro no es un lugar
un libro tampoco lo es
(aunque sepa más que la realidad)

a estos Reinos les falta un Rey
a este Silencio unas alas negras

Poema publicado en Códice —Revista Impresa de Poesía N.2— Año 2, Nueva época 2023.

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