Rocío González: el lenguaje como voluntad de vivir / Josu Landa

 

La motivación de fondo de este tratado que nos ofrece Rocío González, El lenguaje como resistencia, es la tópica exhortación kantiana Sapere aude («Atrévete a saber o a pensar»). Conseja que se proclama con facilidad y se esparce con profusión, pero que se ejerce en muy raras ocasiones. Tal vez sea ése el mayor mérito de este libro. En un contexto hostil al pensamiento, esta mujer ha osado hacer lo que pocas mujeres (y hombres) hacen: poner en cuestión el presente y prodigarnos una respuesta y hasta una opción ético-cultural, sustentada en la reivindicación del lenguaje y el erotismo.
    Visto así, el tour de force heurístico recogido en este libro termina siendo una ironía. Finalmente, estas páginas concretan lo que todas las críticas posmodernistas hacen: confirmar nuestra todavía insuperada modernidad. En la medida en que Rocío González recurre con simpatía a referencias representativas del posmodernismo, para dar cauce a su atrevimiento crítico ante el presente, realiza uno de los ideales más fecundos y definidores de la modernidad: pensar con autonomía, en pos de una vida mejor que, casi inexorablemente, se nos manifiesta con las trazas de la utopía. En realidad, la propia autora da muestras de sospechar que tampoco vienen al caso los maniqueísmos de cara a nuestro tiempo, como cuando se pregunta «si cabe plantearse una recuperación, al menos parcial, de la modernidad en aquellos atributos que le dieron riqueza y fecundidad» (p. 14).
    El lenguaje como resistencia es un libro rico en ideas y remite a muchas referencias. No es posible tratar en detalle toda esa riqueza en el exiguo espacio de un escolio como éste. Junto a algunas obras propiamente filosóficas, la autora se ha demorado en el examen de buena parte de la sociología y la crítica cultural postestructuralista y posmodernista más prestigiada. Pero, más allá de las proclamas, soflamas y aun imperativos de que, por lo general, consta esa literatura, Rocío González ha optado por ofrecernos las líneas generales de un programa existencial que se sustente en las potencialidades mánticas de la poesía, «lo inefable» mistérico, el goce verbal neobarroco, la superación del solipsismo, la osadía de creer y crear, la más amplia apertura al diálogo y al reconocimiento dignificante de toda alteridad. Finalmente, Rocío González apuesta por el amor —palabra que, muy sintomáticamente, sella todo el libro justo antes del último punto final. Con ello, alcanza la luz que redime todo su esfuerzo teórico y huella la tierra que verdaderamente importa: la del Eros, que traspasa todas las épocas y las eras. Con ello supera, en suma, la insoportable resaca y el empacho que pueden haber ocasionado a una lectora aguda, como ella, la prolongada cercanía al léxico amargo y la plomiza sintaxis de los diagnósticos posmodernistas. Tengo para mí que Rocío González habría podido formular muy bien su propio ideal de vida, con prescindencia de ese calostro arranciado por los fermentos del tiempo y la manipulación irresponsable.
    Me place imaginar que la propia Rocío González estuvo a punto de liberarse de ese fardo. De otro modo, no habría hecho la confesión que se lee en la página 133: «me veo tratando de plantear una tesis coherente, con argumentaciones válidas, y me veo siguiendo un montón de discursos teóricos en donde nada es verdad ni es mentira». La confesión es valiosa per se, pero adquiere más sentido cuando se advierte que remite a una premisa que diputo falsa y que se describe en la misma página del libro: «La posmodernidad, el posestructuralismo, el capitalismo tardío, lo posindustrial, el fin de la historia, de las certezas, de lo sincrónico, del significado y otras categorizaciones de este tipo han dejado a los pensadores sin puntos de apoyo o coordenadas desde donde trazar ideas, atisbos de organización, discursos legibles».
    La nueva sofística infecta los medios de incomunicación, la industria incultural y buena parte de las facultades y departamentos de ciencias sociales y humanidades, pero eso no la hace más verdadera ni, por tanto, respetable. Noto en estas páginas una autolimitación del sentido crítico, que impide a Rocío González liberarse de esa discursividad cuyo potencial contenido impugnador aparece ahora como un montón de cartuchos de salva mal quemados. Tal vez en ello estribe la razón por la que la autora advierte, entre el asombro y la pesadumbre, que «pensar parece algo cada vez más pasado de moda» (p. 133). Una mayor consecuencia con su propia lucidez crítica habría inducido a la autora a percibir que el verdadero pensar nunca pasa de moda, sencillamente porque está más allá y por encima de una determinación tan frívola como ésa. La habría llevado, en fin, a cuestionar con más radicalidad supuestos como la existencia de una posmodernidad —algo no identificable con lo que sí existe: una reacción posmodernista, mal cimentada en un pensamiento que con frecuencia se ha autoimaginado como «débil», cuando no ha echado mano de notables referentes antimodernos. También la habría impulsado a desmontar sofismas como el del fin de la historia o reduccionismos como el de los «grandes relatos» —cuya modélica coherencia se echa de ver en la generación de toda una cauda de relatos que aspiran a ser el nuevo macrorrelato que relata cómo los viejos macrorrelatos ya no deben cimentar nuestras negadas pero inevitables expectativas actuales—, así como a denunciar la falsía de un discurso que censura las visiones totalizantes del mundo, al tiempo que se afana en asentar el propio a base de algunas intuiciones sin más soporte que una huera grandilocuencia.
    Pero, más allá de esas limitaciones —que tal vez son sólo extralimitaciones de alguien que, como uno, se ha hartado ya de presenciar la prolongada deriva agónica de esa caricatura del ethos modernista que es el posmodernismo— este libro también pone en evidencia la honestidad intelectual
de Rocío González, su pertinente intento de redimensionar ética y estéticamente el espíritu barroco, así como de revalorar el lenguaje en tanto que poética de la creación y la interpretación —es de sumo interés su imaginación de la Malintzin— y de recolocar en el centro de lo humano el poder polimorfo y multívoco de Eros. De ese modo, el lenguaje que Rocío González propugna como el antídoto contra las indignidades éticas, políticas y culturales del presente, opera en realidad como cifra de un sugerente avatar de la voluntad de vivir. Finalmente, la utopía personal que Rocío González traza en las páginas de su libro es una apuesta por la vida, asumida en todo lo que tiene de luminoso y abisal, de ebriedad y dolor, de potencia creadora de formas y de tributaria de gozosos sacrificios; en todo lo que alberga, en fin, de aurora y ocaso.
    Las pocas palabras, acertadas o no, que acabo de proferir sobre este volumen fecundo y fecundante bastan para evidenciar que estimula la reflexión y el diálogo. El lenguaje como resistencia es un libro que no defraudará a quien se le acerque con amplitud de criterio y con deseos de ponerse al día en un debate que pica y se extiende, pese a las sombras y el halo de agotamiento que entornan a algunos de los tópicos en que se fija.
    Por lo demás, debe reconocerse la rigurosa y limpia labor hecha por la editorial Praxis a la hora de producir este volumen, aunque no faltará quien eche de menos, en algún rincón del libro, una mínima noticia de la poeta y ensayista Rocío González.

 

 

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