Barcelona, Cataluña, 1965. Su libro más reciente es Niños (Páginas de Espuma, 2018).
Ya os falta poco para llegar. Debéis de estar muy cerca del mirador de Vixía da Herbeira, si no lo habéis pasado ya, aunque con esta niebla sabes que será inútil parar allí como siempre hacíais.
La bruma se vuelve cada vez más espesa. Te detienes en el arcén a esperar a que despeje. Los árboles parecen espectros bordeando la carretera. Si ahora vieras pasar a la Santa Compaña, (casi) no te sorprendería. Vienen a tu recuerdo las muchas historias que tu madre te contaba de niño. Nunca las tomaste en serio, pero te encantaba escucharlas e imaginar a los terribles fantasmas vagando en silencio por los bosques. Y, de paso, burlarte de tu madre por creerlas. A ella le daba igual. Su respuesta siempre era la misma: Tienes que saber ver y escuchar, Marquiños.
Ahora te arrepientes de esas burlas, como también de las risas que no pudiste reprimir al leer la carta que no te llegó a enviar y que encontraste por casualidad metida en el libro que estaba leyendo antes de que se la llevaran al hospital del que ya nunca regresó.
Hijo, confío en ti para que me hagas este favor. Sé que cuando lo leas te reirás, pero te lo pido de corazón: cuando me muera, tienes que llevarme a San Andrés. Y cumplir a rajatabla lo que aquí te escribo. En la víspera del viaje ve al cementerio y grita fuerte junto a mi nicho para que yo esté preparada para el día siguiente. Esto es muy importante, Marquiños, porque las ánimas no pueden ver y sólo se dejan guiar por la voz que las llama. Ya sabes que tienes que pagar otro billete de autobús para mí. No te olvides. Aunque con lo poco que a ti te gusta el autobús, seguro que irás con tu coche. Da igual. Lo importante es que me acompañes. A la ida y a la vuelta, porque también tienes que volver a dejarme en el cementerio para que pueda descansar en paz, eso es
Ahí dejó de escribir. No has podido —no has querido— negarte porque, más allá de folklores y supersticiones, San Andrés de Teixido es un lugar que te encanta.
Todavía recuerdas la primera vez que lo visitaste. No debías de tener más de siete u ocho años. Mientras paseabais, tu madre te iba contando leyendas y te hablaba de las extrañas costumbres de la gente que allí peregrinaba. Entre todas, la que más te fascinaba era la obligación de comprar un billete para el muerto al que se tiene que acompañar. Lo mismo que ella te pedía en su carta, sabiendo que no lo ibas a hacer. En aquella primera visita —como en todas las siguientes— pudiste comprobar que los autobuses que llegaban a San Andrés nunca iban llenos. ¿Los ves, Marquiños? —te decía tu madre señalando a las ventanillas—. En esos asientos vacíos van las ánimas de los que nunca pudieron viajar al santuario en vida.
A San Andrés de Teixido vai de morto o que non foi de vivo.
Has perdido la cuenta de las veces que has estado allí con tu familia. Incluso cuando vivías en Barcelona y te escapabas un par de días a verlos, uno de ellos había que dedicarlo a visitar el santuario. Por eso te sorprendió la petición de tu madre, pues no le hacía ninguna falta volver por allí.
Dudaste qué fecha elegir: su cumpleaños, el aniversario de su muerte… Al final, optaste por un día cualquiera del mes de octubre y entre semana. Eso te evitaría —o así lo esperabas— encontrarte con las hordas de turistas que en verano abarrotan el lugar.
De pronto, un leve rayo de sol se proyecta sobre el volante dándote permiso para continuar tu camino. Tras un par de kilómetros, la carretera empieza a descender, la niebla se desvanece y el océano se abre inmenso ante tus ojos. Un poco más abajo, en una pequeña depresión tapizada de verde aparece la aldea de San Andrés de Teixido. Sigue igual que siempre: media docena de calles, casas encaladas y la fea iglesia. El reducido tamaño del lugar hace que los acantilados circundantes parezcan todavía más inmensos. Siempre te han fascinado esas verdes laderas desplomándose varios centenares de metros sobre las oscuras aguas del Atlántico.
Dejas el coche, como en anteriores ocasiones, en el pequeño aparcamiento situado a la entrada del pueblo. Buena señal: sólo hay dos automóviles más y un autocar.
Mientras recorres las calles, varias mujeres te asaltan tratando de venderte los productos típicos del santuario: ramitas de la herba de namorar, sanandreses (amuletos de miga de pan con variadas propiedades milagrosas), rosquillas de anís (no tienen poderes, pero están muy buenas) que rechazas de inmediato. Prefieres comprar orujo casero en uno de los muchos puestecillos que llenan las aceras. Esta sí es una auténtica poción mágica. Y a diez euros la botella. Te llevas un par. El vendedor te sirve un generoso vaso para que lo pruebes. El calor de la deliciosa bebida te anima. Pero también despierta el hambre.
A pocos metros está el Mesón Eiravella, al que siempre ibais a comer percebes. Todos los años el mismo ritual. Pero hoy está cerrado. Que tú recuerdes, sólo hay otros dos bares en el pueblo. Nunca los pisasteis.
La suerte no te acompaña. Uno de ellos también está cerrado y en el otro no queda ninguna mesa libre, ni siquiera hay sitio en la barra.
Aprovechas el nuevo ataque de una vendedora de rosquillas para preguntarle —después de rechazar, una vez más, su mercancía— si hay algún otro bar en el pueblo. Con cara de enfado, te indica la dirección y musita algo en voz baja que no llegas a escuchar.
Siguiendo sus instrucciones, caminas hasta el final de la calle. La acera acaba en un tramo de viejos escalones. Pese a tanta visita, nunca habías pasado por aquí. En el invariable programa diseñado por tu madre no había tiempo para ponerte a explorar.
Los escalones desembocan en una estrecha callejuela empedrada. La hierba asoma entre las losas. Las dos primeras casas tienen las puertas y ventanas cerradas con tablas. Al principio lo tomas por una zona abandonada, hasta que ves sobre la madera despintada de otra puerta un letrero escrito con rotulador en una triste hoja de libreta, cuyo escueto mensaje te catapulta al interior: Percebes, doce euros.
En la barra, además del camarero sólo hay tres tipos, que responden amablemente a tu saludo, aunque todos ponen la misma cara de sorpresa, como si no esperaran que nadie apareciera por allí. En la única mesa del local, un viejo lee absorto su periódico.
El plato que te sirven es enorme y el tamaño de los percebes también. Nada que envidiar a los del Mesón Eiravella. Aunque si tu madre estuviera aquí, seguro que no estaría de acuerdo. Sientes que estás haciendo una pequeña traición, pero no es culpa tuya que el Mesón hoy esté cerrado.
Pides otro vino. Mientras te lo sirve, le dices al camarero que no sabías que en esta calle había un bar.
—Pues es el primero que se abrió en el pueblo —responde—. Anxo —dice señalando al viejo del periódico— ya asomaba por aquí cuando era un niño. Mi bisabuelo lo llevaba entonces. Y aquí seguimos…
Con el último percebe, pides la cuenta. No quieres entretenerte, pues todavía te queda mucho por hacer en San Andrés.
—Vuelva cuando quiera —te dice el camarero sonriendo mientras te diriges a la puerta—. Siempre estamos abiertos.
La calle ahora está algo más animada. Nuevos turistas deambulan por las tiendas comprando recuerdos. Las viejas tratan de endosar sus productos a los incautos que se aproximan a su campo gravitatorio. Desde niño siempre te ha parecido que más que vendedoras son meigas. La verdad es que su aspecto es bastante brujeril.
Diriges tus pasos hacia la Gruta del Santo, una pequeña cueva artificial junto a la capilla atestada de exvotos fabricados en cera que representan cabezas, piernas, manos y miniaturas de figuras humanas de cuerpo entero. Ofrendas que los creyentes han hecho a San Andrés para agradecerle la milagrosa curación de esos miembros, y que has fotografiado en cada una de tus visitas a la aldea. Pero hoy hay uno que te deja fascinado y que nunca habías visto: representa un pecho femenino, con su pezón erecto y todo. Sacas el móvil y le haces una foto. Junto a los exvotos en cera hay varios retratos de individuos solos y en pareja, tres barcos de pesca, un par de casitas y un hórreo, todos también en miniatura.
Sales de la Gruta y te diriges hacia el mirador que se encuentra al final de la pendiente que hay pasado el santuario.
El panorama que se abre ante tu vista de nuevo te sobrecoge. Aunque brilla el sol, el Atlántico aparece oscuro y amenazador rompiendo incansable contra los acantilados. El viento azota tu rostro y trae el aroma húmedo del salitre, que se mezcla con el fuerte olor a eucalipto. Llenas tus pulmones, feliz.
Tu madre siempre os obligaba a deteneros aquí y sacaba del bolso unas rosquillas que debíais comer observando el océano. Lo que nunca hiciste, pese a su insistencia, fue beber el agua de la fuente de los tres caños y pedir un deseo al santo. A ella le daba igual que hubieran escrito con pintura blanca y en letras bien grandes «No potable». La verdad es que nunca le sentó mal.
Detrás del mirador, descendiendo la ladera por el lado contrario, asoma el pequeño cementerio. Un rectángulo en el que los nichos —muchos de ellos vacíos— ocupan dos de sus lados. Un bajo muro de piedra compone los otros dos laterales. El suelo está cubierto de una hierba muy verde entre la que afloran una veintena de cruces, casi todas de metal. Algunas de las lápidas están inclinadas, casi caídas. Hoy la imagen te provoca una irreprimible sensación de soledad. Aceleras el paso.
Tu madre no se quejará. Salvo la visita al Mesón, has cumplido a rajatabla con las etapas del ritual. Ha llegado el momento de marcharos, de regresar al punto de partida. No te apetece conducir de noche y menos por esas carreteras delirantes.
Camino del aparcamiento, caes de nuevo en la tentación y compras otras dos botellas de orujo en el mismo tenderete donde te hiciste con el primer par. El tipo que te las vende te ofrece un vaso para que lo pruebes. No se acuerda de que ya te había dado a catar el delicioso brebaje. No dices nada y aceptas el trago. Más calorcillo. Más energía. Te sientes como Astérix.
La misma bruja de antes —o quizá no sea la misma, todas se parecen— se te acerca y agita ante tu cara pequeños manojos de herba de namorar y te coloca en la mano una ristra de rosquillas, que inmediatamente le devuelves. ¡Ande, señor, cómpreme unos sanandreses! ¡La mano, para que pida al santo por el amor y las buenas compañías! ¡El pez, por el trabajo y el sustento!… Te alejas antes de que la vendedora te recite todo el muestrario.
Al llegar al aparcamiento, empiezan los problemas. Pese a que no está muy lleno, tu coche ha quedado encajado entre dos furgonetas. Están tan cerca que ni siquiera puedes abrir las puertas. Conteniendo el cabreo, preguntas a todo el que pasa tratando de identificar a los imbéciles que te han dejado atrapado. Nadie sabe nada. Te acercas a los puestecillos, a ver si alguien te puede echar una mano.
—Turistas, seguro —te dice una de las vendedoras—, a saber dónde se han metido esos. Pues no le queda otra que esperar. ¿Quiere unas rosquillas?
Le das las gracias, pero no le compras nada. La mujer te mira con cara de malas pulgas.
Al menos puedes abrir el maletero y guardar las cuatro botellas de orujo. Te sientas sobre el capó de tu coche y te pones a esperar.
Llega la noche y los dueños de las furgonetas siguen sin aparecer. Vas a tener que dormir por primera vez en San Andrés. Consultas en Google y, además de enterarte de que en el pueblo sólo viven cuarenta y nueve personas (censo de 2020), descubres que no hay hoteles ni pensiones. Y no vas a pedir un taxi para que te lleve a Cedeira, donde ya has pasado alguna noche en otros viajes, para mañana tener que tomar otro que te devuelva a San Andrés para recoger tu coche, suponiendo que las furgonetas lo hayan liberado. A lo mejor alguien te puede alquilar una habitación en su casa.
Como no te fías mucho de las meigas (has rechazado una y otra vez todo lo que te ofrecían), vuelves al bar de los percebes. Seguro que allí te podrán orientar.
En la barra siguen los mismos tres tipos y en la mesa el anciano continúa enfrascado en su periódico. Como si los hubieras dejado en pausa cuando te marchaste. El camarero te saluda al entrar.
—¿Otra ración de percebiños? —te pregunta sonriendo mientras te sirve un vino sin habérselo pedido.
Después del primer trago, le cuentas lo que te ha pasado.
—¿Dos furgonetas? Esos son jipis —sentencia el camarero—. Y seguro que ya iban fumados y ni se han dado cuenta de cómo han aparcado. Habrán ido a acampar por la montaña. Esos hoy ya no vuelven.
Entonces le preguntas —intuyendo de antemano la respuesta— si hay servicio de grúa en San Andrés.
—Habría que avisar a la de Cedeira —te responde—, pero no sé yo si a estas horas Fran va a querer venir hasta acá. Si fuera algo muy grave… Pero déjeme que le llame —añade amablemente—, que nunca se sabe.
Un minuto de conversación telefónica después, el camarero te confirma que el tal Fran no va a venir en tu ayuda.
—No es por pereza —añade—. Es que está con un accidente en la carretera de Valdoviño y eso le va a ocupar varias horas. Dice que mañana hacia las nueve puede estar por aquí.
Lo que esperabas. Entonces le preguntas si, por casualidad, no tiene alguna habitación que pueda alquilarte. Te responde que ya le gustaría, pero que él vive con su familia en el piso que hay encima del bar y que ya están muy apretados.
—¿Por qué no va a hablar con Maruxa? —interviene uno de los tipos de la barra—. Ahora que el hijo se le ha marchado a estudiar a Santiago, tiene una habitación de sobra. Dígale que va de parte de Suso, ya verá cómo le ayuda.
El camarero sale contigo a la calle y te indica cómo llegar. Es la casa de la puerta verde que está junto a los escalones de piedra por los que antes has descendido para llegar hasta aquí, muy cerca del bar.
—No se olvide de decirle que va de parte de Suso, el de las Riolas —te dice el camarero.
Pocos minutos después, la tal Maruxa, sabiendo que vienes recomendado, te acompaña hasta una pequeña habitación en la planta superior de su casa. Te pide cuarenta euros y añade que no te da una llave, que prefiere que llames al timbre, que le da igual la hora.
Después de tantos años, hoy vas a pasar tu primera noche en San Andrés. Como un niño haciendo una travesura, no puedes evitar sonreír al pensar que finalmente no has cumplido con todas las fases del ritual. Tendrás que esperar una noche más, mamá. Pero no te preocupes, que mañana sin falta estás de regreso.
Vas al coche a por tu maleta. Tras comprobar que nadie te mira, le haces una buena rayada con la llave a la furgoneta de tu izquierda.
Dejas la maleta en la habitación y le dices a Maruxa que sales a cenar.
—Usted no se preocupe —te dice sin levantarse del sofá—, si vuelve tarde, como le dije antes, llame al timbre, que yo tengo el dormir muy ligero.
Vuelves al bar de los percebes (todavía no sabes su nombre). Sumida en la penumbra, la callejuela parece aún más ruinosa y fantasmal. No hay farolas, sólo la escasa luz que da la triste bombilla colocada sobre la puerta despintada del bar.
Entras y vuelves a encontrarte con la misma escena, sin cambio de personajes. Bueno, ahora el viejo está comiendo un trozo de empanada. Les cuentas que Maruxa te ha alquilado la habitación y, tras darles las gracias, le dices al camarero que ahora sí te apetece ese plato de percebes.
—Y si me pone una ración de empanada —dices mirando golosamente la que se está comiendo el anciano—, sería genial. Y una botellita de godello, ya que no tengo que conducir —añades con una sonrisa.
La empanada de bonito está exquisita y la ración de percebes es aún más generosa que la que te comiste al mediodía. No puedes evitarlo y, bromeando, le dices al camarero que seguro que su tamaño tiene que deberse a la protección del santo.
—Aquí no hacemos burla con eso —dice de pronto, muy serio, el viejo del periódico con una voz curtida por el orujo y el tabaco—. Debe usted saber que la peregrinación a San Andrés es algo muy importante. Todo el mundo, en un momento u otro de sus vidas, viene aquí. Y si no, vienen de muertos.
Dicho eso, da un largo trago a su vaso de vino y vuelve a su mutismo inicial.
Sabes que has metido la pata con tu torpe comentario y pides perdón. Entonces, les cuentas que tú has venido a San Andrés por ese mismo motivo, para acompañar a tu madre, que murió el año pasado. Y para que se vea tu buena voluntad, añades que invitas a una ronda de vinos, que todos aceptan encantados, incluido el viejo del periódico. No hay que provocar a los fantasmas de la superstición local.
Terminas los percebes y pides un orujo.
—Manu —irrumpe de nuevo la voz del viejo—, ponle una copita de la caña de Bieito. Ahora va usted a probar —esta vez se dirige a ti— un orujo de verdad. Mejor siéntese aquí —añade mientras señala una de las sillas junto a su mesa.
Manu sirve los orujos. El anciano le pide que deje la botella.
—Así no te hacemos caminar.
Mientras bebes (el orujo es impresionante), el viejo empieza a interrogarte. Le hablas de tu familia gallega, de la petición de tu madre, de su obsesión por San Andrés.
—La verdad —le dices al viejo— es que no sé muy bien a qué he venido. Con la de veces que visitó en vida el santuario, yo creo que a mi madre no le hacía falta volver por aquí.
—Eso nunca está de más —afirma el anciano, sirviéndote otro orujo—. No le hace daño a nadie. Y no me diga que a usted no le gusta venir a San Andrés. Se nota a la legua que aquí está como en casa.
Confiesas, esperando que no se moleste, que a ti lo que verdaderamente te gusta no es el santuario sino las vistas. Hay pocos sitios más donde sientas la emoción del Atlántico (el orujo te está poniendo poético): Estaca de Bares, Cabo Vilán, Punta do Roncudo y Fisterra, claro.
El anciano te da la razón y vuelve a llenar las copas. Te cuesta seguirle el ritmo, pero está tan bueno que te da igual la resaca con la que inevitablemente despertarás mañana.
De pronto, atravesando tranquilamente la mesa aparece un inesperado escarabajo de un negro reluciente. Cuando está a punto de llegar junto a tu copa, levantas la mano con la intención de cogerlo.
—Alto ahí, ni se le ocurra —te dice el viejo, que ha interpretado mal tu intención—. Cuidado con lo que hace. Aquí no se matan los bichiños. ¿No sabe que puede ser una pobre ánima que viene de romería? Cuando no se tiene a nadie que le lleve a uno a San Andrés, la tradición dice que el ánima irá en forma de insecto, de lagarto, de sapo… Hay muchas formas —el hombre lo dice tan serio que reprimes la sonrisa que empieza a asomar en tu boca—. Por este motivo, las gentes que vienen por aquí deben tener mucho cuidado de no aplastar ningún bicho en su camino, no sea que se trate de algún pobre desgraciado y que eso le impida completar la peregrinación.
El viejo coge delicadamente al escarabajo y lo deja en el alféizar de la ventana que tiene a sus espaldas.
—Así podrá seguir su camino —añade. La escena es casi cómica. O te lo parece a ti, entre las brumas del orujo. El anciano vuelve a servir otra dosis más de la estupenda poción.
No sabes el tiempo y las copas que han pasado. Estás muy a gusto, pero conviene retirarse antes de que la cosa vaya a peor. Te asombra que el viejo siga tan campante.
—Tómese otra copa antes de salir, hombre —te dice—, que la noche esta fría. Y vaya directo a casa, no se me vaya usted a perder. Y cuidado con los bichiños —añade con una extraña sonrisa—. Ya sabe que no hay que molestar a los muertos, y menos a los que todavía no lo están del todo.
Siguiendo lo que tomas por una broma, le contestas que vigilarás bien donde pones los pies, aunque tu andar vacilante te contradiga. Desde la barra, los tres tipos y el camarero te dan las buenas noches.
Ha empezado a orvallar. Das un paseo para despejar las brumas del orujo. Las calles están en silencio. No ves luz en ninguna ventana. No hay turistas, ni tenderetes, ni agobiantes vendedoras. Parece otro lugar. Es una maravilla caminar a solas, rodeado por el olor a eucalipto, con el sonido del océano en la distancia.
Llega primero como una especie de zumbido que no logras identificar. Te detienes y escuchas en silencio. La triste farola te permite entrever al final de la callejuela una sombra de movimiento ondulante que avanza hacia ti por el suelo empedrado.
Cuando te alcanza, te das cuenta de que se trata de una inesperada masa de escarabajos, cucarachas, ciempiés y otros insectos que desfilan —no se te ocurre mejor verbo— de manera compacta y ordenada. A estos les siguen, sin mezclarse, un tropel de lagartijas, sapos, culebras… No sabías que el orujo podía ser alucinógeno, porque, sin duda, estás delirando. Aun así, te quedas quieto. No quieres pisarlos. La advertencia del viejo Anxo resuena en tus oídos.
Lo peor viene después, porque tú no crees en fantasmas. Una vez ha pasado la procesión de bichiños, la calle es invadida por un montón de seres humanos de rostro absorto y mirada vacía. Caminan lentamente, como fatigados. Brazos caídos. Arrastran los pies. Avanzan con lentitud y desconsuelo. O eso te parece a ti. No se escuchan sus pasos. Una masa de cuerpos silenciosos compuesta por adultos, ancianos y algunos niños.
Un escalofrío recorre tu espalda. Sabes muy bien lo que son. Mientras desfilan ante ti, revisas sus caras buscando la de tu madre.
Cuando termina de pasar el último, respiras aliviado. Sin poderlo evitar, sorprendido de tu audacia, echas a caminar tras ellos. Intuyes adónde van, pero quieres verlo con tus propios ojos, comprobar que no es una alucinación. O quizá todo esto no sea más que un absurdo sueño provocado por las historias del viejo Anxo, aunque no recuerdas haber vuelto a casa de Maruxa.
Pese a lo que esperabas, la procesión no se detiene en el santuario. Continúan su marcha hasta el mirador, que también dejan atrás. Un límite que nunca antes habías cruzado pues ahí ya no hay camino por el que seguir, sino un desnivel en el campo a través de unos doscientos metros que termina en el oscuro océano.
Te cuesta seguir su ritmo. Nada detiene su lento avance, mientras tú sorteas rocas y esquivas las afiladas púas de los tojos. Tampoco ayuda el mucho orujo consumido. Suerte que llevas la linterna del móvil.
El único sonido que se escucha es el de tus pasos inseguros y el de tus jadeos, cada vez más fuertes.
Tras una larga caminata, llegáis hasta la orilla. No hay playa, sino un conjunto de rocas que se precipitan en las negras aguas.
Insectos, reptiles, anfibios y humanos, siguiendo el estricto orden de la procesión, se meten despacio en el mar. Contemplas en silencio cómo sus cuerpos van desapareciendo, tragados por un océano extrañamente en calma. Los iluminas con tu móvil —no reaccionan— todavía buscando entre ellos el rostro de tu madre.
En pocos instantes, todos han desaparecido. Y el Atlántico recupera su agitación habitual. Agotado, descansas un rato sobre la fría roca.
La luz del amanecer irrumpe de repente. Remontas la cuesta hasta el mirador, todavía dudando de que no estés en un sueño.
Tu primera parada es el aparcamiento, donde te espera tu coche sin furgonetas que lo aprisionen. Después vas a casa de Maruxa a recoger la maleta. A la pobre mujer le sabe mal cobrarte la noche, pues ni siquiera has usado la cama. Le dices que no se preocupe, que le agradeces que te la alquilara sin conocerte.
Subes a tu coche. No has dormido —o quizá sí—, pero debes marcharte cuanto antes. Terminar el ritual. Mientras te alejas, miras por el retrovisor. Poco a poco, San Andrés desaparece engullido por la bruma.