Un amplio y plano estrecho de tierra color verde limón, adornado de repente por tercos arbustos, marcaba los lindes del río en el pueblo de Tikarampur. Es un campo de mostaza que florece. El frondoso verde del campo contrasta fuertemente con el dique marrón y polvoso que corre a lo largo del pueblo. Los surcos hechos por la mano del hombre entrecruzan el campo en patrones geométricos cuidadosamente diseñados y ayudan a los granjeros a delimitar su tierra de labranza. Cada parcela tiene un espantapájaros único. Si uno tiene una camisa de futbol andrajosa atada a una cruz hecha con palos de bambú, con una olla de barro pintada haciendo de cabeza, el otro tiene un sari que envuelve un crucifijo similar, con la cabeza hecha de heno y ojos de brazaletes rotos. Los surcos llenos de agua son el hogar de sapos que croan incansablemente durante la noche, cuando las hambrientas serpientes salen arrastrándose de sus madrigueras buscando qué comer. Durante el día, el sol juega con las plantas de mostaza que se mecen con la brisa proveniente del río, creando olas como si un mar amarillo danzara con una armonía que sólo él puede sentir y oír. A menudo, los saltamontes se quedan quietos en las hojas de las plantas de mostaza, meciéndose con el movimiento de los tallos que van de un lado al otro en esa agitación brillante, verde y amarilla. Justo por encima de las plantas, como una constelación cercana, las libélulas hacen sus piruetas. Algunas veces, las plantas se quedan quietas en una somnolencia a sotavento, hasta que el aire encuentra un nuevo cauce. Al final del campo, el Ganges fluye en una sinfonía ondulada, evitando una isla de sedimento que apareció de la nada hace muchos años. Hoy, esa isla es el hogar de cocoteros y cerdos salvajes que asiduamente caen presa de los hambrientos habitantes. De vez en cuando, la marsopa de río sale a la superficie brevemente y vuelve a hundirse en las desconocidas profundidades del río, dando un toque al lienzo que la prodigiosa naturaleza ha creado.
Es en estos campos donde Lakhan solía pasar la mayor parte del día con su amigo Pilu. Ambos tenían ocho años y sus casas estaban una junto a la otra. Pero Lakhan ya no va a los campos: en lugar de eso se sienta en el dique con el rostro entre las manos y mira ausente hacia el campo. Extraña a Pilu, quien no ha regresado de donde sea que lo llevó su familia hace seis meses. Su ribereña amistad terminó tan pronto como empezó, con un juego de canicas hace tres años.
Tikarampur no tiene pasado, como un hombre sin memoria. Nadie recuerda cuándo es que apareció en la ribera del Ganges, en el estado oriental de Bihar, ni, por ende, quiénes eran sus primeros habitantes. El pueblo se yergue como una mención oblicua en una geografía saturada. Tikarampur se ha aferrado a las penumbras sin escándalo y con cierto grado de despreocupación. El sistema social basado en la costumbre ha desafiado el cambio desde hace mucho. Con el tiempo algunos bajaron de categoría social, mientras otros asumieron un rol influyente y de gobernantes. La justicia social en el pueblo depende más de la genealogía del acusador que del buen criterio y del sentido común. Como en muchos otros pueblos del país, casta, credo y religión juegan un rol importante al decidir el curso de la vida en Tikarampur. La ley de esta tierra es parcial, intransigente y, en ocasiones, brutal. Los adinerados bhumihar, quienes por generaciones han afirmado pertenecer a las castas más altas de la región, son superados en número por los dalits, o intocables. A pesar de esta demografía desigual en Tikarampur, los bhumihar se las han arreglado para tener una repartición injusta en el modo de vida del pueblo. Todos los escuchan. Todos les temen.
También Budhia, el padre de Pilu; pero sólo porque vive en un sistema social que le exige que escuche en lugar de hablar. Él sabe que el silencio es oro, pero su silencio está cargado de angustia y desacuerdo. ¿Qué importa si él no es un bhumihar? De hecho, él ni sabe qué es: el pasado de Budhia es tan oscuro como el del mismo pueblo. Todo lo que sabe es que los bhumihar no lo quieren de vecino y que su choza de adobe y el horno de arcilla que Sita, su mujer, usa para cocinar austeramente son tan frágiles como su existencia. Muy a menudo los otros pueblerinos lo hacen sentir como un proscrito; después de todo, él no tiene tierras ni vacas ni búfalos. Sólo es un aparcero sin importancia en la ribera del Ganges; de todas formas, la sociedad lo ignora.
Pero Budhia no permitía que esos pensamientos le ocuparan la mente. A cinco pies estaba su esposa haciendo pan plano de mijo perla o bajra, que crecía abundantemente en la región. Bajra y salmuera, salmuera y bajra, su comida de todos los días. A él le preocupaba más la crecida de las aguas del Ganges que habían empezado a elevarse desde que se abrió el cielo hace una semana. El agua coqueteaba peligrosamente con la ribera. Él sabía que la tierra que había pedido prestada para sembrar mostaza quedaría inundada pronto. Miró afuera, al negro vacío, hacia el río, pero no pudo ver nada. Era un campo de oscuridad. Le parecía que el Ganges, que hacía apenas dos días estaba tan tranquilo, había empezado a desbarrar y despotricar, agitándose para azotar las tierras colindantes. Al despertar, el día siguiente, encontró agua junto al dique. Se quedó en la parte más alta sosteniendo un paraguas. El río se había desbordado en apenas siete horas de oscuridad, con sus aguas arrastrándose como una serpiente que cazaba, desenrollándose lentamente hacia el pueblo, pulgada a pulgada, lista para devorar todo lo que se cruzara en su camino. Budhia sabía de buena mano que el apetito de un río hambriento era insaciable. Cuando era muy joven, presenció cómo las merodeadoras aguas del Ganges invadían el pueblo de su padre, barriendo con todo a su paso, incluyendo a su madre y hermano mayor. Su padre lo llevó cargando sobre sus hombros, con el agua que le llegaba al pecho, hasta la seguridad de un árbol en una parcela alta junto al pueblo. De lo contrario, él también habría muerto en aquella ocasión. Ese fatídico día se había grabado en su memoria. La única persona en todo el pueblo que sabía de la miserable infancia de Budhia era Kanhaiya. Sin importar que Kanhaiya perteneciera a una familia de casta más alta, era tan pobre como Budhia y la pobreza fue el lazo común de su amistad.
Budhia se dio la vuelta y comenzó a avanzar por el centro del pueblo hacia donde, bajo un árbol de baniano que según el mito tenía ya mil años, debían reunirse los ancianos e influyentes con todos los demás. Budhia se quedó con la multitud, sentado en semicírculo sobre la tierra, y puso sus brazos en jarra, en aparente desafío, como era su costumbre. Frente a él estaba el consejo del pueblo dominado por los bhumihar. Se negó a esconderse bajo el peso de su pobreza, sin importar lo insoportable que fuera la carga. Aunque su terrible circunstancia le hubiera ganado el desprecio de los bhumihar, ellos no podían someterlo abiertamente por miedo a represalias. Según dijo el consejo, se debía evacuar el pueblo lo antes posible porque las lluvias no parecían mermar, lo que quería decir que no habría manera de apaciguar al río, sin importar los incesantes rezos a los muchos dioses dentro de las casas.
Ram Singh, el bhumihar más rico del pueblo, les preguntó a todos cuáles eran sus planes:
—¿Qué hay de ti, Budhia? Aunque no tienes mucho que perder, salvo lo poco que tengas en el cerebro, debes responder al llamado. Sugiero que apenas amanezca mañana te marches a un lugar seguro —sonrió Singh engreídamente.
Budhia, recto como una tabla, no se molestó:
—Sí, señor, haré algo.
Budhia, como muchos de sus vecinos, sabía que Singh no iría en su ayuda a la hora de partir. Pero ¿podría rechazar a otro ser humano por completo? De ninguna manera. Budhia pensó, y hasta su esposa que no era del pueblo le había susurrado en privado, que todo el pueblo probablemente esperaba verlos de regreso. Después de todo, los Budhia eran sólo aparceros, gente iletrada, empobrecida y sin lugar a dónde ir. Eran una mancha en la sociedad. Pero Budhia no se rompería.
Esa noche se vino abajo el dique. Las gorgojeantes aguas creaban remolinos, primero comenzaron a llenar las cavidades en el pueblo, después atacaron los jardines de las casas de adobe. Las casas de concreto de los bhumihar no fueron perdonadas, pero podían resistir el impacto del torrente que crecía, quizás por un día más; no como la casa de Budhia, cuyo precipicio estaba por rendirse. Al amanecer, Budhia, Sita y Pilu salieron del pueblo en una carreta de bueyes, uniéndose a decenas de personas que también huían como ellos. Mientras la caravana se alejaba del pueblo por tierras altas junto a los rieles del ferrocarril, el gigante que dejaban atrás lanzaba su último golpe. Nadie volteó a ver, porque todos sabían que el pueblo había desaparecido de la faz de la tierra. Podrían regresar a sus casas devastadas cuando amainara el agua, y eso significaba hasta dos meses, si no es que más. Sólo las copas de los árboles más altos emergían de la superficie, como pompones, pero hasta ellos serían rebasados cuando la naturaleza caníbal diera su bocado final, para lo cual no faltaba mucho.
Dos meses después, Budhia llamó a Ram Singh desde un teléfono público en Patna. Su tío, Vikas, quien se ganaba la vida pintando automóviles en un taller en Patna, ofreció asilo a su sobrino y a la familia de éste mientras el cauce estuviera destruyendo los pueblos del estado. Ellos habían llegado como empacadores de alfombras, sin saber cómo iban a obtener su próxima comida o hasta cuándo podrían conservar un techo sobre sus cabezas. Hasta Vikas sabía que la estancia de su sobrino tenía fecha límite. Él mismo no ganaba lo suficiente para mantener a su familia y ahora tenía a Budhia, Sita y Pilu. Vikas fue brutalmente honesto con Budhia:
—Mira, puedes quedarte por un tiempo, pero mientras estés aquí debes trabajar. No puedo alimentarlos gratis. Le puedo pedir al dueño del taller que te contrate para que pintes y limpies automóviles, ¿está bien?
Budhia no tenía más opción.
Budhia esperó a que Ram Singh contestara su llamada; cuando lo hizo, se identificó:
—Señor Ram Singh, soy Budhia —hablaba alto y con aparente gusto, lo cual se entendía porque no se había contactado con alguien de Tikarampur desde hacía mucho tiempo. Se sentía en casa tan sólo con una llamada.
—Oh, claro, Budhia, ¿cómo estás?
—Estoy bien, señor. Estoy a salvo con mi tío. ¿Qué novedades hay del pueblo?
—No mucho, Budhia, sigue bajo el agua. Todavía sigue lloviendo en Tikarampur. Llámame en un mes, espero poder darte buenas noticias para entonces —Ram Singh interrumpió abruptamente la conexión.
Budhia se preguntaba cuánto tiempo le tomaría al agua volver a su veta madre. ¿Sesenta días? ¿Setenta días? ¿Noventa? No tenía ni idea. Su vida en Patna lo había reducido a un estado de total desesperación. Se sentía prisionero de la miseria que lo rodeaba en el taller. Además, le preocupaban las fricciones que obviamente ya tenía con la familia de su tío. Él, Sita y Pilu estaban casi sobreviviendo de la caridad.
Budhia sabía que apenas fuera posible tenían que regresarse al pueblo, si no los desacuerdos esporádicos seguramente se harían más grandes hasta que un día explotaran incontrolablemente, dejándolo sin más opción que pedir prestado, mendigar o robar. Ninguna opción le apetecía. Por la tarde, en el pequeño cuarto que les habían dejado, Budhia miraba a Sita mientras cocinaba. Se reprendió por ser un total fracaso, por hacer a su familia pasar apuros que no se merecían. Veía la fingida calma que envolvía el rostro de Sita. No obstante, detrás de esa fachada, Budhia podía sentir que los ojos de su esposa estaban ahogados en un diluvio invisible. De vez en cuando, la encontraba con la guardia baja, con lágrimas derramándose por la comisura de sus bellos ojos color miel. Pero, como una verdadera y solidaria compañera de vida, Sita nunca lloró, por temor a que su debilidad desatara una funesta depresión en su marido y eso lo orillara a hacer algo horrendo. Budhia también pensaba en Pilu, quien quizás crecería como un árbol torcido desde retoño, doblado deliberadamente cerca de la base del tallo. Budhia debía regresar al campo de mostaza, al aire puro que ningún artilugio mecánico se atreviera a envilecer esparciendo humo venenoso, al imperdonable flujo del río que estaba dispuesto a perdonar. Ser pobre en su propia casa era radicalmente diferente de ser pobre en la casa de alguien más.
Budhia llamó a Ram Singh nuevamente; habían pasado casi tres meses desde que salieron del pueblo. Singh se lamentó porque el pueblo todavía no estuviera listo para que lo habitaran. Quince días después lo volvió a llamar y Singh le dio la misma respuesta. Llamó a Ram Singh al día siguiente, y al siguiente y el siguiente a ése. Las llamadas continuaron, pero el celular de Singh nunca estaba disponible. Mientras caminaba de regreso al taller, Budhia levantó la mirada al cielo. En su lucha por sobrevivir se había aislado del mundo exterior y ni siquiera se había puesto a reflexionar en cómo se veían las cosas a su alrededor. El cielo era azul rey, con pequeñas bolitas blancas de nubes saltando como ovejas perezosas que se rehúsan a ser pastoreadas. La luz del sol caía sobre su arrugada frente. Había olvidado ver la luz después de trabajar largas horas en el oscuro aprisionamiento que llamaba taller automotriz, agachado entre defensas y maleteros que necesitaban arreglo. «Por Dios, el cielo es tan claro ahora, debe estar soleado en Tikarampur». ¿Soleado? ¿Entonces por qué Ram Singh seguía diciendo que la inundación no había bajado y que el cielo seguía gris sobre el pueblo?
Dos días después, Budhia y su familia salieron rumbo a Tikarampur. Budhia supo que debía labrar la tierra hasta devolverle su fertilidad. Pero entonces supo que también sabía hacer algo más: pintar carros usados. Si había problemas con el cultivo podía intentar buscar un trabajo en la cercana ciudad de Munger. Cuando Budhia y su familia bajaron del autorickshaw (1) a la entrada del pueblo, una banda comenzó a tocar música popular para la fiesta de bienvenida. El jefe del pueblo y Ram Singh lo abrazaron antes de acompañarlo a entrar, como si se tratara del hijo pródigo que regresa de una tierra lejana. Budhia caminó hasta su choza, la cual había sido arreglada por el comité de socorro del pueblo. En el centro del patio había ollas donde cocinaban aromáticos platillos. El pueblo entero estaba preparando un festín para celebrar el regreso de Budhia. Su historia pudo haber tenido un final de cuento de hadas como éste.
Pero los cuentos de hadas y la realidad nunca son sinónimos. Al amanecer, Budhia, Sita y Pilu se bajaron de una carreta de bueyes en la entrada del pueblo y comenzaron a caminar hasta su casa, creyendo que no verían a nadie después de que Ram Singh dijera que Tikarampur todavía no era habitable. Sintió mariposas en el estómago mientras caminaban, paso a paso, hasta las entrañas del pueblo. Para su sorpresa encontraron a todo el mundo en su faena. La vida se desarrollaba igual que antes de la inundación frente a sus ojos. Estaba perplejo. ¿Qué podía ser esto? Por un lado, Ram Singh había insistido por meses que la afluencia del agua no había retrocedido; por otro lado, encontró al pueblo lleno de gente como siempre, rebosante de actividad cotidiana. Budhia aceleró el paso y, mientras lo hacía, pudo ver gente bien conocida que lo miraba con ojos inquietos. Comenzó a correr hasta su casa. Pero su casa ya no estaba ahí. En su lugar se había levantado un edificio de ladrillo de dos plantas. Budhia no pudo creer lo que estaba viendo. Miró a su alrededor, todo estaba igual, nada había cambiado, salvo la casa de ladrillo que ahora estaba donde antes estaba la suya. Una multitud se reunió detrás de Budhia. Él volteó y vio entre la gente a Kanhaiya con un hacha en una mano y leña en la otra. Kanhaiya dejó la leña en el piso, se acercó y con ambas manos en los hombros de Budhia le susurró al oído:
—Ésa ya no es tu casa. Ésta la construyó Ram Singh para su yerno.
—Pero ¿dónde está mi casa?
—Tu casa cayó en un designio que no pudiste ver ni leer.
Kanhaiya apartó su rostro, negándose a ver los abatidos ojos de Budhia. Lentamente, la historia completa comenzó a desentrañarse en casa de Kanhaiya, quien le ofreció un almuerzo a Budhia y su familia.
Budhia, siendo iletrado, grosero, insolente y pobre, era el menos apreciado en el Tikarampur gobernado por los bhumihar, así que Ram Singh y sus secuaces concibieron un plan. El agua bajó veinte días después del diluvio y al trigésimo día la gente había comenzado a regresar a sus casas. La inundación le había dado a Ram Singh la oportunidad que necesitaba. Él sabía que, aunque Budhia fuera algo rebelde, jamás lo enfrentaría. Además, Ram Singh tenía a sus secuaces contentos con dinero que les daba ocasionalmente. También era consciente de que nadie se atrevería a cuestionarlo por sus acciones mientras él siguiera siendo rico y poderoso. Así pues, cada vez que Budhia llamaba desde Patna, lo mantenía alejado diciendo que el pueblo seguía bajo el agua, aplazando el regreso de Budhia todo el tiempo necesario para arrebatarle su tierra, demoler su choza y construir su propia casa de ladrillo.
—Lo sé, Kanhaiya, he sido un tonto. Ahora necesito hacer algo y hacerlo pronto.
Los ojos de Budhia lanzaban llamas.
—Claro, puedes comenzar una nueva vida en algún taller de Munger. ¿No acabas de decir que pintabas carros usados allá en Patna?
—Así es.
—¿Entonces qué harás?
Budhia se levantó, dejando su plato a medio comer. Hizo una reverencia por primera vez en muchos meses, tomó el hacha de Kanhaiya del patio y caminó a la salida.
Se quedó ahí un rato, tomó aire y volteó hacia su amigo.
—Voy a pintar este pueblo de rojo.
Traducción del inglés de Carlos Ponce Velasco.