Preparatoria 5 / 2014 A
Circunstancias ajenas pasaban frente a mí, la luz del semáforo cambiaba constantemente sin parar. Las doce con veinticinco minutos: para mí ya era demasiado tarde y obviamente mi madre estaría detrás de la puerta cuando regresara, se estresa demasiado cuando llego tarde a casa, y solo se pasa mirando el reloj, como si eso ayudara. Lo sé porque hace lo mismo cuando mi hermana no llega, pero nunca lo he entendido, ¿por qué le costará tanto trabajo separarse de mí?
—¿Estás bien? —me preguntó mi mejor amiga Camila.
—Creo que sí —le contesté con demasiada inseguridad.
Sabía que llegar tarde a mi casa me traería muchos problemas, así que seguí caminando. Doblamos la calle a la izquierda y el reloj continuaba con su insoportable movimiento, traté de esconderlo en lo más profundo de mi bolso para olvidarme un rato de él.
—Ya casi llegamos, no hay de qué preocuparse —dijo Camila, al tiempo que se le dibujaba una falsa sonrisa en su cara.
—Sí, ya sé —respondí con la más desleal afirmación.
Solo una pequeña calle faltaba para arribar a mi destino. Llegamos, toqué y nadie abría la puerta, supuse que era por el enojo de mi madre. Tres veces más hasta que por fin se abrió la puerta. Ahí estaba ella, sin ninguna preocupación, con tanta serenidad.
—Mamá, ya llegué —le dije, tratando de disimular mis nervios ante algún regaño.
—Eso ya lo sé, si no, no te estuviera viendo —me respondió, riéndose de lo anterior.
Me sentí completamente extraña y fuera de contexto, sabía que ella no debería estar feliz (aunque por otro lado qué bueno que no estaba molesta), eso no era normal, y quizá algo malo le estaba sucediendo. De inmediato traté de cuestionarla.
—¿Mamá, sabes qué hora es? —le pregunté con mucha atención.
—Por supuesto que sé, hija —respondió con demasiada naturalidad.
—¿Qué hora es? —traté de insistirle.
—Hora de dormir al bebé —respondió ella.
Corrí a revisar la casa, antes había dejado sentada a Camila en la sala. Seguí corriendo y buscando hasta en el último rincón al bebé del que ella hablaba. Fue tonto de mi parte hacer eso pues en realidad no había ningún bebé en la casa. Volví con mi madre y la observé como nunca lo había hecho. Ella preparaba cena; en realidad ya la tenía hecha, los platos ya estaban servidos en la mesa. Además, todo era muy raro porque a esa hora ella y mi hermana ya habían cenado. Respiré profundo y conservé la calma (siempre hago esto ante un problema).
—Hija, ya ven a darle de cenar al bebé —gritaba mi mamá.
Otra vez con eso del bebé, pero de qué habla mi madre —pasaban pensamientos sobre mi cabeza—. Traté de seguirle la corriente, tal vez solo estaba bromeando conmigo o quizás sí había un bebé, no sé; yo no lo vi. Salí de la casa y revisé de nuevo todo, desde la calle hasta el último cuarto de la casa. En realidad no era mucho pues la casa es pequeña y de algo sí estaba segura: no había ningún bebé ahí.
Por fin pensé con más tranquilidad e inventé pretextos solo para que Camila se fuera a su casa, total ya era muy noche. Al fin hice lo que debí haber hecho desde el principio, lo más lógico, le pregunté a mi madre qué pasaba y por qué esa insistencia con un bebé inexistente.
—¿Pero de qué bebé hablas, mamá? —la cuestioné directamente.
—¡Hija, no hables así de ti misma! —me respondió, segura de lo que decía.
—¿De mí misma? —contesté. Ahora sí estaba verdaderamente confundida.
—Sí, tú eres mi bebé y estás en mi vientre, por lo tanto, tienes que cuidarte como yo te cuido —dijo ella.
—Bueno, yo creo que ya me voy —escuché la voz de Camila tan asustada como yo.
—Sí, como gustes, ya es demasiado tarde —fue lo único que se me ocurrió responder en ese momento.
Estaba asombrada, y más porque ya no me acordaba de su presencia. Se salió y ni siquiera se despidió cordialmente de mi madre como lo hubiera hecho antes.
—Mamá, ¿por qué estás diciendo esto?
—Hija, no vuelvas a cuestionarme de esa manera, te pareces a Marcos.
Sabía que cuando se enojaba conmigo llamaba por su nombre a mi padre. No sé por qué lo metía en el tema, ellos estaban divorciados desde hacía mucho tiempo y casi nunca lo mencionaba. Mis padres siempre me quisieron a pesar de los conflictos que tenían y que pude comprender hasta hace poco, pero que mi madre tomara ahora estas actitudes e imaginaciones ya era mucho. Se sentó, estaba viendo y acariciando su estómago como lo haría cualquier embarazada —claro que mi madre no pertenecía este grupo de mujeres—. Volví tan temerosa a otro encuentro con ella, no sabía con qué barbaridad saldría ahora y ya me estaba desesperando, todo en mi mente era confusión.
—¡Mi madre ha perdido la cabeza! —me decía a mí misma.
—Cuando salgas de aquí, serás la niña más bonita, te llamarás Imelda y nunca nunca crecerás. Siempre te tendré solo para mí —se decía a sí misma, volteando a ver una y otra vez su estómago y acariciándolo como se acaricia a cualquier animalito.
En el psiquiatra, volvió a mi mente una imagen aterradora: mi padre salía de la casa y la dejaba a ella con un pequeño bulto entre sus brazos. Solo imágenes borrosas que no sabía por qué estaban ahí si nunca las había vivido.
Desde entonces el tiempo fue prisionero de mi madre y solo eso le importó.