Retazos de sol y tiempo

Juan Fernando Covarrubias

Guadalajara, Jalisco, 1980. Su libro más reciente es «Las disputas entre la mosca y el hombre». (Libros Invisibles, 2021).

A mi madre, que habitó, en la memoria  y con palabras,  el pueblo de Placeres

1)

Tengo la certeza de que no llegué a conocer a Jesús Gardea cuando leí el primer libro de él, la novelita El sol que estás mirando; sino en el momento en que aquilaté (después de dicha novela y unos cuantos libros de cuentos) que lo que él hacía con la escritura era contarnos la vida. Su vida, de algún modo. La de todos. La nuestra. La mía.

2)

El sol se había ido levantando en el cielo de la mañana y ya no entraba como espada al camión: estaba recogido en los asientos y sobre la mezclilla azul de mis pantalones.

(El sol que estás mirando).

3)

La Santa María onettiana. El París modianesco. El Yoknapatawpha faulkneriano. La Comala rulfiana. El Santa Fe de Saer. El Nueva York austeriano. El Tel Ilán amosoziano. El Placeres gardeano (Ciudad Delicias, Chihuahua).

Placeres es una solitaria geografía donde el tiempo se detuvo.

4)

Componer (escribir) siguiendo una secuencia análoga a la de la frase musical.

El renglón anterior lo recomienda, en El arte de la poesía, Ezra Pound a los poetas. Como narrador, Gardea es un poeta.

5)

A Placeres, esa comarca del deseo de Gardea, se le podría considerar un entramado de trazos y límites fantasmales cuya línea última estaría marcada por el dedo del sol: ahí donde el sol puede andar a sus anchas algo existe, pero donde la sombra abre su territorio entonces el paisaje es impreciso, inatrapable, una estación del desamparo.

6)

«Máteme a iras.»

(«Según Evaristo», en  Septiembre y los otros días).

7)

El pueblo. El desierto. El llano. La casa vieja. Es decir: la oquedad. Lo arenoso. Lo solitario. Lo salitroso. Tales podrían ser los cuadrantes geográficos de la región gardeana: sí, una región afantasmada y delirante. Una extensión abigarrada y arisca. Un solar intrincado y poblado de Minotauros enloquecidos por querer dar con la puerta de salida.

8)

El sol todo lo quema, todo lo alcanza a tocar, todo lo reduce a  un mero reflejo luminoso que arde y se estira y deviene acontecimiento en Placeres; es  decir, el sol media una transformación que no lo hace desaparecer, más bien lo asienta de forma imperecedera.

«En las horas de los grandes hallazgos, una imagen poética puede ser el germen de un mundo», escribió Gaston Bachelard en Poética de la ensoñación. El sol, en Gardea, adquiere esta estatura de origen, es suya esta potestad de principio de las cosas.

9)

«Sueña entonces con mujeres. Las posee mientras canta. Se embriaga de tocarlas y explorarlas, y no es raro que alguna le florezca entre las manos.»

(«Los viernes de Lautaro», en Los viernes de Lautaro).

10)

El silencio está omnipresente. Acuérdense del silencio. Acuérdense de esgrimir una voz, si es posible tenue, apenas audible pero suficiente para que rasgue ese velo anchísimo que pende sobre el desierto: no hay silencio más impenetrable que ese, más propenso al divague y el desangramiento de los adentros.

En el silencio no hay palabras. No hay ruido. No hay nada. Si acaso hay, nada más, silencio.

11)

«Levanté [el espejo] porque me pareció que un objeto tan brillador no merecía estar tirado, expuesto a la destrucción. Guardándolo conmigo, ganaba un poco de luz. Quería verme la cara en él. A lo mejor Felipe decía la verdad, y yo no era yo.»

(El tornavoz).

12)

Es un triángulo de conexiones y vínculos entre Winnesburg, Ohio. Escenas de una vida rural y El sol que estás mirando. El hilo que mejor ensarta a estos tres libros es que en ellos hay narración. Esto los sostiene. Los proyecta. Los desborda. Los comunica. Quien se pregunte qué es narrar, al leer cualquiera de estos tres libros podría encontrar una definición que lo dejará satisfecho.

(Por orden, Sherwood Anderson, Amos Oz y Jesús Gardea, los autores).

13)

Hubo un deslumbramiento tal por esa prosa llana, opaca y sin embargo abrillantada por la que vuelvo, cada cierto tiempo, a releer El sol que estás mirando. Novela iniciática: con gozo retorno a mirar, atento y entregado, esos renglones –espejos que refulgen como si hubiesen sido desperdigados en un llano para que dieran una dirección al mundo.

14)

Una tarde, en su departamento, el poeta zapotlense Víctor Manuel Pazarín me dijo sobre la obra de Gardea —era yo apenas un lector incipiente del chihuahuense—: el sol es un personaje más en sus cuentos y novelas.

15)

«Las sombras están de pie junto a las paredes, deslumbradas y mordidas por la resolana.»

(«Hombre solo», en Los viernes de Lautaro).

16)

Lo que quiero decir cuando menciono que la escritura de Gardea permite descubrir la vida no es otra cosa que tener la certeza de que uno mismo puede asomar entre renglones. Este tipo de escenario diáfano es un escenario común en su narrativa.

Uno. Uno y todos. Los demás, los restantes, los otros. Todos ahí, quién sabe si por fortuna o por infortunio,  aparecemos retratados.

17)

En los cuentos y novelas de Gardea no existe el tiempo. Está abolido.

18)

«…vi cómo la pena doblaba a Evaristo, recia y silenciosa, hacia la tierra. Evaristo se  encontraba delante de nosotros, como una desolación, como en  el otro extremo del mundo.»

(«Según Evaristo», en  Septiembre y los otros días).

19)

«Ni mis personajes ni yo [al sol] nos lo podemos quitar  de encima», dijo Gardea en una entrevista.

20)

Mayormente no pasa nada. O no pasa mucho. En los cuentos  y novelas de Gardea no acontece gran cosa: a lo sumo, hechos en apariencia anodinos, desengarzados de la realidad, aislados en su interpretación y se les ve transcurrir como si se viera pasar una corriente de aire llevándose consigo rastros de basura, hojas de árboles, briznas de hierba, algún objeto ligero.

El mundo como un sitio en  el que apenas se vislumbra el sol y las sombras y vuelve a empezar, en un eterno retorno que sosiega y adormece.

21)

Mapa gardeano: hay una poética del espacio en Placeres: la solitaria geografía de un tiempo inmóvil.

22)

«Yo he levantado también la vista. No hay aire encima de nosotros. Se lo comió el sol.»

(«Nada se perdió», en De  alba sombría).

23)

Cada tanto: el flujo de un acontecer que no se detiene nunca pero permanece estático. Fijo en su quietud. Quieto en  su movimiento.

En el cuento gardeano la descomposición temporal permea como un elemento  dramático más, como una  pieza de cuyo rompecabezas  no podría estar ausente. De destiempo en destiempo sobreviene el drama, su clímax, su desenlace.

24)

Vienen de la nada. Los personajes gardeanos provienen de un tiempo detenido y hacia una especie de silencio total se precipitan. En ese último trayecto, espabilados, resignados, se acomodan a contemplar lo que les queda: el mutismo en el que siempre han vivido, el abandono que les llega a sus últimas horas, la tristeza con la que han venido al mundo, la soledad que les endilgaron a fuerza de meterse en sí mismos, y la muerte como destino inequívoco y sintomático.

A propósito de cómo el destino se manifiesta en ellos, José María Espinasa apunta: «No se quejan, viven su vida y le dan profundidad. La letargia en que los personajes viven es ausencia de tiempo».

25)

«El sol le come a la mujer las piernas, descubiertas hasta los muslos, y la cara. Su vestido, de vivos colores, es brilloso y  de mangas largas.»

(El sol que estás mirando).

26)

En Placeres persiste, en general, una enfermedad contagiosa:  la desazón, el desasosiego, el quietismo, el abandono, la tristeza. El velo de una saudade cubre a Placeres. 

27)

Las mariposas amarillas no surcan el pueblo de Placeres, ni el desierto, ni el llano, ni las calles ardientes y polvosas. Lo suyo es, cabe reiterarlo, un ensimismamiento en lo mismo. Es dable pensar en una llave que gotea, lenta, pausadamente; pero al momento de querer encontrar, guiados por una escucha atenta, la citada llave, uno se ve inmerso en una casa laberíntica en la que acaba atrapado, obnubilado y hechizado bajo aquellos techos que presumen un paisaje inolvidable en los que es posible apreciar, entre otras cosas, una añosa quietud.

28)

«No pensaba dormir, pero en cuanto me senté, el sueño me ganó. En mi ausencia, el sol bajó de la cama, resbaló por el latón, caminó pasito a paso por el piso, por mi cuerpo, hasta alcanzar la ventana y saltar a la calle.»

(«La guitarra»,  en De alba sombría).

29)

«No emplees una sola palabra superflua, ni un solo adjetivo que no sea revelador.»

Pareciera que Ezra Pound hubiera escrito esto para Gardea en El arte de la poesía, José Vázquez Amaral (trad.)

30)

He enumerado algunos síntomas de esa saudade placerense, es claro, sin embargo, que resulta del todo inexplicable. La cruz en la frente, la marca de agua del nacimiento no justifica por sí sola el acuse de la saudade que impregna al pueblo: eso viene con la vida. Es decir, con el dejarse envolver por una cotidianeidad en la que el polvo atraviesa más metamorfosis y apariencias cambiantes que los mismos pobladores.

31)

La parquedad, un hondo silencio, la falta de expectativas —ni las  tienen, ni las necesitan—, el desamor y la imposibilidad de revertirlo: lo inapelable de la sentencia del destino radica en que el oriundo de Placeres trae ya, en los adentros, la resignación. Su propia saudade. Es indolente, inmutable, invariable, invencible. 

32)

«El patio estaba oscuro. El polvo de la calle, cerniéndose sobre nosotros, no dejaba pasar la luz de las estrellas y ponía blanco el cielo. Mi madre caminaba sin tropezar, con pie firme, como aconsejada por el sol.»

(El sol que estás mirando).

33)

Tierra adentro. En el hallazgo de un nuevo territorio la primera acción es ponerse en marcha, ir tierra adentro, ínsula intro. El desierto gardeano es una ínsula abierta al escrutinio, a la exploración, a la apropiación y, por último y si tal es el deseo, a poblarlo y despoblarlo.

Como un territorio afantasmado sobreviven voces, murmullos, cuerpos avejentados, lacerados por el olvido, la tristeza y el silencio.

34)

La reinvención del tiempo. Al modo del insospechado destino del doctor Parnasus —del que él mismo reniega—, en Placeres el mecanismo del reloj no funciona de modo lógico, sino contra natura: en la prolongación, en la infinitud, en el reverso del tiempo no hay escape posible. De esa intemporalidad son rehenes quienes habitan Placeres, quienes nacen, viven y mueren dentro de sus coordenadas desgastadas por las arremetidas del sol y el ataque silencioso del polvo.

El tornavoz (el que vuelve a tener voz) es la prolongación de la especie, la herencia de unos gestos y unas maneras que no encuentran su estado natural sino cuando se aproxima el fin, el corte de las alas, la última morada en que se queda quieto, boca arriba, con los ojos fijos en un cielo desierto de nubes. Cielo desértico.

35)

El ruido se mueve, se aproxima. Las piedras revientan de sol. La sequía no va a dejarnos nada; ni el juicio siquiera. Dicen que en el llano andan almas resucitadas de animales. Que llevan en orden sus huesos pisando firme la tierra. Tantos años sin agua dan para todo. Espantos y fantasmas. Suena, acompasadamente, el ruido: dos golpes y, luego, vuelta a empezar. Qué bochorno. Y, de pronto, una ola de cálido silencio. No es el de todos los días, y la ola ha arrastrado una sombra hasta mi puerta. Me oscurece el aire.

(«Arriba del agua», en De alba sombría).

36)

Territorio afantasmado. No es posible concebir un dibujo en el que tenga cabida un territorio vasto, inabarcable con los ojos, en continua extensión, propenso a la desmesura, donde pululen como animales carroñeros las minúsculas porciones de polvo que, voraces, indestructibles, todo lo colman, todo lo distorsionan, todo lo ocultan, todo queda sepultado bajo su potestad.

37)

Al mapa de Gardea no lo limitan ni el desierto, ni el llano. Más aún, sus personajes se encuentran, actúan, sobreviven a sus anchas arenales adentro. Y, sin embargo, no basta un soplo para que se desvanezcan en ese aire polvoso, de canícula perenne.

38)

«El sol me sacaba la sombra  y me la ponía delante. La sombra me hacía pensar. Habíamos nacido todos sombras.»

(«Difícil de atrapar», en Difícil de atrapar).

39)

Actuar a expensas, y a pesar, del sol de todos los días. Y cuando este falta, en esas raras ocasiones, el devenir  es descolorido.

40)

«No es necesario que el valor principal del poema [del cuento o la novela en el caso de Gardea] sea musical, pero si lo es, la música debe ser tal que deleite al conocedor.»

(Ezra Pound, El arte de la poesía,  José Vázquez Amaral [trad.])

41)

Por supuesto, nada en Placeres puede subsistir sin el visto bueno del sol: emperador romano que decide, con la posición del dedo —hacia arriba o hacia abajo—, quién ha de abandonar la arena para siempre.

42)

¿Cómo es posible existir en Placeres?

43)

«Mi madre entró en la cocina quejándose del sol.

—Es una lumbre que no se detiene ni en los huesos, Vicente.»

(El sol que estás mirando).

44)

A Placeres de pronto llega una amenaza: las tolvaneras que tienen su seno en el llano y se proyectan en el cielo vacío. Sus habitantes, entonces, se guardan no solamente en sus casas, tras sellar puertas y ventanas, sino que procuran sumirse en un silencio que los va devorando hasta que el sol, ese vigilante pertinaz e incansable, resquicio a resquicio, penetra de nuevo en Placeres e inunda sus cuartos, salas, patios, corredores, zaguanes, banquetas, calles. Los enciende y los vuelve cenizas en un santiamén.

45)

«En tiempos de agua, el cielo es como un perro. Gruñe, ladra. Alza la pata, y nos mea. Nos desgracia según son sus fuerzas.»

(«Nadie muere la víspera», en Las luces del mundo).

46)

La ars narrativa gardeana en sus personajes se sostiene en estos presupuestos: en la parquedad del lenguaje al que se ciñen y en su actuar meditabundo y desasosegado. La belleza que de ahí puede extraerse no es perecedera ni  finita, sino que se prolonga  en la mirada de quien los  descubre, los contempla en  su cotidianidad y los sigue  hasta que acaba su actuación o se difuminan en el llano o  el desierto.

47)

Durante aquella lectura iniciática de El sol que estás mirando supe, aunque no sabía los cómo, que en adelante Gardea me acompañaría. Dueño de esta certeza, cada cierto tiempo anuncio que he retornado a su relectura, que había ya la necesidad de hacerlo, como aquel que, cada tarde, acude, inquieto y tembloroso, a la cantina de barrio en la que es uno más  de sus fieles parroquianos.

48)

De Charles Nodier, escritor y bibliotecario, Bachelard decía que se entregaba por completo a la felicidad de nombrar, que solícito a menudo soñaba palabras y objetos y se dedicaba a dotarlos de existencia. De Gardea es posible afirmar otro tanto: es un niño que, feliz, se entretiene mañanas y tardes con sus juguetes desperdigados por el patio de su casa en Ciudad Delicias: imagina, nombra, señala, crea, define, encumbra, escribe. El demiurgo de Placeres. Un habitante de otro tiempo.

49)

De todas las lecturas que hago de Gardea vuelvo como si retornara de un viaje: con el espíritu alimentado, dispuesto a emprender la ruta interrumpida.

50)

Los renglones finales de El sol que estás mirando constituyen, a mi juicio, uno de los mejores finales para una novela:

«Pichardo se volvió hacia mi madre y le preguntó:

—¿Cómo viene, Gálvez?

Mi padre mismo le  contestó:

—Ahogándome con tanto viento, Pichardo, pero lo prefiero al calor.

Pasó un rato.

Luego, mi padre volvió a hablar (dirigiéndose a mi madre), con voz a propósito sofocada pero que yo alcancé a oír:

—Francisca –dijo–, ya  no volveré.»

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