Reminiscencias / Berenice Hernández Arreola

No recuerdo el día que conocí a mi abuelo. Él tenía cincuenta y cinco años. A partir de entonces, lo que conservo es un cúmulo de imágenes, más nítidas o más difusas. Podrían ser fotografías, pero no lo son porque todas están asociadas a sonidos, olores, sabores, sensaciones profundas de alegría o sobrecogimiento, vuelcos del corazón, voces, gritos, llantos, carcajadas; infinitos objetos y pequeños detalles. Tan es así que podría hacer un interminable recuento, salvo que lograra concentrarme en las presencias más claras y definitivas hasta hoy.

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Yo, brincando en una cama vieja con cortinas, en medio de un cuarto desordenado, lleno de objetos extraños que me atraen o me fascinan; en el centro de una gran mesa de madera, una máquina eléctrica gris con teclas verdes, con su cubierta de pana roja vieja. Botellas y vasos en las mesas, siempre.

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Mefistófeles con su espada al cinto presidiendo las reuniones en una habitación de la cabaña a la que solíamos llamar «la biblioteca», donde las personas mayores jugaban ajedrez y tomaban vino casi todas las noches (El Diablito, Don Pedro…). Afuera, el cerro y la noche silenciosa.

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Cuatro niños pintando de rojo con fragmentos de ladrillo los caballos de ajedrez de piedra en el patio de atrás de Río Guadalquivir 75; siempre me pregunté quién y cómo los regresaba a la normalidad durante la semana. Leonor, nuestra casera, que nos aguantó durante tantos y tantos años.

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Los viajes en el camper para las vacaciones con inesperadas escalas (Querétaro, Morelia, Camécuaro, Quiroga, cualquier pueblo); mi tío Toñito como copiloto. Crecí creyendo que Guadalajara y Zapotlán estaban demasiado lejos de la Ciudad de México, que era imposible llegar en un solo día.

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Las paradas en las lagunas para fotografiar las garzas blancas y morenas que habían llegado a la región desde África en una tromba, el día que llovieron ranas y muchas otras creaturas, contaba él que contaban.

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El equipo de ping-pong que formó en Zapotlán (Pedro, Gustavo, David Enrique, Víctor…), todos con su uniforme, llegando a la Ciudad de México para participar en un torneo al que los había inscrito.

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Nosotros en una noche oscura, sin luz, en la cabaña, tomando chocolate con pan de las tías y escuchando historias aún más oscuras que nos impedirían dormir, ya fuera planeando cómo asustar al otro (en eso mi tía Claudia y mi abuelita eran las expertas), o juntando las camas y levantando pequeñas tiendas con sábanas y cobijas para protegernos de los malos espíritus que se formaban y se asomaban entre los ventanales, los árboles y el cerro. Eso y el concierto de lechuzas, ranas, grillos, crujidos, pasos y tintineos, inexplicables para nosotros en aquellos tiempos.

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La tormenta que arrasaba con todo detrás de las ventanas, incluso con el pueblo y la torre de San Antonio, a lo lejos, incluso con los árboles más cercanos; eran tardes largas en las que todo se desdibujaba, dejándonos aislados y medio mudos en medio de la nada.

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Los paseos en bicimoto por los empedrados y calles de Zapotlán, yo en el asiento de atrás y mi hermana Mireya adelante, en la canastilla, acomodada no sé cómo. El día que mi mamá casi le dejó de hablar al vernos llegar a la librería de mi tío Orso a los tres en las mismas posiciones, tras un emocionante recorrido por Chapultepec y Reforma en una motocicleta Honda que le habían prestado y estaba probando.

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El olor a pegamento Uhu y a raquetas de ping-pong con hules nuevos; el olor a sudor del salón de ping-pong en Moras o Guadalquivir o Zapotlán. El rechinido de los tenis, el peloteo y el silencio que por decreto había que guardar en los momentos decisivos.

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El aroma o los aromas de las mil y una tiendas de ultramarinos que visitábamos cada día, aquí y allá (La Naval, Elizondo, La Espiga, La Europea de avenida Américas, La Mancha, La Casita, Goiti), para comprar vinos, latas, chocolates, quesos, galletas, panes, embutidos, lo que fuera.   

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Los mercados; el de Zapotlán o Santa Tere; escoger bien las frutas y verduras; llevarse siempre las mejores, aunque hubiera que hacer trueques y renegociaciones de un puesto a otro. El olor de la carnicería, la selección y, después, ya en la casa, la precisión de los cortes (todo acompañado de minuciosas explicaciones). El olor de los camarones secos, las manos rasposas después de limpiar cien o doscientos para las tortitas, o las tostadas, o los tacos de chile de camarón.

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Los cuatro en medio de un batidillo el día que se le ocurrió que hiciéramos un ajedrez de yeso, que después pintamos y quién sabe en dónde quedó.

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El buró lleno de libros y pedazos de kleenex cuidadosamente cortados para que sirvieran como separadores; un walkman con sus audífonos, muchos cassettes y trozos de chocolate y pulparindos y geluciles. Él a las tres de la mañana leyendo y masticando. La tétrica cama de Drácula en la que nadie más quería dormir.

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Las galletas Dominó (¿existirían realmente?) guardadas en los lugares más insólitos; es lo único que recuerdo que escondía. El jugo de lima en la mañana en el portal; había que ir en moto y comprar el periódico de paso; el agua de los cocos que él traía y que nos abría Pablo, el velador, a medio día.

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Mi abuelito ya en su recámara y los cuatro celebrando el año nuevo debajo de la cama con mi abuelita en el tapanco, para que no nos fuera a pegar alguna bala perdida. Supongo que el resto de la gente celebraría el año nuevo de otras maneras.

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La noche que murió Rulfo. Llegó ya muy tarde, abatido, a nuestra casa en Sinaloa: «Se murió Juan», fue lo único que dijo. Después de un rato de conversación, silencio y confusión, mi papá lo acompañó al velorio. Hacía mucho frío.

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El olor a vino tinto y humo y libros y papeles y polvo durante las partidas de ajedrez en donde fuera; las bromas, las carcajadas sonoras, las conversaciones, las voces graves de Enrique y Eduardo Lizalde, Enrique Rocha, Luis Ignacio Helguera… Hasta que alguien con determinación impusiera el silencio, para después volver a comenzar con los «dimes y diretes».

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La habitación en el Camino Real para ver el Grito, aunque todos tuviéramos una casa en donde verlo y pasar la noche. En realidad, cualquier pretexto era bueno para hospedarse un fin de semana en el Camino Real y usar la alberca y jugar ajedrez por la noche (eso no variaba, llegaban todos). Los desayunos, el sábado temprano ahí mismo o en el María Isabel; o en algún Sanborns del Paseo de la Reforma, cuando había prisa.

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La Librería Francesa, donde podía tomar un cuento cada vez, por las ilustraciones, claro. Eso nunca cambió; siempre en la librería pude escoger un libro, rigurosa y formalmente autorizado, eso sí; incluso ya en Guadalajara, en el puesto de periódicos de Morelos al que íbamos cada día con Jorge, su asistente; o en la librería Gandhi, que en aquel entonces estaba en Chapultepec y Efraín González Luna. El día que, en su departamento de Mar Caspio, de manera inseperada, me regaló su edición de Relación de los hechos dedicada por José Carlos Becerra, porque sabía que me gustaba.

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Los riñones al jerez que preparaba en las pequeñas cocinas de sus departamentos en los ríos del D.F. (Guadalquivir, Nilo, De la Plata…). Las comilonas, todas, incluidos los desayunos en Zapotlán con tamales de elote y de ceniza; las tortillas de maíz azul y las galletas encaladas que hacía mi tía Cristina; el chinchayote, el camote del cerro y las pitayas, cuando era tiempo; el vino, siempre. Aunque él en realidad comiera poco, era quien decidía el menú y recolectaba los ingredientes cada día. No era raro que, estando todos en la mesa a punto de comenzar a comer, decidiera ir al mercado por una sandía que se le había antojado.

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El local de Guadalquivir que alguna vez fue la librería Arreolarte, pero que tiempo después, durante muchos años, fue la sala en la que se jugaba ajedrez; en realidad era el cuarto donde mi abuelito se hospedaba cuando iba a México, pues ya vivía en Guadalajara; lleno de algunos de sus objetos (cuadros, sombreros, gorras, bastones, libros, sacos de pana, chalecos…). Al fondo, un cuarto angosto con una pequeña cama.

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La época que pasamos ordenando su archivo. Guardaba todo (cartas, contratos, recibos, notas de la tintorería, envolturas de chocolates), decía que un día iba a escribir sus memorias. La realidad es que estaba todo revuelto en cajas (efecto, tal vez, de las múltiples mudanzas). Por la mañana comenzaba la labor clasificatoria: separar las cartas manuscritas en pequeñas hojas y rearmarlas (por tipo de letra, papel, y claro, el contenido). Era como estar armando un rompecabezas metafísico, por la variedad de «cosas» que íbamos encontrando y acomodando en montoncitos sobre la gran mesa. El misterio, que hasta la fecha no logro explicar (aunque podría intentarlo), es que cada mañana aparecía de nuevo el desorden del primer día y la mesa vacía. La labor en realidad duraba poco, pues pronto había que salir a hacer el recorrido del día. Conforme fuimos abandonando la empresa (no el recorrido), pensé que lo que quería, como siempre, era compañía; tiempo después pensé que tal vez quisiera acompañarme él a mí, pues hacía dos o tres meses había muerto mi papá. Así que a ambos nos vino bien estar juntos; fue la época que más nos acercamos. Y continuaron los viajes, de Mar Caspio a Río Guadalquivir, y al Camino Real, y después a Río Nilo (el último departamento que tuvo en el D.F.).

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El aroma de la maderería y de su taller en Zapotlán, donde aprendimos los nombres de las maderas con las que hacía sus muebles y construía y reconstruía su casa (ésa era una labor permanente): palo de rosa, barcino, tampicirán, cedro, palo fierro, primavera… León, el carpintero.

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Las visitas al sastre, El Pescado; ir a escoger corbatas; el olor de los libros recién encuadernados.  

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El Tapatío a punto de arrancar y mi abuelito bajándose a comprar una revista en el andén, mientras nosotros, angustiados, lo mirábamos desde la ventana caminar y después correr para alcanzar a subirse al tren, que comenzaba a avanzar.

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Las mínimas conversaciones que lográbamos tener con él cuando ya estaba enfermo en su cama, en su casa de Córdoba. Una de las últimas veces le conté que iba a ir a Berlín y a Praga; él se quedó pensativo, como siempre; de repente se le encendieron los ojos y me dijo: «Yo también voy a ir a Praga». Quedamos de vernos allá. Yo tenía veintiocho años.

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No estoy siguiendo un orden geográfico o cronológico. Resultaría difícil. Porque todos fuimos y vinimos; vivimos en Río Guadalquivir 75 (mi papá, mi mamá y yo misma cuando nací), y después en Sinaloa 218, y después en Guadalquivir, y después en Sinaloa, entre muchas otras calles. Porque mi abuelita era una persona de carácter sereno, en comparación con él, pero siempre curiosa y dispuesta al giro, a la anécdota, al gozo y a la búsqueda de un nuevo departamento donde continuar la historia. Es decir, que no recuerdo alguna época de la vida con ellos sin cambio y sobresalto; sin mudanzas y despedidas; sin grandes y pequeñas empresas cotidianas.

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Mi abuelito regalándome una pequeña guitarra a los dos o tres años y regañándome porque no le hacía caso; mi abuelito regalándome un pequeño violín a los siete u ocho años, que aún conservo. Mi abuelito regalándome un chelo y regañándome porque no le hacía caso; el chelo, como sí era de verdad, fue devuelto a los pocos días, no porque yo no quisiera tocarlo, sino porque la compra del piano de mi hermana rebasó las posibilidades de inversión en instrumentos musicales de aquel año. El último intento fue un arpa antigua que compramos juntos, ya en Guadalajara, con la ilusión y el compromiso por mi parte de aprender a tocarla; nos vimos obligados a regresarla de manera inmediata, cuando supimos el costo de las reparaciones. Pero pienso en la música. En las sesiones musicales por las noches de todas las casas y los departamentos por los que pasamos; sesiones encabezadas por él, mi tía Claudia y mi papá, principalmente. Tal vez mi momento favorito fuera ése, porque de alguna manera brotaban por fin un silencio compartido y un deseo común. Pienso en las mil historias contadas por cualquiera de ellos: Juan José, Sara, Claudia, Fuensanta, Orso, Jorge, Beatriz; y en nosotros cuatro, José María, Alonso, Mireya, Berenice, tan convencidos de que la vida era eso.

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La vida, o cómo vivirla. O cómo separarla del deseo, de la realidad, para convertirla en palabras; el amor incondicional por ellas, las palabras, por su sonoridad y misterio cuando son las cosas, y cuando son la música, el ritmo; sus posibilidades infinitas.

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Su mirada atenta capaz de descubrir en el momento menos esperado y en el objeto más simple la belleza («que te lo da todo y no cuesta nada»); la sorpresa y la magia en el reflejo de un conjunto de luces en un ventanal con el que no existe posibilidad de relación alguna, por un efecto o un pacto secreto entre ventanas y más ventanas y espejos; estar ahí. El efecto de la luz y el polvo en esa misma escalera en la mañana; tratar de descifrarlo.

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Dejarse ir para regresar con algo entre las manos; un prodigioso miligramo de esa materia extraña con la que yo imagino que él trabajaba todo el tiempo, escribiera o no; incluso cuando se quedó en silencio, incluso cuando abrió los ojos por primera vez, hace cien años.

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