Llevaba años dando vueltas a la necesidad de descubrir al Rey lo que la mayor parte de sus cortesanos le ocultaban y de aconsejarle u ofrecerle algunos arbitrios para el reino, que cada día y a ojos vistas iba consumiéndose entre los impuestos, las quintas, las pestes y los lutos y desmayos de las gentes. Y esto sin contar los lances del honor, los raptos de mujeres. No pasaba día en la Corte ni en la aldea en que no se levantase un túmulo de muerto, no se llorase una deshonra de muchacha, ni un honor fuese vengado con la sangre. Ni almuerzo, comida o cena que más de una vez no fuese puro sueño, o vanagloria luego en la solana o en la sala de hidalgos luciendo tres migajas de pan sobre la barba de las que en mejores tiempos se echaban sacudiendo los manteles en el corral de gallinas.
Él creía saber algunos remedios para tantos males, pero, aunque tenía sus buenos títulos salmantinos y sus títulos de reyes antiguos no menores que muchos otros nobles cortesanos, no vivía en la Corte y no estaba seguro de que le fuera fácil ver al Rey. Tenía desde hacía mucho tiempo recelo de uno de sus apellidos que, aunque le usaban otros con éxito, un inquisidor amigo le había aconsejado que no lo utilizase, porque siempre había recordadores y, sin ir más lejos, ahí a la puerta de la calle y ayer mismo por la mañana, doscientos años atrás, que para la honra no son tantos días, había habido Valdauras como los suegros de Luis Vives —el sabio había huido a Bruselas—, que habían sido quemados como judaizantes. De manera que había decidido irse a sus posesiones y desde allí se había resuelto al fin a enviar a Su Majestad, con unos presentes de amistad, los remedios que había descubierto en la soledad de muchos años y también en el trato con gentes muy diversas; y, por lo pronto, hacer un memorial de todo ello donde se describiese la vida de la realidad y en el que se diese cuenta y razón de las propuestas que se hacían.
Verdaderamente, sólo había estado tres veces en la Corte: la primera, siendo niño, acompañando a su padre que había ido a presentar al mocito a Su Majestad, pero no había podido hacerlo porque Su Majestad, que entonces también era un mozo, había estado con calenturas en la cama, y apenas se tenía luego en pie, y tenía mucha palidez en el rostro y como hormiguillo en las manos, y el Secretario Don José de Liria no creyó oportuno poner ante el Rey a un muchacho de su misma edad pero que era de la complexión de un toro joven; aunque dicen que el Rey Nuestro Señor le había visto por el enrejado de una escucha y había hecho intención de irse hacia él, si bien una vieja mano enguantada de dama palaciega le advirtió que una cosa así le estaba vedada a Su Majestad por la enfermedad y la dignidad de su persona.
La segunda vez que había visto a Su Majestad fue tras una batalla en la que había sido herido, y no quería acordarse si de los Países Bajos o las Indias Occidentales, y un edecán de Su Majestad le preguntó si había sido grande la herida y le había dolido mucho y él había respondido que su deber era morir por su Rey, y el edecán replicó:
—¿Y por qué no te moriste en servicio de Su Majestad, como has dicho?
Pero el Rey salió al quite y, dirigiéndose al edecán, le preguntó:
—¿Y tú por qué no fuiste a la guerra, con lo gordo y colorado que estás, y los dineros que has hecho? Yo te hubiera heredado.
El edecán agachó la cabeza y calló; y él también calló, aunque luego dio mucho en pensar por qué se nacía para morir por otro hombre sin querer morir ni matar uno mismo, porque eso le había enseñado su madre, y siempre le había parecido tan cristiano propósito. Así que olvidó las palabra del edecán y del Rey, a quien ya no pudo ver por última vez cuando fue a llevar los cálculos y proyectos o arbitrios que había excogitado allí en su retiro del Palacio de sus mayores durante años, y que un día había visitado la Reina madre, Doña Mariana. Es decir, su casa Palacio de Alcalá; y había dormido en la alcoba pequeña donde había una cama alemana, que tenía forma de ataúd, porque el cabezal de la cama era muy ancho y los pies muy estrechos.
El Palacio, por lo demás, y su huerta eran enormes, mientras que el jardín era minúsculo. Él había permanecido soltero y no se sabría cuánto tiempo permanecería aún en este estado ya que estaba prometido desde que tenía tres años a una muchacha prima hermana suya, para cuando recibiese la herencia paterna como hijo único; pero ahora estaba en trance de cumplir los sesenta, y el hecho sucesorio no sólo no se había cumplido, sino que no llevaba trazas de cumplirse durante bastantes años todavía, porque su anciano padre, de ochenta y seis años, se había quedado en la otra gran casa o palacio en las tierras que tenía en la Mancha Alta, y hacía tres veranos que le había nacido un bastardo de muchacha plebeya de catorce años, y podría ser reconocido, y esto complicaba las cosas de su herencia universal si bien parecía que sería posible un arreglo. Y el caso fue que durante esa espera tan larga, y sin salir de los alrededores de Alcalá porque tampoco le convenía dejarse ver mucho fuera de aquellos sus recintos, él había hecho verdaderamente oficio de pensador arbitrista, y, como le habían dicho cortesanos de todo partido que conocían sus propuestas, el Rey mismo tomaría cartas en el asunto y querría hacerle alguna merced en la sucesión legítima de sus títulos y herencia, en cuanto conociese el escrito de él; y la España entera, que los poetas cortesanos decían que era «como un planeta incorruptible», quizás comenzaría a recomponerse de sus miserias actuales, y dejaría de ser como un salón grande, sin mueble y sin alfombras y ni siquiera esteras donde resuenan los cacareos de las gallinas.
La vida de Don Fernando Miguel de Valladares y López de Valdaura, en todo caso, había sido, si bien se miraba, preparación de aquel acto de presentación al Rey del Memorándum de arbitrios y remedios para la situación de estos reinos —de los remedios del reino, que habría de ser su colofón.
Años enteros le llevó a Don Fernando Miguel encontrar, en primer lugar, el bufón, el enanillo o la mujercilla de placer que Doña Mariana le encargó que buscase para divertir un poco a Su Majestad de los dolorcillos y desarreglos de vientre que a veces tenía, o de la murria cuando tenía una poca fiebre, y de las melancolías constantes, de las que hasta ahora sólo le venía aliviando un perro dálmata que le había regalado el embajador austriaco a su hermana la Princesa Margarita y ella se lo prestaba sin que su hermano el Rey se lo pidiese, porque, para adivinar que iba a caer en manos de la melancolía o de la terciana, la era suficiente a ella mirarle a los ojos y ver cómo éstos se iban almendrando y entrecerrándose, y él la decía otras veces:
—¿Por qué no te has puesto el vestido azul color del cielo?
Y la Princesa decía que se la había olvidado y salía a ponérsele y, a veces, cuando volvía ya vestida con él, aunque su hermano el Rey no le pudiese ya ver porque los ojos se le habían nublado, las tercianas y las melancolías entraban más despaciosa y débilmente o se iban antes.
La Reina Doña Mariana, al marcharse de la casa o palacio de Don Fernando Miguel, ya se llevó en su séquito al enanillo que él la había buscado, e incluso algunas recetas de cocina, que ella misma pidió cuando comió en Alcalá comida tan sabrosa y muy sencillamente cocinada por la prometida con esponsales de Don Fernando Miguel, que se llamaba Cecilia Amalia de Valdés y Valladares, que había sido hija natural de un título que no se nombró porque Doña Mariana ya sabía con qué discreción era preciso hablar de aquel asunto, pero que luego había sido reconocida, y con buena dote para su matrimonio o entrada en un convento.
Pero, cuando ella, la Reina, comenzó a hablar ante lo simple y delicioso del servicio de mesa que se la hacía, contó muy por menudo que en el Palacio Real ya en el servicio de la mañana se ofrecían tres caldos con sopas diferentes, y carne y pescado más postre, y que en la cena había tres platos, uno de huevos y los otros de aves y ensaladas. Y habló igualmente del cocido español o plato preferido del Rey que hacía la cocinera real, Ana de Santillana, y en el que echaba mucho carnero y tocino y aves, además de hierbabuena y cilantro. Y a propósito de esto, luego de un respetuoso silencio, Doña Cecilia pidió permiso para decir a Su Majestad que, según muchas autoridades médicas de Europa, el cilantro era el causante en España de haber tantos españoles dementes o que vivían en el delirio, en el Palacio mismo de Su Majestad y entre los que gobernaban en su nombre el país. Y también que platos de cocción tan difícil como los que Su Majestad había citado siempre la habían dicho a ella ser muy peligrosos. A lo que Su Majestad la Reina Mariana había comentado:
—Pero el Rey dice que no quiere ser gobernado por mujeres, y todos los cortesanos y ministros, que son hombres, devoran esos platos, y no tendrían a Su Majestad en mucho si no comiese como ellos, y de ahí las indigestiones continuas y vómitos o estercaciones abundosas, según comentan los facultativos, aunque no se atreven a decírselo a Su Majestad.
Luego hizo otro silencio durante el cual sólo se oía el cuidadoso roce de cucharas y tenedores o cuchillos en la vajilla, y comentó finalmente la Señora Doña Mariana:
—Menos mal que, por alguna razón y gracia de Dios, al Rey no le engorda nada, pero a veces es, como digo, porque lo revesa o devuelve todo, y otras porque la oficina de su estómago no se aprovecha de ello.
Y añadió todavía, agradeciendo de nuevo a Doña Cecilia sus recetas de comida más sana:
—No sé yo lo que vivirá este hijo tan endeble, y si podrá dar sucesión al trono.
Y luego comentó muchas cosas de la vida doméstica y secreta, que ya no existía en Palacio porque hasta los embajadores y ministros metían su nariz en las habitaciones, y ya eran todas opiniones y habladurías tanto en las alturas como entre las gentes del servicio, y ella misma había tenido que reprender al embajador inglés, que había preguntado a un guardacamas y a una criadita de Palacio si el Rey orinaba contra la pared, citando la Biblia a este efecto, y diciendo que en el mundo, al contrario de lo que en la Biblia se decía, sólo contarían para bien los que orinaran contra la pared, o de otro modo la Corona de España sería presa de las águilas de dos y tres cabezas y de leones de muchas garras.
Y Doña Mariana, en fin, propuso a Doña Cecilia Amalia irse como Camarera secreta y verdadera y no oficial de ella, pasando por encima de quien el protocolo señalase, y a Don Fernando Miguel a la Corte o Embajada que desease, mientras llegaba la hora de su matrimonio completo, que no podía tardar mucho, ya que el rejuvenecimiento de su padre no podría tener muchos lustros. El Palacio entero reía a carcajadas con esta ocurrencia del casorio y aseguramiento de títulos para el recién nacido, dijo ella. Pero también admitió la Reina Madre, Doña Mariana, que, por el contrario, todos esos cargos que buscaban para el nuevo vástago podrían ser suyos incluso antes de su matrimonio, porque ya tenían celebrados esponsales, y su vida nada tenía que ofrecer a examen y censura de las cotorras y gacetilleros de la Corte, y tampoco haría fruncir las cejas al antiguo ministro, el Padre Nitard, en su mismo destierro. Y en esto se quedó todo, salvo que Cecilia también regaló a Su Majestad unas bolitas de antimonio que se usaban mucho en la Corte francesa para las digestiones de los cortesanos, y, desde luego, de boticarios y galenos franceses y personas de nota; con la advertencia de que esas bolitas, luego de ingeridas y hecho su efecto, habían de buscarse entre lo estercado, para que, una vez bien lavadas, volvieran a su vez a ser ingeridas, una y otra vez, por las mismas o distintas personas, convirtiéndose así en una especie de joyas u objetos preciosos, que se transmitían por herencia.
Doña Mariana solamente comentó:
—¿Y cómo es que esta reina francesa, viendo el martirio de los retortijones de intestinos y dificultades de expulsión de sus heces, que hacen bramar de dolor a Su Majestad, no sabe nada de estas bolas antimónicas?
Aunque, desde luego, habría que consultar con médicos diversos y oír sus dictámenes sobre el antimonio, no fuera que las píldoras se revelaran nocivas para la salud del Rey o se introdujese en ellas algún hechizo como en la España llamaban al quebrantamiento de la salud y los venenos.
Pero ellos, sus anfitriones del Palacio de Alcalá, no se atrevieron a decir nada más sobre el antimonio, sino que la consulta debía hacerse a los médicos, lo supiese la Reina o no. Y averiguar incluso si ella las tomaba. A lo que concluyó Doña Mariana:
—Enseguida se averiguará una cosa así.
ii
Tomó muchas y muy diversas notas Don Fernando Miguel acerca de las necesidades de Palacio y del Reino entero, y sobre los sucesos y costumbres o personas que él desconocía hasta entonces, aunque había ido anotando también anteriormente a esta visita toda la declinación y ocaso del Reino de España, y de su pueblo entero, que sólo parecía producir jugadores de naipes y de dados, fulleros, buscones altos y bajos, busconas de estropajo y basquiña gruesa o busconas de sedas, terciopelos y diamantes, fantaseadores y delirantes, empleados de nada viviendo del fisco real y el hambre de los miserables, robadores de solteras, casadas y monjas, y abundancia de salteadores de caminos o de carreteras y hasta de palacios, como había ocurrido en el caso del Conde de Villalonso mismo quien, como su muy rica tía de la que era heredero no acababa de morir, asaltó con unos cuantos amigotes el palacio de aquélla y arrambló con lo que pudo. Y los asaltantes fueron a prisión pero se escaparon luego fácilmente, y a los que volvieron a detener los ampararon unos nobles, y no pasó nada. ¿Qué iba a pasar? Como los donjuanes y sus saltos de alcoba a alcoba, y a veces de convento a convento, eran objeto de una media sonrisa, y de algunos gestos del abecedario amoroso que gobernaba el juego de los dedos y abanicos en los salones y hasta en las iglesias mismas. ¿No había que disfrutar del mundo, cuando cada día se topaba cada cual con la muerte?
Cada día era mayor la presencia de las bubas, la carne se puso a dieciocho cuartos la libra y subió el pan. Aunque lo del pan era cosa de aún más deporte y risa que la carne, y un día los panaderos de Vallecas se ofrecieron a dejar a Madrid sin pan, cuando Su Majestad quisiera, por gastar una broma. Y broma parecía, igualmente, el ofrecimiento del hermanastro del Rey, el hijo de la Calderona, Don Juan de Austria, cuando escribía al Rey para animarle a ir a Andalucía: «Creo que con haber pocos desvergonzados, hubiera menos si no se hallaran tan consentidos, que, puesto Vuestra Alteza en estos confines, se extinguirán con facilidad».
Don Fernando Miguel comentaba:
—Como si estando el de la Calderona no estuvieran ya todos los desvergonzados.
—¡Hablad bajo! —decía Doña Cecilia Amelia—. No sabemos si tenemos espías entre la servidumbre.
—Toda España es el Salón de los Espejos —contestaba Don Fernando Miguel—. Y nosotros estamos en medio. Nunca nos hemos llevado de recuerdo de Palacio ni una cucharilla de plata; pero jurarán que utilizamos una vajilla de plata entera, para divertirse con el daño que nos hacen, o si alguien se lo paga bien en la Corte por decirlo. ¿Acaso no lo ha contado Ramoncillo?
Ramoncillo Terciado era uno, el último, de los tres bufoncillos que Don Fernando Miguel había enviado a Su Majestad, y también había sido devuelto, y también por la Reina francesa, o sus amigos en la Corte. Ramoncillo Terciado había sido enviado a la Corte tras la visita escondida de Doña Mariana como el tercer bufón porque los dos anteriores habían sido muy largos de lengua allí, contando chistes contra los franceses y haciendo burla de la esterilidad de la Reina Doña María Luisa de Orleáns, y Miguelillo llegó a decir un día que había visto las piernas a la Reina cuando bajaba del caballo, y eran muy delgadas y blancas; y, cuando la Reina dijo que una reina no tenía piernas contestó con todo descaro que sí que las tenía, porque él se las había visto, y eran blancas y flacas como las de la Aguedita, que era la mendiga a la que daban en Palacio las pieles de los embutidos para sustancia de su caldo de sopa de pan. Y Juanelo, bufón que Don Fernando Miguel había enviado el primero, había muerto a poco de llegado a la Corte, atropellado por una carroza, un atardecer de noviembre en que estaba metido bajo ella, seguramente para ver los ejes y las ruedas, que era lo que más le interesaba en este mundo, y por lo que, en son de broma, se le llamaba Juanelo, en recuerdo del antiguo artífice que fabricó una máquina para subir agua del Tajo a la ciudad de Toledo. O también porque en la huerta del Rey tiraba de la noria en vez de la caballería que se ataba de ordinario para el tiro, aunque todo lo hacía para divertir a Su Majestad, a quien decía:
—Así tira Vuestra Majestad del Reino como Juanelo de la noria, y nunca se cansa de dar vueltas como si conociese ya lo que es la España; pero Juanelo sí se cansa y quiere desenganchar. ¡Que los den morcilla de arroz a los españoles, Majestad, y tiren de la noria ellos solos!
Pero Ramoncillo Terciado, aunque había sido enviado como bufón general, pronto cayó en mucha gracia y merced de Su Majestad porque era muy rezón, y entonces el Rey confiaba mucho en él porque le parecía piadoso en medio de descreídos atacados del mal francés del ateísmo o también del de las bubas, y llegó a decirle un día que, cuando le llamase y estuviese presente la Reina, comenzase a recitar la letanía general de los santos en latín y en castellano y la repitiera, aunque la Reina le mandase callar; y nunca le mandaría porque se hartaría antes y se iría, y ellos quedarían libres de jugar a los naipes o de levantar un poco las faldas a las meninas para ponerlas allí luego un par de ratones y divertirse con sus contorsiones, agitaciones de vestidos y exclamaciones y gritos.
Pero un día sorprendió la Reina a Ramoncillo Terciado, cuando al Rey le estaban pelando la cabeza para que estuviese bien limpio y no guardase un piojo en el pelo, ya que no quería lavársela porque los médicos habían dicho que tenía mucha agua en ella y no querría llenarla más, a quien el Rey precisamente daba un billete sobre que la Reina iba a venir a verle y pedía a Terciado que nunca le dejara solo con la Reina porque la tenía más miedo que a la muerte, y si él no podía que estuviera en su lugar la Catalinilla de Consuegra. Y entonces, cuando la Reina leyó el billete, mandó a dos criados suyos que atasen al bufoncillo de pies y manos, y luego quiso forzarle a que dijese que sus camaristas y criadas le habían sorprendido contando al Rey que él y la Catalinilla de Consuegra, que era dominguilla o mujercilla de Doña Mariana, a la que la Reina de ahora odiaba, no sabía hacer nada y era una idiota que ni hablaba siquiera y todo el día se lo pasaba lloriqueando y diciendo que la habían traído a Palacio el mismo día que había muerto su madre, y que cuando había besado a ésta, tenía la frente y la cara fría, y su madre no la había podido dejar nada caliente. Pero que, en realidad, Terciado y la Catalinilla tenían unos polvos para envenenar o embrujar al Rey.
Pero Ramoncillo Terciado resistió todo lo que le hicieron y no quiso decir nada de esto, y el Rey le agradeció que le sirviera tan bien; aunque, ese mismo día, apenas anocheció, unos esbirros le sacaron de su cuarto en el desván de Palacio y le llevaron a Alcalá, dejándole atado de pies y manos en el zaguán de la casa-palacio de Don Fernando Miguel de Valladares y López de Valdaura, y con este letrero escrito y colgado del cuello: «Ya le ha tocado al bufón, le tocará a su señor». Y cuando lo supo el Rey, montó en cólera, y volvió a llevar a Ramoncillo Terciado a Palacio, y la Catalinilla de Consuegra le dio un beso y le agradeció mucho su defensa y su silencio sobre lo que ella le había contado, porque en verdad que la Catalinilla era un pozo de noticias sobre el hermanastro Don Juan de Austria, y sobre todos los asuntos, porque llevaba más de diez años tenida por idiota y parecía que nadie se había privado de hablar delante de ella; y por eso la Reina nueva quería echarla.
En realidad Ramón Terciado había sido el mejor regalo a Su Majestad por parte de Don Fernando Miguel, y también el mejor regalo recibido él mismo por las noticias que le hacía llegar la Catalinilla, que le permitían estar al corriente de muchos laberintos de la Corte y aprovecharse de ello como de una fuente inacabable para asentar sus juicios y remedios políticos de la Monarquía, que escribía para el Rey solamente, aunque estaba éste tan atrasado en letras que sólo Dios sabía cuándo podría leer lo que sólo para él escribía Don Fernando Miguel.
Así por ejemplo, cuando Don Fernando Miguel abordaba en su tratado la conveniencia de la paciencia y ningún apresuramiento en política, contaba todo el intríngulis del matrimonio del Rey, a cuyas prisas él mismo se había referido cuando había escrito en una carta de Estado que sus preferencias hacia las novias que el Consejo le había propuesto se dirigían a la Archiduquesa María Antonia, pero que ésta era demasiado joven y los españoles querían rápidamente un heredero del trono. Y ya probablemente los señores del Consejo se habían reído cuando la propia Reina Mariana había recomendado como consorte de su hijo Carlos a su media hermana, María Josefa, que tenía veinte años, mientras el Rey sólo tenía trece. Y Don Pascual, el Arzobispo de Toledo, dijo entonces en el Consejo, ante tan encontrados pareceres, sobre todo en torno a la edad, que el Rey se casara con una plebeya de su propio país. ¿Pensaba en alguna sobrina suya? Nadie dijo nada entre los señores del Consejo, pero sí la Catalinilla de Consuegra, y a voces, y ofreciéndose ella con sus casi treinta años para traer al mundo los reyes que hicieran falta, ya que las reinas forasteras no sabían cómo traerlos.
iii
Desde el principio de su estancia en Palacio, la Catalinilla de Consuegra, que era una boba de una aldea de La Mancha de donde Don Fernando Miguel de Valladares la sacó, enseguida llamó la atención por sus gorduras muy bien proporcionadas, su hermoso rostro y su pelo castaño muy sedoso, aunque nunca consintió que un pintor la hiciese un retrato, pese a que la Princesa Margarita bien que se lo pidió, alegando, cada vez que la Princesa hacía esta petición, que la daba mucha vergüenza, porque, si un pintor la pintaba, decía su madre que era como si todo el tiempo, día y noche, estuviera asomada a una ventana o sentada en el cantón de la puerta de la calle o expuesta en las gradas del rollo donde iban todas las cantoneras y maldicientes, arrastrando la honra de la familia, que era pobre, pero tenía puestos sus ojos en la santidad de un tío, hermano de su madre, que era hermano lego de los franciscanos o frailes menores en el convento de su pueblo, y en la fortuna de ella, la Catalinilla, al ser llevada a la Corte para asistir a las necesidades de la Reina o darla palique, pero no a perder su pudor y su honra.
—¡Tu hazte la tontita, hija, y Dios proveerá y carrera harás! —la dijo su madre cuando fueron a buscarla—. Y, si un día te casas, que sea con hombre que parezca y sea más bobo que tú, porque sólo así saldrá bueno, y no te venderá a peso de carne o por graciosa.
Entró en Palacio a los pocos días de la muerte del señor Felipe IV, y se hizo conocer por la Reina, porque un día a los ocho o diez de que había estado revuelto todo el Palacio buscando un pendiente con un diamante casi como una avellana de grande, fue cuando se enteró ella, y fue corriendo a una escalera que iba a la alcoba de la Señora y dijo:
—Aquí está la avellana que reluce como una estrella. Llevo días y noches cuidándola para que nadie la pisase.
—Es que vale una fortuna —la dijeron.
Y respondió:
—Yo eso no lo sé. Yo lo que sé es que los pícaros de Palacio le han puesto en ese rincón.
—¿Quiénes? —preguntó la misma Reina.
—Catalina sólo tiene diez dedos en las dos manos y diez dedos en los dos pies. Hay muchos más pícaros que veinte dedos, cree la Catalinilla.
Y ella fue luego la que, en los mensajes de los días y las noches, contó a Don Fernando Miguel cómo un pícaro se hacía grande y un grande más grande y más pícaro; y que, si ella no hubiera sido boba, grande de España sería por lo de la estrella del tamaño de una avellana.
Don Fernando Miguel la leía listas de nombres, y ella iba diciendo:
—Ése llevaba las zapatillas calientes desde el brasero. ¿Y cómo no iba a agradecerlo el Rey, el pobrecillo?
Porque primero hacían que pasara frío, y luego se presentaba el pícaro con las zapatillas calientes y le llevaba a la sala donde los otros pícaros habían encendido una buena hoguera, y, cuando el Rey entraba ya tan contento, los encontraba comentando cuánto había costado arreglar aquellas chimeneas, que habían tenido aquellos cortesanos que ir a buscar a la Alemania o a los países del hielo fumisteros que entendían en asuntos de chimeneas y calor, y que en estos reinos no había. Y todo lo habían hecho por Su Majestad. ¿Cómo no iba a estar agradecido el pobre Rey niño, aunque tuviera ya años?
En todo había tenido razón aquella marquesa camarera que se llamaba Terranova y era como inquisidor o militar reglamentón, y decía que no era posible gobernar sino por el miedo, y que solamente si el Rey no aparecía con toda una botonadura de diamantes y resplandecía como un planeta en medio de la miseria del reino, ningún respeto le tendrían en la España, y en todas partes. Y mucho más respeto si hiciera rodar cabezas, y mejor aún todavía si impusiera impuestos y pusiera multas aunque fuera por dar sombra con el cuerpo los días de sol; porque entonces sería cuando le venerarían. Y esto no lo decía ella, sino un embajador italiano que hablaba con un duque español mientras estaban esperando a que el pobre Rey pidiese hacer sus necesidades corporales, que el médico le había señalado, porque también los médicos se habían hecho dueños del cuerpo de Su Majestad y le presentaban como lleno de una poderosa juventud aunque tuviesen hasta que pintarle de colores rosados en las mejillas y de carmín los labios. Pero hacían sentarse luego a aquel ser construido en el trono de algún orinal de plata y cerámica de la Casa, y le decían:
—Su Majestad haga fuerzas.
—Entonces —decía el italiano— era cuando debía cortarles la cabeza.
—¿Y qué contestaba el Señor Duque, Catalinilla?
—En España hay que ser un título para que se le corte a alguien la cabeza. A quienes no tienen título se les da garrote vil.
—Y ¿por qué se llama vil al garrote y no al hacha? —preguntaba el italiano.
—La horca también respeta la dignidad del ahorcado —decía el Duque.
—Y ¿por qué? —insistía el italiano.
—Yo no estudié gramática y no sabría contestaros —contestaba el Señor Duque, y así estaban hablando también del dinero y de la honra, pero ella no siempre podía oír bien y otras veces no entendía.
—Quizás nos oye esa criadita —decía el italiano.
—Es boba y no entiende nada. Pero, aunque no fuera boba, es pobre, que es como no ser.
—Pero un príncipe o duque son siempre, aunque sean idiotas.
—Así lo quiere el mundo. Pero este Rey no está en el mundo. Este Rey juega con bufones y mujercillas y los ama.
—A la Catalinilla de Consuegra se la saltaron entonces las lágrimas —dijo ella misma luego.
Y las lágrimas se le saltaban a todo el mundo, y cuando la venían a los ojos a Doña Mariana, entonces se levantaba, si estaba sentada hasta en el mismo Consejo de Estado, se despedía de aquellos señores, cerraba con una cierta energía la puerta y se iba a sus habitaciones. Pero no lo disimuló cuando con sus trece años tuvo que arrancarse de su lado la Princesa Margarita para ir a casarse con el Rey Leopoldo de Austria.
Podían creer los señores de la Corte que era un secreto de Estado, pero los hombres y mujercillas de placer, bufones y dominguillos sabían muy bien que, cuando se hacían retratos de princesas, era porque se trataba de concertar un matrimonio, y que cuando se pintaba un retrato de familia es que rondaba por Palacio el aire y barrunto de una separación o una muerte, como aquel en el que estaba esta Princesa Margarita con unas meninas, una de las cuales, Doña María Sarmiento, la ofrecía un jarrito de agua, y luego estaban también María Bárbola y Nicolasillo Pertusato, y el perro. Y los Reyes mismos, aunque el pintor los pintara como si estuvieran en el espejo que había allí reflejados. Porque, si el pintor hubiera pintado a la Reina bien de cerca, no hubiera podido hacerlo porque lloraba casi constantemente aunque la princesita iba a ir a Viena, la tierra suya y de su madre; pero era para casarse, y entonces una mujer, y sobre todo si era reina, y no se sabía por qué, bien se sabía que cuando se estaban haciendo los vestidos del casorio era como si se estuvieran haciendo los de la mortaja, la habían dicho a la Catalinilla, que por entonces todavía no estaba en Palacio, pero que se sabía muy bien todo lo que había pasado:
—Parece que lo estoy viendo.
Y había como equipaje de treinta a cuarenta baúles o cofres de terciopelo rojo o azul o verde y con herrajes de plata, y allí dentro iban joyas que brillaban más que el sol aunque sólo las diese el reflejo de una candela, y luego vestidos y ropas interiores y zapatos y zapatillas, también de cristal, como de cristal y plata era un escritorio, y muchos juegos de cucharillas y arrobas de piezas de jabón de olor, y de chocolate.
—¡Madre mía, el chocolate! —repetía siempre la Catalinilla de Consuegra cuando lo contaba, pasándose la lengua por los labios, como para saborearlo ella, o a ratos como para sorberse las lágrimas.
Y eran por la pobre infantita y las cosas que la pasaron, a comenzar porque, desde que partió para Viena en el mes de abril, no llegó hasta noviembre. Y lo cierto era que al ver la carroza de la Princesa al cruzar Madrid cuando se iba, y ver que ésta era una carroza de carmesí negro con bordados y que la camarera que la acompañaba tenía casi ochenta años, mucha gente tuvo como un mal pálpito y augurio, y fue verdad que luego no fueron las cosas a derechas para la pobre infantita. Mucha parte de su equipaje ni siquiera llegó a su destino, y todo fue tan sin sentido para la pobre niña, que resumía todas las desdichas de ella la Catalinilla de Consuegra diciendo:
—Y luego ya se casó y cuando iba a tener un niño se murió, y no pudieron sacárselo, y allí se lo llevó, en las tumbas que tienen en Viena los frailes capuchinos.
Y luego añadía:
—Cinco o seis años tendría el Rey cuando ocurrió todo esto, y siete u ocho tenía una servidora; y cuando llegué a la Corte, siendo una mocita, ni se tenía de pie el Rey todavía, ni sabía orinar en la bacinilla de plata, ni hablaba más que palabras feas y malas contestaciones.
Parecía constantemente herido por las picaduras de las lenguas de serpiente de los cortesanos, que también estaban partidas en dos, un cabo para alabar limpiando hasta el suelo y el calzado, y el otro para echar el veneno con un aguijón.
En pleno Consejo se levantaba la Reina Mariana de su asiento cuando sentía su picadura, e iba como una comadreja huyendo por las ramas de un árbol y ella por los pasillos, y esos venenos y los desprecios la habían matado, y no la enfermedad del cáncer o cangrejo, según decían los que la estimaban y aquéllos de quienes era su amparo. Pero los poetas de la Corte escribían de la misma enfermedad, como nunca haría un bufoncillo jugando con su ingenio, por amor y respeto a Su Señora, que un cangrejo o zaratán había sido transformado en constelación por la diosa Juno, y «feliz, en efecto, pero no tanto como el que ha matado a nuestra augusta Reina, ya que éste halló en el pecho real que atormentaba no sólo una brillante esfera donde vivir, sino también la nutrición de su propia vida».
—Y otro maldito hacedor de mentiras decía que «al ver la Reina que un cáncer pestilente se había refugiado en su pecho, no rehusó el veneno, sino que protegió a su enemigo para que se igualase a su paciencia» —comentó Don Fernando Miguel.
Y la Catalinilla comentó:
—¡Mala gente esa de papel y pluma que tiene boca y faltriquera que nunca se llenan! Y, si te dan una estocada, a la herida la llaman un clavel los hijos de su madre.
Y le contó a Don Fernando Miguel cómo, cuando se estaba levantando el catafalco del Rey e iba a ponerse allí una calavera con dos esmeraldas en las cuencas de los ojos y marfiles de elefante por dientes entre labios de rubí, dijo un bufoncillo:
—¡Buena dama para casarse con poeta, porque hasta muerto y consumido querría estar si supiera que con su calavera iba a ser tan rico!
Y, como un cortesano se lo reprochase, respondió el bufoncillo:
—Pero el poeta sólo sueña; el cortesano ordeña —y salió corriendo al ver que el cortesano había sacado la espada.
Y el Rey bien que lo rió, pero todo el mundo siguió ordeñando en la Corte, y Don Fernando Miguel de Valladares no sabía qué recomendar en su tratado de remedios de la cosa pública contra este vicio.
—¿Vicio y aprovechamiento? —preguntaba el italiano—. Los egipcios cortaban la nariz a quienes robaban o engañaban a la bolsa pública.
—Era una costumbre bárbara.
—¡Cierto! Pero se frenaba la codicia.
—No es seguro.
—Pero si, pese a todo, se era rico, aun con la nariz cortada se podían oler los mejores olores del mundo, o parecer un Adonis o una Venus, o Salomón aunque seáis un tonto, o Hércules aunque seáis un canijo.
—Quizás tenéis razón —dijo el italiano—. Pero necesitáis hacer muchos festejos para el pueblo; es decir, hacer que brille bien el oro que os llevasteis, hasta cegar a ese pueblo a quien todo lo que reluce gusta.
—¡Hablad más quedo! —dijo el español—. No nos pase lo que puede pasar un día a un Valladares y López de Valdaura que ha enviado al Rey un tratado de arbitrios y remedios contra las aflicciones y necesidades de los españoles.
—¿Qué puede pasarle por enviar buenos consejos envueltos en el amor a Su Majestad?
—¡Nunca se sabe! Pero para consejos ya tiene Su Majestad a sus bufones. No conviene herir a los grandes predicándoles las moralidades de las tumbas.
iv
A los pocos días, el italiano compró unos pliegos de «Avisos» en los que se hablaba de que Valdaura había sido atravesado por una espingarda, y una mujercilla de Palacio con la que hablaba y había sido regalo suyo a Su Majestad, también había caído muerta.
«No se sabe quién los mató. Pero se dijo que había causas de amores y celos, y la mujercilla de placer se dice que era una espía. Valladares iba a presentar al Rey un Memorial de remedios de las aflicciones de la España, y éste desapareció en medio de la confusión en el acto del disparo. A Su Majestad no se dio noticia alguna, y durante toda la tarde la pasó diciendo: “Tarda Valladares”. Y le subió la fiebre, aunque el médico no se atrevió a sangrarle, porque ya llevaba dos sangrías esta semana».
El italiano dobló los pliegos y luego entró en Palacio, pero no había aire de aflicción, salvo que una enanilla con un perrito en los brazos lloraba quedamente y decía:
—¡Pobre la Catalinilla! ¡Nos hemos quedado solos, Turco!