Adrián Curiel Rivera (Ciudad de México, 1969). Su novela más reciente es Paraíso en casa (Alfaguara, 2018).
Corre el año 6335 en el Reino de Yucatán. María de Campeche y Alfonso XI de Celestún están de manteles largos, pues ha nacido su primogénito y heredero al trono: Pedro. Juan Alfonso de Alburquerque de Chiquilá, valido de Alfonso XI, será su ayo. A la mesa se sienta lo más granado de la nobleza. El rey impulsa hacia atrás la pesada silla de madera de chacá; se pone de pie, alza su copa de oro con incrustaciones de rubí y, golpeando el recipiente con una cucharilla de plata, demanda silencio: Por Pedro. Y todos vocean al unísono: Por Pedro. Alfonso recupera su sitio y con la mano manda un beso a la cabecera opuesta. La reina se limita a humillar la mirada, y luego un destello de ira relampaguea en su rostro. Un emisario se acerca a Alfonso de Alburquerque y le entrega un papelito doblado. La Dama del Árbol de Luces lo espera en el cementerio del señorío de Mérida. Un espía los ha puesto en contacto. Habitante de los vientos de Oriente, la Dama del Árbol de Luces conoce un secreto que revelará a Alburquerque cuando sea oportuno. Ahora lo requiere para otro asunto. Los dos Alfonsos se levantan. Al rey un sirviente lo viste con un tabardo de armiño. Su leal factótum se echa encima una capa sencilla. Uno sale a una nueva campaña militar. El otro al camposanto.
El Castillo de Chicxulub, erigido sobre una colosal plancha de hormigón ganada al mar, se recorta contra el crepúsculo incendiado del Golfo de Yucatán. Mérida creció tan desordenadamente que lo que se proyectaba como una gran ciudad del futuro se transformó en una babel del hacinamiento. Antaño un solar de casas blancas y achaparradas, devino un enjambre de rascacielos que acabó absorbiendo el Periférico y colonizó las carreteras. Por eso Alfonso XI decidió trasladar la sede del poder.
Al alcázar sólo puede accederse a través de unos puentes plegables controlados por drones artillados. Las murallas de mampuesto y sus almenas están revestidas de placas de hierro. Hay centinelas en las troneras. Los interiores contrastan con ese aspecto de coraza defensiva. Salones luminosos, estancias cómodas de altos artesonados interconectadas por frescos pasadizos de mármol. Yesos moriscos decoran los muros de las habitaciones de los reyes y del príncipe Pedro. Hay un extenso escritorio de taracea en la secretaría. Juan Alfonso de Alburquerque ocupa su sillón con el rostro desencajado. La Dama del Árbol de Luces le ha confiado que se avecina una guerra civil. Es una mujer de edad indefinida: ataviada con un leotardo negro estampado con cruces amarillas. Un body sin sostén y su gorro de bufón ocre. El rostro íntegramente maquillado de blanco, salvo los labios escarlata y las sombras de los párpados, oscurísimas. Sus ojos cambian de color con frecuencia. Pero lo más extraño son las ramas que le salen de los brazos, de las que penden unos faroles siempre encendidos.
Alburquerque extrae el cálamo del tintero. Comienza a escribir una carta. María de Campeche entra a la oficina hecha un basilisco. Que no le siga mintiendo. Las campañas militares de don Alfonso de Celestún en realidad son largas temporadas de coito con Leonor de Guzmán de Cholul. De hecho, su esposo ha procreado con ella hijos como conejos. Alburquerque suspira mientras mueve asertivamente la cabeza. La reina sabe que Enrique Trastámara de Cholul, el primogénito de Leonor, planea usurpar el trono a Pedro. Y eso, responde Juan Alfonso, no es lo peor. Al rey se le ha pegado la peste azul, la manifestación evolutiva más reciente de la plaga del coronavirus que ha exterminado a millones de hombres y mujeres a lo largo de centurias. Siempre le recomendó a su tocayo que usara tapabocas al entrar a la villa de Cholul, donde hay gran mortandad a causa de ese patógeno. Pero el rey, con sus prisas libidinosas, ni caso. En fin, resume Alburquerque, el cadáver viene en camino. Escoltado por los siete hijos de Leonor. Y por el sobrino de María de Campeche: Gutier de Tetiz, de quien se rumorea que también es uno de los pretendientes a la corona. Sus informantes reportan que el cortejo porta máscaras antigás. Ve a buscar a Pedro, le ordena la reina. Dile que ya es hora de que se ponga a gobernar.
A todo esto, Pedro ha alcanzado sus quince primaveras. Sus padres no han podido engendrar otro retoño, es hijo único. Muestra poco interés por la política y prefiere pasar el tiempo cazando con ayuda de sus halcones mecánicos. Debido a la conducta depredadora del medio ambiente de las anteriores generaciones, se han extinguido casi todas las aves e insectos. Ahora merodea en la selva, rodeado de avispas eléctricas, parte de un proyecto científico que se propone atraer a las poquísimas orgánicas que aún quedan, para reavivar su reproducción. Deambula a pocos kilómetros del famoso cráter (en la actualidad está aislado del agua con una campana, usted puede visitarlo con cita previa en www.reinodeyucatanturismo.com) donde impactó el meteorito que destruyó una raza de grandes lagartos. Según la vieja sabiduría, guardaban semejanza con los actuales toloc o iguanos, que por las radiaciones de los residuos tóxicos se han vuelto carnívoros y tan grandes como un caballo, uno de sus manjares predilectos, por cierto. Además de los humanos. Pedro está precisamente al acecho de uno de esos reptiles. El otro día Alburquerque le pasó a firma un fallo judicial para ejecutar a una docena de rebeldes de la colonia Montes de Amé de Mérida. ¿Horca o decapitación?, preguntó. Bueno, explicó Juan Alfonso. Para la primera se necesita comprar muchos metros de cuerda. Para la segunda, se requiere un hacha bien afilada, un tocón y un verdugo en buena forma. En términos administrativos, sería un procedimiento más económico. Que así sea, dijo Pedro, mientras estampaba su rúbrica al calce del pergamino. Se acuclilla y lleva la culata de su rifle láser al hombro. Es un iguano inmenso, con una papada escamosa que se infla y desinfla. Escucha pasos a su espalda, gira veloz con el dedo en el gatillo. Alburquerque le hace señas de que no dispare y le explica la situación. El toloc se abalanza sobre ellos con las mandíbulas abiertas y la gomosa lengua de fuera. Los halcones graznan. Pedro se vuelve y lo mata. Y luego se pone a llorar en el hombro de su ayo. Por su padre. Pero, sobre todo, porque nunca hubiera querido ser rey. Como una alucinación, Juan Alfonso observa a la Dama del Árbol de Luces escurriéndose entre los matorrales.
Ordena a sus guerreros que reciban el ataúd de Alfonso XI de Celestún; que se preparen las exequias de honor y que se declare año de luto en el Reino de Yucatán. Manda que Leonor de Cholul, sus medios hermanos y su primo se quiten las máscaras antigás, así podrá mirarlos directamente a los ojos. Entiende por qué su padre enloquecía con esa amante. La voluptuosidad morena de esa mujer contrasta con la macicez rubia de su madre, que Pedro ha heredado. Pone su manaza sobre la negra cabellera lacia de Leonor y le dice Te perdono. Saca una daga y llama a Enrique. Arrodíllate, y hace ademán de acuchillarlo, pero en lugar de eso le da un espaldarazo con la hoja. A ti también. Y a ti, y a ti. Y luego pide a Gutier que se acerque. Le clava el puñal y lo retuerce una y otra vez por el mango, hasta que su primo vomita sangre y cae de bruces sobre las piedras. A ti no.
Entonces comienza el reinado cruel de Pedro, bajo los consejos que le cuchichea siempre Juan Alfonso Alburquerque, a quien, por su parte, le cuchichea de vez en cuando la Dama del Árbol de Luces. Debido a las caprichosas variables de las leyes de sucesión, el nuevo soberano se entera de que otro primo, éste no carnal, sino muy lejano, Nuño Díaz de Haro de Hunucmá, descendiente de lo que en otra era se denominaba el linaje de los mayas, podría llegar a disputar el trono en caso de que la primogenitura de los hipotéticos hijos de Pedro no recayera en varón. Hay, pues, que hallar una esposa. Y rezar por que el primer retoño no sea mujer (en cuyo caso, tendrían que ocultarla). Y, por si acaso, matar a Nuño, a la sazón un niño de tres años.
Pedro se dirige con sus esbirros a Hunucmá. Sacan de la choza más grande a Nuño. Su abuelo había intentado esconderlo en un agujero cubierto de hojas de palma. Lo llevan a campo traviesa y le dan oportunidad de que corra antes de soltarle a los canes metálicos. Montada en sus exoesqueletos de combate, la compañía se carcajea mientras los perros despedazan al chiquillo. Pedro hincha el pecho y suspira, complacido. Comienza a gustarle el poder. Ordena que cabalguen al norte, desea apearse de su máquina y refrescarse en las aguas de la playa de Sisal.
Las nupcias se celebran con gran pompa. Alburquerque será el encargado de entregar a Blanca de Villahermosa en el altar, ya que el padre de la novia, el rey de Tabasco, también contrajo la peste azul y se encuentra convaleciente. Blanca y Alburquerque caminan hacia el ara por el pasillo central del templo erigido dentro de la propia fortaleza de Chicxulub. Pedro se ha convertido en un joven adulto no muy alto pero de complexión robusta, con la cabellera ensortijada y tan áurea como la estola y la casulla del sacerdote de sotana roja que espera junto a él. Su Majestad sonríe, seguro de sí mismo. El día de la cacería del infante de Hunucmá, mandó apresar a sus hermanas, Juana e Isabel, dos princesas de color ébano que él mismo desvirgó en ejercicio del derecho de pernada, abolido en las oscuras eras del pasado y que hoy de nuevo ha cobrado plena vigencia. Las regaló luego a sus hermanos bastardos: Juana a Enrique, Isabel a Fadrique. Así no distraerían sus mentes en las tentaciones de la traición. Los cuatro lo observan con la cabeza gacha desde la segunda hilera de bancas. Al comenzar la ceremonia se hincan en el reclinatorio. En el banquete, su madre, la viuda del rey Alfonso de Celestún, se acerca a Pedro y le habla al oído. Él asiente, chasquea los dedos y un lancero se apresura a cumplir la orden. El flamante marido se encarama a la mesa y da inicio a un extravagante baile, contoneándose entre la lujosa vajilla, las copas biseladas y las fuentes de cochinita pibil y papadzules. Al rato aparece un gaitero, y un dúo de tololoche y requinto. Un bardo entona unas canciones de Guti Cárdenas. La muchedumbre aplaude y ríe. María de Campeche sube también a la mesa, con la ayuda de dos escuderos, y baila graciosamente con su vástago, levantándose la falda y taconeando, hasta que llevan ante Pedro, maniatada, a Leonor de Guzmán de Cholul. Alburquerque pretende evitar el error que su pupilo está por cometer. Pero Pedro demanda silencio con un gesto imperativo. Lo he pensado mejor, dice. María de Campeche sonríe. No te perdono, ruge Pedro, con la voz ronca y cascada por el exceso de los anises del Xtabentún. Enseguida, un guardia sesga la vida de Leonor. Y luego disparan a quemarropa a Isabela y Juana con unos trabucos recortados, enfrente de sus maridos. Pedro ordena que suene la música de nuevo y ay de aquel que no se ponga a bailar. En un balcón excusado, la Dama del Árbol de Luces parece asentir, resignada. Alburquerque la detecta, quiere llamarla, pero ella desaparece.
Cuando todavía no acaban de limpiar las sobras de la boda, Pedro abandona a Blanca de Villahermosa y corre a los brazos de su amante, María de Padilla de Motul. Lleva tiempo alimentando los ardores de esa relación clandestina con una mujer que muchos consideran plebeya. Incluso han engendrado furtivamente descendencia, aunque para desgracia de Pedro ningún hijo varón. Se refocilan tres días seguidos en un granero. Cuando Pedro decide volver a palacio, alguien le golpea las piernas con una varilla. Colérico, el rey adúltero pretende ir tras el agresor —que oculta su rostro en una caperuza—, pero tropieza y se raspa las palmas al caer entre las breñas. Desde entonces, un crujido de rodilla anuncia la inminente presencia de Pedro de Yucatán.
Los hijos de Leonor reaccionan de distinta manera ante los crímenes perpetrados por su medio hermano. En el Castillo de Cholul, Enrique alista a su ejército y establece una alianza con el Reino de Tabasco, cuyo soberano, al enterarse del desprecio sufrido por su hija Blanca, acaba por fallecer. Enrique le declara la guerra a Pedro. Lo apoyan cinco de sus hermanos. Fadrique, en cambio, opta por presentarse en Chicxulub y rendir sus respetos al disoluto asesino de su madre. Pero lejos está el monarca de apreciar su buena voluntad. Ordena a los ballesteros que lo desarmen y desnuden. Lo obligan a correr por un patio terroso. Junto al cadáver todavía fresco y despedazado por las flechas, Pedro manda arreglar una mesa y traer vino para celebrar un almuerzo en honor de Fadrique. Actúa con la misma exacta y fría inclemencia con sus contendientes o con quienes él imagina que podrían llegar a serlo. Los maceros irrumpen en las casas, abaten a golpes a las víctimas y luego arrojan su cuerpo por la ventana. Al atardecer, llevan al cadalso a los prisioneros políticos, y por la mañana sus cabezas están exhibidas en picotas a la entrada de los principales rascacielos de Mérida. También degüella al rey Bermejo cuando le lleva de regalo una esmeralda. Un soplón le informa que doña Blanca, al fin y al cabo su esposa, planea huir por la selva para unirse a Enrique en Tabasco, pues el Castillo de Cholul fue rendido por las huestes reales. Pedro la intercepta en Uxmal y le dice, con lágrimas en los ojos: Me arrepiento. Blanca se enternece y se precipita a abrazarlo. Él extrae un facón escondido en la manga y la apuñala en tanto repite el sonsonete Me arrepiento, me arrepiento, me arrepiento.
Aborda una aeronave para reencontrarse con su verdadero amor. Al bajarse de la cápsula, le cruje la rodilla. En Motul se viene a enterar de que, por orden de su madre y de Alburquerque, María de Padilla ha sido enclaustrada en Valladolid. A esa villa se dirigen los autogiros del rey. Como las monjas se niegan a abrirle, despedazan el portón con un ariete ultrasónico y luego, al no hallarla en ninguna celda, prenden el convento en llamas. Las religiosas gritan y escapan despavoridas. La reina madre lo llama al celular y lo reconviene. Sus excesos han escandalizado a la nobleza del Reino de Yucatán. Algunos incluso están tramando cambiarse al bando de Enrique. Pedro se pone a llorar, qué le hicieron a María de Padilla. La tienen secuestrada. A todo esto, con la cantidad de enemigos que se ha granjeado su hijo, María de Campeche está refugiada en un castro de Dzilam de Bravo. Pero no le revela su paradero. Promete devolverle a María de Padilla por un tubo teletransportador si hace algo por aplacar los ánimos subversivos que se propagan como reguero de pólvora. Pedro se sorbe los mocos, se limpia el bigotillo güero con el dorso de su mano asesina. Entonces convoca a las Cortes de Valladolid, porque los reyes viven de reinar por la justicia, en la cual deben mantener y gobernar a sus pueblos. Ante la concurrencia emocionada de las religiosas, decreta la reconstrucción del convento. Condena la vagancia; prohíbe la mendicidad, tasa los jornales de los trabajadores. Impone severos castigos a facinerosos. Apoya la agricultura y la ganadería. Ratifica el Libro de las Leyes promulgado hace un siglo por Alfonso X el Sabio de Chichén Itzá. Nadie le cree nada. Pedro trata de comunicarse con su madre, cumplió su parte, pero le salta el buzón de voz. Al fin, ella se reporta. No podrán regresarle a María de Padilla. Consiguió fugarse, al parecer a Europa. Le dejó una nota a Pedro: Ya no te soporto.
A partir de entonces el temperamento del rey se agria todavía más. No se reconcilia con su madre. Asiste con verdadero desgano a los ahorcamientos masivos que él mismo organiza. Para acallar las críticas de la nueva burguesía de Mérida que lo zahiere por internet y las redes sociales, corta lenguas, extirpa ojos y orejas, amputa manos y también se casa con Juana de Ciudad Caucel. Pero al poco se aburre de ella y se abandona a los delirios de grandeza que anidan en el fondo de las botellas de Xtabentún. Ni siquiera lo entusiasma una guillotina traída desde Francia que funciona descargando una aplicación. A veces la gente lo ve bambolearse, según él de incógnito, por el centro de la urbe, o muy cerca del raíl magnético del tren bala de Paseo Montejo. Durante una cacería, Alburquerque tiene que rescatarlo literalmente de las pegajosas fauces de un iguano, tal era el grado de distracción del rey.
En 6365, cuando Pedro cumple treinta, el Reino de Yucatán amanece con la noticia de que Enrique de Cholul, al frente de un ejército de soldados tabasqueños y mercenarios, se ha apoderado del Castillo de Izamal. Pedro reúne a sus guarniciones y destacamentos. Su rizada cabellera rubia ondea bajo el morrión, lleva en ristre el gallardete con el escudo del reino: un jaguar, un faisán y un ciervo sobre las columnas de Hércules. Guía a sus tropas cabalgando su corcel motorizado. Carga contra el enemigo en Kimbilá, adonde Enrique ha salido a interceptarle el paso. Tras una confrontación sangrienta, las milicias de su hermano son derrotadas. Pedro recorre con su rodilla crujiente el campo sembrado de cadáveres. Se afana inútilmente en encontrar al hijo ilegítimo de Alfonso de Celestún. Enrique huye entre los manglares sorteando cocodrilos. En determinado momento, el pecho convulso, se detiene y se hinca. Toma entre sus manos un puñado de hojas podridas con termitas y jura que la próxima vez que regrese al Reino de Yucatán será para vencer definitivamente a su consanguíneo. Se rearma y cumple su palabra. Ingresa por el sur y asalta el Castillo de Muna. En esta ocasión, Enrique no se adelanta. Espera atrincherado la llegada de Pedro, que se ha aliado con el Reino de Chiapas. El sitio dura diez años. Por consejo de Alburquerque, Pedro intenta emplear la artimaña del caballo de Troya, pero su carpintero es tan inepto que los guerreros se quedan atorados en la barriga de madera antes de que los rafagueen al salir uno por uno. La madre reina, avizorando lo peor, emprende la huida a destino desconocido. Los chiapanecos desertan. Alburquerque, tránsfuga, se alía con Enrique. Un día las puertas del Castillo de Muna se abren por sorpresa. Pedro y su mermado regimiento tienen que emprender la retirada en estampida. Ahora el asedio tiene lugar en el Castillo de Chicxulub, por cuyos puentes tendidos avanzan los mílites de Enrique: sus drones han conseguido suprimir la fuerza de los artilugios rivales. Sabedor de que su suerte está echada, Pedro trata de pactar una tregua con Enrique a través de Alburquerque. Se citan en una taberna en medio de la jungla. Pedro llega solo y desarmado, según lo convenido. Pone una cápsula de veneno en el mezcal de Alburquerque. Enrique aparece flanqueado por espadachines. Los hermanos se enzarzan en una triste riña en la que Pedro pone a Enrique de espaldas en el piso y lo abofetea. Alburquerque despacha de un trago su bebida y, junto con otros hombres, arrastra a Pedro a traición, para que sea ahora Enrique quien pueda montarse sobre él. Entonces Alburquerque experimenta un súbito mareo y ve a la Dama del Árbol de Luces sentada ante el tablón que hace las veces de mesa. Se tambalea, cae a sus pies. Ella lo recibe en su regazo y le acaricia los cabellos. Ha llegado el momento de revelarle el secreto. Pega los labios rojísimos a su oreja. El futuro es redundante, le dice. Una extraña calidez en su aliento parece penetrar el organismo de Alburquerque y llevárselo a otro mundo. Siempre nacerá y morirá un nuevo rey Pedro, añade, mientras Enrique clava una y otra vez el puñal. Por eso la Dama no puede desprenderse los faroles que cuelgan de sus brazos