Barcelona, Cataluña, 1954. Este cuento pertenece al libro Ara et diré què em passa amb les dones i tretze contes més (Editorial Moll, 2013).
Traducción del catalán de la autora
Ahora sí presta atención de verdad, o su capacidad auditiva aumenta con la sensación de emergencia, de oportunidad que no se repetirá. Se aferra a la manilla de la puerta y escucha la conversación de las dos mujeres. «Sus padres», han dicho.
La primera visión la tuvo a los siete años, el día que celebraba su primera comunión. Justo en el momento en que el cura le acercaba la sagrada forma, el niño vio, en vez de la mano del cura, una mano de mujer que le daba de comer con una cucharilla. Y mientras la hostia se le iba fundiendo en la lengua con no pocas dificultades, se le esparció hasta la garganta un sabor potente de postre delicioso; un gusto que, a pesar de su lógica de niño de siete años, no procesaba como proveniente del cuerpo de Cristo.
Las visiones no volvieron hasta que Martí cumplió 15 años. Un día, mientras practicaba surfing en la playa volvió a ver un brazo salido de la nada, pero esta vez era de hombre, y la imagen duró sólo unos segundos, confundida entre la espuma y el griterío de los compañeros. Al día siguiente se despertó con una tercera visión que más parecía un recuerdo: había una habitación pequeña con paredes de colores mortecinos y un tabique más oscuro que los otros tres. Al momento dedujo que era una pared con una enorme ventana porque se veía a gente por la parte exterior: se cruzaban y algunos curioseaban atraídos por los cristales sin cortinas. El apartamento al que pertenecía la habitación tenía que ser un bajo y afuera era noche cerrada. En el centro de la habitación distinguía una modesta mesa y dos sillas, y un hombre de pie que levantaba a su hijo pequeño por encima de la cabeza y lo acariciaba. En el recuerdo aparecía también una mujer, la misma mujer del brazo con cucharilla de la primera comunión; lo sabía por los dedos, elegantes y largos, con nudos muy marcados. Y si el hombre que levantaba al niño le había parecido, sin duda, un padre, tenía la certeza de que la mujer era una madre. Esta madre, pues, miraba el jugueteo del hombre y el niño y los alentaba a divertirse más y más. El hombre llevaba un bigote castaño oscuro, y la madre, cuando reía, exhibía todos los dientes y un pedazo de encías curvadas. El niño se estremecía de placer. Y Martí no podía recordar la fisonomía de aquel pequeño, ni cómo iba vestido —salvo el pantalón azul con pájaros de alas extendidas—, porque aquel niño era él mismo. Y si estaba tan convencido de ello era porque dentro del recuerdo lo miraba todo a través de los ojos del niño, y porque el brazo del hombre de la playa que le había acompañado al remontar una ola, y que llevaba el puño de la camisa desabrochado y un reloj en la muñeca, ahora se superponía con precisión al brazo que lo aupaba.
Este recuerdo visual se fue repitiendo a lo largo del tiempo, a tongadas desiguales, de forma aleatoria. Y lo que le resultaba más perturbador, era que su padre no fuera su padre de verdad, ni aquella mujer la madre que siempre había conocido como madre; tampoco identificaba la extraña habitación como una de su confortable apartamento de toda la vida: el mobiliario podía haberse renovado con los años, pero era imposible que una ventana a ras de calle ascendiera a la cuarta planta.
Algunas veces cavilaba si aquello, en vez de un recuerdo, no sería un sueño recordado, con imágenes que le habían tomado gusto a la reposición sistemática.
—No, tu padre nunca ha llevado bigote, aunque más de una vez le he pedido que se lo dejara— le respondió la madre el día que se decidió a soltar la pregunta que tenía atorada en la garganta.
Al cumplir 17 años, aquella escena de la habitación desconocida, o más bien no identificada (porque a aquellas alturas, de desconocida no tenía nada), con padre bigotudo y madre risueña, ya se había enriquecido por el lado del mobiliario: además de la mesa y las sillas ahora podía vislumbrar un sofá tapizado con un verde pálido deslucido, que en aquellos momentos —los que él vivía en brazos de sus «otros» padres— intuía esponjoso, como la sustancia que la madre intentaba introducir en la boca con trucos diversos. «Mira, mira qué te da, mamá…», decía el padre cada vez que, después de haberlo levantado vertiginosamente, lo bajaba hasta la altura de su pecho y lo volteaba de cara al sofá donde la madre permanecía sentada.
De repente, el grifo de las imágenes se cerró y pasaron doce meses de absoluta inactividad del recuerdo, lo que resultaba tranquilizador y alarmante a partes iguales. Pasado ese plazo, un día, mientras iba en metro y justo en mitad de un túnel, el recuerdo reapareció y con una nueva puesta en escena. La habitación era la misma, pero papá y mamá ya no jugaban con él. Ella lo llevaba en brazos y lloraba. Lo apretaba contra su pecho mientras le decía al hombre algunas cosas que el niño estaba lejos de entender, salvo una que se le fijó en la memoria y ahora tomaba sentido: «No quiero separarme de mi hijo». El bigote de su padre le daba grima porque temblaba sobre una boca rectilínea de labios muy delgados, y él —el niño— lloraba tanto como la madre, y con un sentimiento que no recordaba haber experimentado de nuevo. Aquello no podía ser un sueño, tenía que ser un recuerdo auténtico que con el paso del tiempo, en lugar de desvanecerse se amplificaba. Como quien se recupera paulatinamente de una amnesia.
Aquel curso lo suspendió casi todo. Estaba convencido de que sus padres oficiales lo engañaban cada vez que él les preguntaba si había sido adoptado y ellos lo negaban: «Vaya tonterías». Y que sus otros padre y madre, los biológicos, lo estaban buscando, y que el día en que las visiones consiguieran encajar los recuerdos como el montaje final de una película, los encontraría.
Un año más tarde, cuando ya tenía 19, empezó a salir con la primera chica que realmente le atraía y las preocupaciones se volatilizaron al no poder competir con las exigencias bioquímicas y totalitarias del enamoramiento. Y si alguna quedaba, fue arrinconada por los argumentos de la misma chica, que era medio budista y convenció a Martí de que aquel recuerdo pertenecía a una encarnación anterior. Así de sencillo, basta de darle vueltas, si no era para agradecer a la vida el privilegio de este acceso a ciertas impresiones de una existencia anterior que la mayoría de mortales no experimentaba.
Pero aquellos seres fantasmagóricos de la habitación con enorme ventana oscura, atravesada por gente que parecía curiosear el interior desde el exterior, reavivaron muchos años después, el día que Damià, su primer hijo —y de la mujer con la que se había casado y que era la séptima u octava tras la budista—, celebró su primer aniversario.
Se habían reunido para comer las dos familias juntas, en casa de ellos. Fue una fiesta a lo grande y los regalos lo invadían todo, amontonados por el suelo, acaparando los sofás y excitando a un pequeño Damià ya de por sí hiperactivo. La tarde transcurrió con una extrema alegría, y Martí pensó aquello que no conviene pensar durante mucho rato seguido si no quieres que te asalte la idea de que después de la calma viene la tempestad: todo es perfecto. Ya por la tarde, cuando los invitados empezaban a desalojar la casa, la madre de Martí le dio a su hijo un último paquete para el niño: «He pensado que podrá aprovecharlo, es un pantalón de cuando tú tenías más o menos su edad, casi sin estrenar». Al abrirlo reconoció inmediatamente el pantalón, azul, con dibujos de pájaros de alas extendidas, que llevaba puesto en esa escena recurrente. La teoría de la reencarnación ahora sufría un serio descalabro. Las dudas regresaban, belicosas, como si le echaran en cara el abandono de tanto tiempo.
Su mujer le escuchó con atención cuando esa misma noche él le relató la historia del recuerdo desde el día de la primera comunión pasando por el brazo volador del surfing, y las preguntas a sus padres sin obtener respuesta y ni siquiera atención, y las temporalmente efectivas recomendaciones de su antigua novia. Lo vertió todo fuera, también la inquietud reavivada a raíz del descubrimiento del pantalón. Ella no sólo le escuchó, también le instó a razonar, pacientemente: unas encías normales pueden parecer gigantescas a los ojos de un niño de meses cuando las tiene muy cerca. El bigote del padre podía ser una sombra, una mancha, una herida. Lo que le pareció una ventana podría ser una puerta abierta a otra habitación más oscura. Y en esa habitación habría más personas, unos abuelos, la señora de la limpieza… en pleno ajetreo. La dramática frase de la madre sobre no querer separarse de su hijo podía corresponder simplemente a la separación de un primer día de guardería.
Su mujer era una máquina, generando explicaciones racionales, pero él no le iba a la zaga en sentido contrario: era posible que el pantalón hubiera viajado con él en el traspaso de una familia a otra, eso sin contar con que las sombras que parecen un bigote no rascan la piel.
El ciclo volvía a tomar impulso. Retomó las pesquisas sobre su pasado. Secuestró los álbumes sus fotos de bebé, donde aparecía junto a sus padres, y las llevó a un especialista por si descubría alguna señal del montaje que seguramente habrían maquinado para esconderle la realidad. El especialista concluyó que había una posibilidad de montaje, pero una entre mil, porque cuando él era pequeño no existían las sofisticaciones tecnológicas de ahora, y en todo caso no podía demostrarlo. Por otra parte, si nos ateníamos a los documentos oficiales, nada que hacer, todos estaban en regla, como era previsible en cualquier situación tramposa. Tampoco Google y todas las páginas sobre adopciones, robos y compras de niños que revisó, escaneó y comparó, dieron luz al asunto. Se acostumbró a percibir ese pasado remoto como un órgano del cuerpo que le hubieran extirpado y sustituido por otro que empezaba a provocarle rechazo.
Como el rechazo que su mujer sufrió al cabo de un tiempo de aquel cumpleaños, y que la empujó a otros brazos en cuanto encontró al primer hombre sin temas psicológicos pendientes y con ganas de juerga. Él sobrevivía cabizbajo y triste, peor que cuando abandonó los estudios a los 18 años, y ni siquiera los cuernos de su mujer eran capaces de añadirle un gramo de inquietud. Tanto había ido el cántaro a la fuente que las escenas, espectaculares como alucinaciones, habían vuelto a impregnar el día a día de Martí. Siempre la misma habitación de sofá verde deslucido, pero con variaciones tan mínimas como desquiciantes. Ahora irrumpía una foto antigua en una pared, luego le veía al padre una verruga nueva, después mamá le secaba a él los labios con una servilleta, más tarde descubría que mientras mamá y él mismo lloraban también papá soltaba una lágrima, y hasta oía un rumor como de tránsito detrás de la ventana y podía ver con toda claridad los focos lejanos de los coches (nada de abuelos ni señora de la limpieza y nada de habitaciones comunicadas). Era una vida paralela que se nutría de la energía de su vida original, y le dejaba exánime.
El sabor del alimento que le daba la madre a cucharaditas le afloraba a la lengua a traición, en los momentos más impensados, y se apresuraba a fumarse un cigarrillo para enmascarar ese gusto y no enloquecer. Los meses iban pasando. Cuando no veía esas escenas, las imaginaba, y cuando no las imaginaba, se dedicaba a especular sobre qué les habría pasado a aquellos padres tan vivamente presentes en su interior, que ese día se pusieron tristes y le contagiaron la tristeza, ese día que él sintió miedo de la dura —ahora la llamaría vencida, impotente— expresión del padre. ¿Y quién pretendía llevárselo lejos de allí y sin duda lo consiguió? Aquella habitación tenía el aspecto de pertenecer a una casa muy modesta, por no decir miserable. ¿Era esta la causa? ¿Tenían problemas graves y la mezquina Justicia, en vez de ayudarlos, les hizo el hipócrita favor de quitarles una boca de encima?
Su hijo tiene dos años. La relación con su mujer sigue muerta. Ahora ella también está depresiva, con un resentimiento más enquistado en la medida en que su vida paralela, esta sí de carne y hueso, no funciona como debiera. Sin embargo, no han perdido la costumbre de reunirse algún domingo con la familia de él y simular que no pasa nada. Cada cierto tiempo los padres le preguntan si tiene algún problema de pareja, porque hay cosas que se notan, y él siempre responde que no, que vaya tonterías. La pequeña venganza de mentir cuando te han mentido, y con las mismas palabras con las que te han mentido.
Hoy, después de comer, ella se ha reunido con la suegra, y han repasado en el ordenador las fotos que hace un año le sacaron a Damià. El padre está en el cuarto de baño, es el momento ideal para ir a la cocina sin ser visto y llevarse un vaso con restos de saliva para pedir las pruebas. Ha guardado el vaso dentro de la cartera. Cuando ha vuelto, y mientras bajaba la manilla de la puerta de la vidriera que da al comedor, su mujer ha dicho algo a la suegra, que él no ha llegado a entender. La otra le ha respondido: «No te lo aconsejo, podrías arrepentirte, Martí se cabrearía». Él ha dejado la mano como una imagen congelada a medio camino del giro de la manilla. «Podrías arrepentirte» no era una frase habitual entre ellas, y la alusión a su posible cabreo, todavía menos. Ha acercado la oreja a los cristales por la parte más cercana a la juntura central. Mientras tanto ha sonado la cisterna del cuarto de baño y eso le ha desviado la atención. Si al salir del baño el padre iba a su habitación a echar la siesta, no habría ningún problema; si se dirigía hacia el comedor, él se vería obligado a abandonar aquel espionaje, tal vez absurdo, desencadenado por una frase.
Sigue escuchando voces, sobresale la palabra «niño» de vez en cuando, será por las fotos que las mujeres miran, no se entiende nada de lo que dicen, las voces se sobreponen, miméticas, pero parece que el tono de la conversación es distendido. Te puedes arrepentir o Martí se cabrearía podía referirse a cualquier nimiedad. Baja la guardia y también la mano, apenas unos milímetros, presionando la manilla, pero de pronto se detiene. Quizás hablaban de divorcio, de querer el divorcio, y la palabra niño entraba dentro del contexto «piensa en el niño» o «me llevaré al niño». Quiere seguir escuchando. La voz de su madre ha vuelto a sonar y esta vez se ha entendido todo, palabra por palabra:
—A nosotros nos daba pena… Si hubieras visto a Martí, con qué carita se comía el yogur de frutas que le daban sus padres.
Todo da un giro. Ahora sí presta atención de verdad, o su capacidad auditiva aumenta con la sensación de emergencia, de oportunidad que no se repetirá. Se aferra a la manilla de la puerta y escucha la conversación de las dos mujeres. «Sus padres», han dicho.
Es cuestión de segundos que su madre le diga algo a su mujer que haga saltar por los aires el desasosiego de tantos años. La madre reanuda la palabra, elevando confiadamente el tono de voz:
—Nos supo muy mal, sobre todo por ellos, aquella gente no tenía medios económicos suficientes, no levantaban cabeza.
De buena gana lloraría, si no fuera porque agotó las lágrimas ese día en la habitación de los tres tabiques y la ventana. Ya no quiere saber nada más. No hoy. Las mejillas le hierven, suelta la manilla muy lentamente para que no cruja y huye hacia la terraza en busca de aire fresco.
Cuando él ya ha dejado de escucharlas, la madre acaricia a su nieto que hace rato que duerme sobre unas almohadas en la alfombra, y sigue dirigiéndose a la nuera.
—No tenían muchos medios y eran unos ilusos. Ya sabes, las productoras independientes… Apenas comenzaban las emisiones en la cadena de televisión catalana. Ellos les enviaron dos episodios piloto de la serie y se los rechazaron. Eso de que el bebé haga de actor… Seguro que Damià enamoraría a todo el mundo en cualquier casting, pero yo de ti lo pensaría dos veces. Nosotros lo pasamos muy mal viendo cómo lloraba Martí, e incluso los padres de ficción se sintieron un poco culpables. Y todo por nada. Nunca le hemos hablado de eso… Y no lo haremos ahora, que no deja de sacar el tema de los traumas que se pueden ocasionar a los niños. No le haría gracia saber que lo utilizamos.
Mientras tanto, camino de la terraza, Martí entra en la cocina y devuelve el vaso al fregadero. Después, al pasar por la habitación donde el padre ya ronca con estruendo, se detiene justo el tiempo de encender un cigarrillo, arrojarlo al suelo, junto a la puerta, y pisarlo con rabia.