Saltillo, Coahuila, 1968. Su libro más reciente es La ciudad y la tarde. Relatos (Secretaría de Cultura de Coahuila / Consejo Editorial del Estado, 2018).
Oír música, escuchar en verdad, es percibir cómo el propio tiempo vital si rallenta, se ralentiza —se enlentece o lentifica, ¡oh, bienaventurada Rae!— fluye más despacio, en todo caso, se vuelve más intenso y sensible para captar cada pequeño momento dentro. Oír así requiere, por tanto, concentración, tiempo, disposición de, intentar darse cuenta de hacia dónde va el tiro, qué significa, cómo cambia a uno por ánimo, fuerte determinación. El motivo que empuja al que habitualmente escucha buena música puede ser de naturaleza múltiple, explicarse de maneras diversas, obedecer a variadas circunstancias, siempre es, no obstante, fuerte, impostergable, imperioso. El melómano provecto elige ciertas interpretaciones y vuelve a ellas, una y otra vez. Esta cansina fijación, en el juicio ajeno, se debe a algo único e irrepetible, atrapado en una de aquellas afortunadas audiciones. Esos instantes de beatitud plena en que se alcanza una pequeña prueba de los privilegios que, ya la fe ya la fantasía atribuyen a Dios, o bien, a los inmortales. Alguna vez acaricié el repentino designio de hacerme músico, pianista, por más señas. Muy poco, de hecho, exploré ese accidentado y duro camino, «la escondida senda / por donde han ido / los pocos sabios que en el mundo han sido!», escribiría fray Luis de León en aquella oda. Camino, a todas luces, de abrojos, bueno sólo para unos cuantos electos, abnegados y minuciosos ascetas, obsesos con alcanzar la perfección o, al menos, llegar a rozarla. La vía de la ascesis, o ejercicio áspero y laborioso, es la misma para el místico y el esteta; el músico es, en sentido estricto, el artista por excelencia, pues en este confluyen la pasión siempre insatisfecha y la diaria faena por refinar y afinar su instrumento que no es otro sino él mismo, su propia persona, alma y corporalidad, espíritu y carne, psique y soma. Vayan estas consideraciones por delante, antes de entrar en materia propiamente dicha, las tenues y enrarecidas impresiones que una figura como la del pianista peterburgués de origen jazar, Lázar Náumovich Bérman (1930–2005), fallecido en Italia, suscita en la entusiasta y afiebrada fantasía de alguien que asaz venera la música.
Pianistas parecen incontables, al igual que los granos de arena, los astros en el cielo o los fractales en el Universo, ojalá fuese así; si bien, grandes pianistas, de esos fuera de serie, se cuentan con los dedos de una mano, en una generación humana, eso mostrándose generosos y optimistas. El pianista calibre mágnum es un artista puro de una rareza tan poco frecuente como la de un diamante negro y no se crea, ni por un minuto, que sin defecto, casi como una necesidad lógica o matemática, tal irrepetible exquisitez se aquilata y reconoce como sería menester. ¡Qué va! El aparato de propaganda a menudo se muestra caprichoso y díscolo, sobre todo, con aquellos que dejarían en mal a sus numerosos entenados y bisoños pupilos, si se los conociese con amplitud. Peor aún, si la persona non apta es desgarbada y común, o sea con la pinta de ser un miembro más de esa masa gris y amorfa, de la que se quiere apartar lo más posible al ciudadano de a pie, cuánto más al joven artista en cierne. «¡Qué, ya cualquiera puede ser genio, entonces, por qué no yo!», han de exclamar los necios. Jamás faltarán cuestionamientos inconvenientes pues, incluso con los ídolos de las multitudes, esos productos netamente publicitarios, se los elige con estricto apego a ciertos lineamientos. Para resumir, en parte, estos exhiben los vicios que se quiere diseminar entre los sujetos a quienes se está condicionando (léase educando o adiestrando).
A Lázar Berman no se le veían los tamaños, ni de cerca ni de lejos, no, al menos, si el observador mismo no estaba tocado, hasta cierto punto, por el duende (como en español peninsular suele aludirse al talento o, incluso, genio). No tenía monos pintados en la cara ni cola ni alas ni nada por el estilo. Era un jazar común, siempre de piocha en sus años maduros, con esos ojos rasgados, nariz aguileña y acaso orejas más o menos puntiagudas, esas que se cree proverbiales en su pueblo. Aunque pienso haber alcanzado un exceso y mucho me temo que el lector más visualice a un gnomo, elfo o enano, ad líbitum. Lázaro, el de la mina (Bergmann) o bien el que adiestraba el oso (Bärenmann), poniéndonos familiares —de hecho, reina cierta duda sobre el significado de este nombre de familia o clan— era un sujeto perfectamente ordinario, común y corriente, eso. La excepcionalidad de Berman no se echaba de ver, se escuchaba, pues apenas podía oírse. Escuchar es oír, si bien en grado sumo, y de eso es sólo capaz alguien dotado de oído bastante diestro; otro músico o, al menos, un melómano, uno de verdad, se entiende, no el social o el de los fines de semana, sino uno que busque y atesore la música como bálsamo revitalizador, absolutamente necesario, indispensable como el agua y como el aire, nada menos y nada más.
Los pianistas que los poderosos encumbraron de su generación, dicho sea de paso, con rigor y con justicia, los legendarios Emil Guílels (jazar) y Sviatoslav Richter (ruso alemán), cuando alguien preguntaba sobre Berman solían responder, poco más o menos, que era de una valía que rebasaba diez veces por lo menos, la de cada cual; ni tocando a cuatro manos, esos gigantes soviéticos, Gilels y Richter —en grafía germana y universal— eran capaces de igualársele. Una leyenda en vida para aquellos que, en verdad, entendían. Gracias a la legendaria interpretación de los Douze études d’exécution transcendante de Franz Liszt, tras repetidas giras de conciertos por Europa Occidental, su fama quedó perfectamente labrada, en las que tocó acompañado de orquestas con directores de la talla de un Karajan, Leinsdorf, Doráti, Abbado, Giulini y los jazares turcomanos de marras, entre los que más descuellan, Bernstein y Barenboim (Bären, genitivo de oso, otra vez, el árbol del oso, ¿el madroño?).
Cierto enredo al pasar aduanas, durante una de sus numerosas entradas a la Unión Soviética, le hallaron entre el equipaje un libro de los que figuraban en el Índex, es decir, libros occidentales considerados como perniciosos y, por tanto, vedados. Eso le valdría un castigo, por la friolera de cuatro años, el cual le imposibilitaba las giras en el extranjero. En el comienzo del moroso empero inexorable crepúsculo soviético, a principios de los noventas, Berman decidió optar por el Occidente —como de manera eufemística se decía para evitar el incómodo desertar— y se estableció en Italia, en Emilia Romaña, no lejos de Bolonia, detentando dos plazas como maestro de piano, una temporal en Weimar y otra definitiva en la Accademia Pianistica Internazionale de Ímola. Con varios discípulos destacados, el maestro estaba tocado por algo que no era posible trasmitir, una percepción particularísima del tempo e andamento, el carácter y el estilo, de la obra que acometiese. La riqueza de niveles y de matices es notable, desde luego, puede experimentarse, en mayor o menor medida, a tenor de la inclinación y del conocimiento, por parte del oyente, respecto de ciertas piezas, compositores o periodos en la historia de la música. Afirmar que Berman, como producto de la gran escuela rusa de piano, es ante todo notable al interpretar obras del periodo romántico, no es decir gran cosa, pongamos el Beethoven de la época media, Schubert, Chopin, Liszt, Skriabin, aunque estos dos últimos ya están con un pie en esta era y otro en la siguiente, una modernidad que comienza a abrirse paso, no pocas veces con estridencias y disonancias, en la experimentación armónica, las citas melódicas y motivos sin fin, los universos estéticos enrarecidos y hasta entonces inexplorados. Liszt, en la última etapa, de religioso circunscrito a minúscula congregación parisina, habrá de volver a la tradición, en sus numerosas composiciones para órgano y coro, donde la simplicidad melódica se verá enriquecida por una profundidad armónica notable, de nuevo, por la sencillez; Skriabin, en su lento pero inevitable acercarse a su exaltado crepúsculo, se trasmuta y se trastrueca en su afán de ser fiel a las nuevas voces que le susurran al oído cosas inefables, no comprensibles, al menos a oídos de todos.
En realidad, Berman no es un pianista de especializaciones, con aquella fijación por compositores y periodos; como Horowitz y Sokolov (aunque sólo comparable a estos), acometió piezas de un repertorio amplio, el cual va desde los barrocos hasta los impresionistas; Bach, Scarlatti, Haydn, Mozart, Beethoven, Schubert, Debussy o Ravel suenan tan maravillosos como los mejores pasajes de Les Années de pèlerinage de Liszt, con mucho, el conjunto de piezas que permanece como paradigma interpretativo en su breve pero profundísimo legado, de hecho, no tiene fondo ni parangón. Escucho y vuelvo a escuchar la Sonata número 18 en mi bemol mayor de Beethoven conocida, en el mundo anglosajón, como The Hunt (La cacería). Cada movimiento de los cuatro, de que consta es único en su llana y elegantísima concepción. A veces, las obras del primer periodo de Beethoven, el que puede llamarse en sentido estricto, clásico, pues se halla en plena consonancia con el espíritu de Haydn, su maestro, y de Mozart, estas piezas en apariencia simples y de nítida digitación se erigen en prueba de fuego para un gran pianista, así sucede con los antes mencionados Horowitz y Sokolov, además de Pletniov y Guilels. La huella del legendario Heinrich Neuhaus y de su imprescindible doctrina en el Conservatorio de Moscú, los nuevos raseros para la interpretación pianística del siglo XX y del porvenir inmediatamente avizorable, en general, hay que hallarlas precisamente ahí.
No tuve la ocasión de conocer ni de tratar a Lázar Berman, ni mucho menos de oírlo tocar en persona pero, por las fotografías tiradas en ambiente familiar, puedo figurarme que era un ser humano de fácil y franca sonrisa, afable y de sangre liviana, un poco como mi padre, acaso también él medio judío, sefaradí eso sí, con sangre del Oriente Medio, no converso turcomano, mercenario a sueldo de los señores romanos y de los otros que vendrían después, metido a cambista y usurero más tarde. Berman iba por el mundo ofreciendo recitales, sin complicaciones, de manera humilde, llegó incluso a tocar en diversas ciudades de México. Músico a carta cabal, por lo que se oye en los arreglos que pergeñara sobre algunos lieder, o canciones alemanas, de Franz Schubert. Celebro que hayan quedado esas cuantas grabaciones, pocas de estudio, casi todas captadas del vivo. Esos testimonios, al lado de otros que dejaran Dinu Lipatti y Clara Haskil, ese par de rumanos irrepetibles —ella asquenazí— se cuentan, sin duda alguna, a pesar de las más que obvias limitaciones de la incipiente técnica de registro no del todo perfeccionada, entre las joyas más preciosas de nuestro tiempo, que no se detuvo ahí sino todavía dio «One small step for man, one giant leap for mankind» («Un pequeño paso para el hombre, un salto gigantesco para la humanidad», palabras de Neil Armstrong, de una jocosidad involuntaria como las de un actor que siguiese bien cuajado guion, al coronar, con alegada victoria, la muy vernesca y quizá no menos imaginaria misión del Apolo 11 en 1969), el aparecer de esa figura que remata la historia de la interpretación pianística, no sólo del siglo pasado, sino de este siglo y otros por venir, Vladimir Samoilovich Horowitz. Ahí, con todos esos excesos y exquisitas extravagancias, culmina la escuela rusa del gran piano. Mucho me temo que ninguno de los jóvenes, ruso o no ruso, habrá de sobrepasar ese hito preclaro y definitivo.
No sé por qué tiendo a imaginar a Berman, a quien me siento unido con una afinidad insospechada, como un hombre curioso, sediento de saber, más bien culto, celoso lector de bellas letras, ansioso de tener ente las manos volúmenes cuyos títulos debió haber codiciado por largo tiempo. Entonces ese pormenor, desdeñable y hasta odioso, de que lo retuviesen en aduanas, para arrancarle —sobajándolo incluso, cual crío rebelde e insumiso— aquel libro prohibido que pretendía meter a hurtadillas en la circunspecta Unión Soviética, ese detalle que ahora repugna y hasta mueve a risa, provoca en mí la pregunta obvia, ¿cuál sería el título que llevaba consigo y por qué tuvo la arriesgada ocurrencia de meterlo de contrabando? Por el ejemplo de Artur (tal es la ortografía polaca pero, en fin, quede también Arthur para extranjerizantes, ya culteranos o sionistas) Rubinstein (o Rubinsztejn, para castizos poloneses, de los que van quedando pocos y al rato ninguno), quien confesaba en sus últimos años, casi ciego al igual que el legendario Horowitz, haber malgastado quizá demasiado tiempo leyendo y releyendo enteros a ciertos autores —era asiduo del Proust de la À la recherche du temps perdu en versión integral— en vez de dedicar mayor número de horas a ejercitarse en el piano (Rubinstein tocaba excelentemente bien, muchas cosas de memoria, claro, tenía sus alcances, para estas ligas mayores que se intenta ventilar aquí, quod natura non dat Salamantica non praestat), de esta última digresión queda claro que existen, pues, lectores, celosos y obsesivos, entre algunos pianistas y músicos, así como existen escritores aficionados a la buena música, como un Thomas Mann o, más cercano todavía, un Juan Rulfo.
En resumen, me intriga indagar sobre ese libro que llevaba Berman, por el cual debió pagar un precio tan alto, cuatro largos años de confinamiento en aquel frío y, a menudo, desolador país. Me inclino por dos posibilidades. Berman habría aceptado el regalo de un colega músico, quizá uno de aquellos pocos soviéticos disidentes que había hallado un lugar en Norteamérica, incluso podría ser un miembro de la comunidad judía, no uno riguroso, ortodoxo, fiel observante de los más menudos e intolerantes preceptos del Talmud sino, más bien, uno de estos judíos ilustrados y generalmente ateos (judíos aún por la cultura, el carácter étnico o bien la inveterada costumbre de sentirse hebreo, vivir en cierto barrio neoyorquino o hasta nutrirse a base de dieta centroeuropea), este hermano, cofrade o correligionario, músico lo más probable, le habría hecho obsequio de un libro recientemente aparecido, digamos, de un Norman Mailer o, más moderno para entonces, un Philip Roth; en todo caso, alguno de esos mamotretos que sobrepujan, por regla general, el millar de páginas y que, bajo ninguna circunstancia, se leen rápido ni tampoco, dado el volumen del volumen, pueden sustraerse con tanta facilidad a la insidiosa mirada de un aduanero; he ahí el pequeño escollo, aunque si la curiosidad es mucha y las recomendaciones son todavía más, bien puede decirse, «París bien vale una misa», segundo Enrique IV de Borbón, en suma, quien sabe qué le pasaría por la mente pero, a fin de cuentas, Lázar decidió apechugar con el riesgo.
Como escritor y traductor me entusiasma también no descartar la posibilidad, no de que a Berman le hubieran llevado a regalar un libro, sino más bien que él se hubiese dado tiempo para engolfarse en la mar océano de una de esas monstruosas librerías modernas o, en forma menos grosera, hubiera elegido una discreta librería de barrio, acaso hasta de algún librero de viejo, diminuta pero bien ordenada, verdadero bastión para apertrecharse contra el tráfago urbano y, bobeando entre estanterías, hubiese descubierto un clásico de la modernidad, en una edición meritoria, naturalmente en inglés —Berman venía de Norteamérica cuando le cayeron con el intento ilegal de meter al país material vedado— de un libro de narrativa, digamos una muestra de esa corriente, más bien recurso literario, así bautizado por Henry James, me parece pero habría que cerciorarse, como stream of consciousness, el cual, en español, es más fácil verter a través de una cuasi perífrasis y decir, a secas, monólogo interior, esa licencia narrativa que se permiten, entre otros, Laurence Sterne —ya desde entonces— pero cuyos exponentes canónicos son, James Joyce y Virginia Woolf. Tras concienzuda y paciente revisión, con lectura de varios pasajes al azar, me aferro a creer que Berman, después de distintas visitas al confortable establecimiento (para adentrarse más en la atmósfera en inglés), acaba por inclinarse por Mrs. Dalloway, no sin vacilar entre esta, To the Lighthouse y The Waves. Quisiera llevárselos todos además del Tristram Shandy, Ulysses y When I die down, por no hacer desaire a los amis, pero tiene que escoger, si uno es mucho riesgo, por más, hasta podría acabar en Siberia y, aunque admira sobremanera a Fiódor Mijáilovich Dostoievski, no desea, en lo más mínimo, seguirle de cerca los pasos, en tan resbaladizo terreno, por lo menos.
No sin gran miedo y no menos zozobra, el modesto judío jazar, armado de una coraza que él cree invulnerable, confiado en que las noticias de su éxito arrasador, sin precedente inmediato con otro artista soviético, ha llegado a los oídos siempre atentos de los camaradas, toma la valerosa determinación de arrostrar un peligro que él considera menor e incluso ya allanado de antemano. Casi un lustro tendrá, no para descifrar el tan llevado y traído stream of consciousness, sino para releer, si no las obras completas —eso llevaría varias vidas— al menos las novelas más destacadas de esos entrañables autores rusos. Eso y deleitarse revisando música, sobre todo, volviendo a las obras que más le interesan de compositores aislados y casi ignotos. Le da jaqueca francamente pensar en cubrir enteros, compositores y periodos. No es su estilo. Lo suyo es dejarse llevar en forma libre por impulsos gratuitos y caprichosos. Nada más lejos de él que aspirar a labrarse un lugar en la historia. Desea vivir la vida y también habitar por dentro las obras. Eso, y el ambiente en familia, no lo cambiaría por ninguna otra cosa. Lázar va a vivir y, después de desaparecido, va a revivir, a la voz de «Lázaro, ¡levántate y anda!», cada vez que un escucha sensible se acerque a esas fantasmagorías que son las grabaciones que, con todos los defectos del caso e innúmeras salvedades, son lo único que queda. La imaginación, espoleada por el más alto sentir, es capaz de recrear, con lujo de detalle, la aventura y la gran labor que se hallan detrás de una interpretación, entrañable y sincera. El hálito de Lázar Berman se vale de esa via media para acceder al interior de cada uno, esa alma o espíritu, sustancia una e indivisa, irrepetible y palpitante, que añora volver a ese imperturbable lugar de donde procede. La música es el plano certero para arribar sin demora y también algo, a manera de prueba, de lo que allá nos espera.
