Cuando llegué a la galería, unas horas antes de la exhibición privada, descubrí que la gente ahí dentro estaba parada en poses de sufrimiento tal que al principio pensé que alguien había muerto de verdad.
—¿Algo pasó? —le pregunté a Jeremy, el curador.
—Alguien se robó a Jar —dijo. Volteé a ver a Pascal, que simplemente asintió, como si lo embargara una pena que lo tenía mudo. En un rincón, la asistente de Jeremy hacía una llamada llorosa y en mal alemán. Y al final de la galería había un pedestal vacío, no muy lejos de donde colgaban mis pinturas, las colegas asustadas de la víctima.
Para producir a Jar, según me informaron, Pascal había vaciado un tarro de mermelada de fresa, lo cubrió con periódico y luego lo llenó con doscientos mililitros de sangre de chimpancé infectada con ébola, comprada a un estudiante de doctorado en la London School of Hygene and Tropical Medicine que tenía deudas con su dealer de mota. Todo su trabajo previo caía dentro de la misma categoría. El año pasado, por ejemplo, exhibió un dedal de cloruro de cesio tomado de un aparato de radioterapia en desuso; estaba protegido por una caja de plomo que había sido extruida en dos partes, pintada con motas rosas y pegada con adhesivo vinílico, de tal manera que, si la caja caía, se partiría por la mitad y el cloruro de cesio quedaría expuesto. Junto a esto, había una ánfora de pewter llena de bifenilo policlorado destilado del fluido de la bomba de vacío de una vieja máquina ordeñadora; la tapa del ánfora estaba medio destapada.
Pascal se negaba a dar evidencia fotográfica o documental de sus preparados, aunque la obra no buscaba ser ambigua al respecto. El público preguntaba si todo era una ficción; quizá esperaba recibir una sonrisa cómplice como respuesta, pero en lugar de eso Pascal respondía que, si ése fuera el caso, entonces su arte sería insignificante e idiota. Otros señalaban que la obra no podía ser real, porque, si lo fuera, probablemente sería ilegal exhibirla o venderla, pero Pascal insistía en que si lo arrestaban o lo llevaban a juicio, eso sería parte del arte. Yo no tenía opinión en un sentido ni en otro: la obra de Pascal sencillamente me parecía unidimensional. Pero el interés en Pascal comenzaba a crecer, en especial con un párrafo en Monopol, que comparaba positivamente su Flask con la Merda d’artista, de Piero Manzoni.
Conocí a Pascal en 2005, cuando estudiábamos la maestría en el Royal College of Art. Tenía una mente muy despierta, vigorosa curiosidad intelectual, una peculiar amplitud en sus lecturas y talento para trazar conexiones interdisciplinarias insospechadas; por eso era inexplicable que fuera tan aburrido platicar con él. De hecho, podías pasar meses o años convencido de que era alguien interesante, a pesar de que los vectores y los ritmos de su conversación fueran tales que, si sus referencias a las neurociencias o al New Wave japonés fueran sustituidas por futbolistas y cuentas de ahorro, habría sido muy sencillo descubrir lo aburrido que era a los cinco segundos de conocerlo en una fiesta. Aun así, era alto y apuesto, y usaba gabardina, bigote y peinado de raya al lado al estilo de los años cuarenta, sin caer en el pastiche autoconsciente, lo cual fue suficiente para llamar la atención de Anna, mi amiga más cercana en el rca. Salieron por casi dos años, y en ese tiempo me vi obligado a soportar tantas horas de conversación con Pascal que de verdad creía merecer una especie de restitución financiera de parte del Estado. Y luego, justo antes de graduarnos, terminaron. Nunca me enteré de los detalles, y Anna parecía estar tan desconsolada que, a pesar de nuestra cercanía, no me animé a preguntar.
Por esa época también terminé una larga relación que tenía con una chica canadiense consumidora de diversos medicamentos llamada Miriam, y esperaba que Anna fuera mi camarada en la autoconmiseración. En cambio, dejó Inglaterra para irse a Alemania, como muchos otros de nuestros compañeros, y perdimos casi todo el contacto. Ese último año, esperaba perder contacto con Pascal también, pero el mundo del arte en Londres es demasiado pequeño para eso, y ahora estábamos los dos en Berlín, donde Anna vivía, a punto de aparecer juntos en esta exposición colectiva armada por Jeremy —Frass and Swarf: New Art from the uk. Yo planeaba estar sólo el fin de semana, pero Pascal había rentado un departamento en Neukölln, cerca de la galería, para poder quedarse todo el verano. Este incidente, supuse, ya le habría quitado casi todo el lustre a ese plan.
Le pregunté a Jeremy qué había sucedido. Una hora antes, me explicó, su asistente había salido a comprar un sándwich. Mientras tanto, dos hombres llegaron a la galería con cajas de agua mineral. Jeremy, asumiendo que el agua mineral era pedido de su asistente, simplemente los dejó pasar. Uno de ellos le hizo plática, incluso, sobre si su camioneta podía estacionarse ahí, y mientras Jeremy estaba distraído, el otro se metió al fondo de la galería. Después de eso los dos se fueron. Jeremy esperó un poco a que regresaran con el resto de las cosas para la fiesta, y fue entonces que se dio cuenta de que Jar no estaba. Las dos cajas de agua mineral seguían ahí en la recepción: ganzúas y palancas carbonatadas.
Mientras explicaba esto, Jeremy iniciaba frases y luego las interrumpía a la mitad, y pronto adiviné por qué. Por un lado, quería expresar su evidente perplejidad sobre el hecho de que alguien hubiera querido robarse a Jar, ya que, por lo menos fuera de la galería, no tenía mucho valor. Un Monet o un Rembrandt podían ser un blanco interesante para un robo, pero Pascal apenas si era conocido fuera del mundo del arte, y no había mercado negro para la obra de artistas tan nuevos que no hubieran tenido todavía una exposición individual. Por eso era que no había mucha seguridad ni seguros contratados en galerías como éstas. Por otro lado, Pascal estaba parado justo a su lado, así que Jeremy se veía obligado a reconfortar a su artista asegurándole que no había misterio en realidad sobre la razón de que alguien quisiera robarse a Jar, ya que se trataba de una obra maestra indiscutida que cualquier ser humano racional se arriesgaría a pisar la cárcel con tal de poseerla.
—¿Ya llamaste a la policía? —le dije.
—Vamos a ofrecer una recompensa a cambio de cualquier información por internet —dijo Jeremy, sin responder la pregunta del todo.
—¿Y qué va a pasar con la exhibición privada de hoy por la noche?
Jeremy le echó una mirada contrita a Pascal.
—Eso todavía está en pie.
—Bueno, pues lo siento mucho, Pascal.
—Sí —dijo.
Hubo un largo silencio.
—Voy por un cigarro —dije. Como los repartidores impostores, no planeaba regresar… por lo menos no hasta más tarde, cuando comenzara el evento privado.
Afuera, esparcidos desde un pequeño pastizal tras un parque, muchos dientes de león se apelmazaban en la coladera, tantos que parecían espuma de extinguidor. Giré hacia la derecha en la Urbanstrasse y caminé hacia el este, miré a una mujer que andaba en bicicleta delante mío con la correa de un pequeño setter irlandés amarrada al manubrio. Aunque apenas conocía esta zona por las pocas noches que había paseado por los bares de Neukölln, no tuve que retroceder más que un par de veces antes de encontrar la calle que buscaba. El edificio de departamentos me era familiar porque alguna vez había buscado la dirección en Google Street View, pero ahí, por alguna razón, la fotografía estaba emborronada por una especie de moho digital verde y gris, como si la humedad del invierno berlinés se hubiera colado hasta el interior de la lente; hoy, en el sol de la tarde, el lugar se veía mucho más optimista.
Esperé un rato largo después de haber tocado el timbre del departamento, pero no hubo respuesta. No esperaba que la hubiera. Me quedé ahí parado hasta que salió un inquilino, y aproveché para colarme y subir por las escaleras, donde había en la pared una única etiqueta solitaria hecha con marcador negro que decía «ksm». En el cuarto piso encontré la puerta del departamento entreabierta. «¿Anna?», dije, y empujé la puerta.
Estaba sobre la cama, en la esquina más lejana de la habitación, con las rodillas pegadas al estómago, de tal forma que podía yo ver una cáscara de ajo que tenía pegada en el pulgar del dedo derecho. Traía puesto un chaleco gris y pants, y su cabello estaba tan enredado sobre la cara que al principio no estaba seguro de que tuviera los ojos abiertos. A su lado, sobre la almohada, como un gatito cilíndrico, estaba Jar.
—Deberías haberme dicho que vendrías —dijo con un tono adormilado.
—Intenté llamarte ayer. Tu teléfono estaba apagado.
—Presté mi cargador.
Miré alrededor. Salvo por los libros de fotografía apilados contra una pared, y uno o dos grabados posiblemente suyos pegados a la ventana, el estudio de Anna era bastante parco. No parecía, sin embargo, que fuera un recipiente que estuviera siempre vacío porque hubiera sido cuidadosamente sellado, como sucede con la mayoría de los departamentos rentados en Berlín por los artistas que uno conoce; más bien parecía un recipiente que alguna vez estuvo lleno, pero que tenía una gran cantidad de fugas. Quise apartar a Jar de ella, pero tampoco quería tocarlo, así que simplemente me senté en la silla giratoria cerca del escritorio.
—No deberías tener esa cosa en la cama —le dije.
—¿Por qué no?
—Puede darte ébola —lo único que sabía del ébola lo sabía por la película Epidemia.
—¿No crees que sea verdad lo que dice él acerca de la sangre que hay aquí?
—No estoy seguro —el cuello artrítico de la silla no giraba más que unos cuantos grados, así que tuve que hacerla girar con los pies hasta estar completamente de frente—. ¿Quiénes eran los «repartidores»?
—Ulrich y Tilman. La pareja de dj’s que viven arriba. Son dulces y siempre están aburridos. Ya tenían los uniformes. No sé por qué.
—¿Los hiciste que se lo robaran sólo para molestar a Pascal?
—No creo.
—Si es real, entonces tenemos que llamar a la policía y decirle que hay ébola en Neukölln. Si lo oculta y ellos se enteran, lo enviarán a la cárcel. Estamos en Alemania.
—Sea como sea, él puede avisarles.
—No si es falso. Estaría creando pánico a propósito de nada. Y de nuevo, a la cárcel.
No estaba convencido de que Anna supiera mucho del código legal alemán.
—¿Lo robaste para que Pascal tuviera que decir la verdad acerca de su obra?
Anna se estiró y se bajó de la cama como alguien que sale de un barranco. Me pregunté cuánto tiempo llevaría despierta.
—¿Sabes cómo se sentía estar en Londres, después de Pascal? —Se metió a la pequeña cocina, abrió la llave del agua y regresó bebiendo de una botella de plástico de Diet Coke llena de agua—. Como si toda la ciudad se hubiera convertido en una bodega para cosas como ésa —señaló el objeto robado sobre su almohada—. Como si hubiera apilado un millón de estos chingados tarros llenos de su sangre de mono y sus químicos cancerígenos y ocupara cada metro de espacio disponible hasta que no quedaba espacio para mí. Por eso me tuve que ir —miró alrededor de su estudio—. Sé que esto se ve patético. Sé que yo me veo patética. Pero te prometo, hasta hace un mes estaba bien, hasta que leí de la exposición. No puedo tolerar que esté cerca de mí.
—¿En serio te sigues sintiendo así? Han pasado dos años.
—Ah, jódete.
—Es un artista. Sabías que vendría por aquí en algún momento. Si no hubieras querido verlo nunca más, te habrías mudado a Hamburgo o algo así.
—Jódete, jódete, jódete —dijo, sin mucha emoción.
Hasta ahora nada en su relato explicaba por qué se había sentido compelida a llevarse a Jar a la cama. Recordé una noche, cuando estábamos en la escuela, que la hallé en su departamento con una botella de vodka y, de todas las cosas posibles, con un viejo cepillo de dientes de Pascal, intentando sacar el aroma de sus besos de los sedimentos mentolados atrapados entre las cerdas. En aquel entonces ella sabía, claro que lo sabía, que algo raro le había pasado. Emocionalmente, hasta antes de esa separación particular, siempre había sido fuerte, mucho más fuerte que yo, y alegre también, así que en esos meses el pozo de desesperanza estaba recubierto por una especie de incredulidad ante la profundidad de ese pozo; como cuando uno está intoxicado y en la mente comenta, con desapasionamiento de laboratorista, que nunca se habría uno imaginado poder vomitar tantas veces en un solo día. No veía yo nada de esa autoconciencia ahora.
—Tienes que regresarlo —le dije.
—No.
—Tienes que regresarlo. Si no por Pascal, por Jeremy. Está devastado. Y además, por Dios, también porque no sabes si hay ébola realmente ahí dentro y no deberías tener eso en tu departamento. Por favor. Luego nos vamos a cenar. Ni siquiera tengo que ir a la exhibición privada. Me encantaría verte. De una manera sensata.
Suspiró y echó la cabeza hacia atrás. Pensé que había fallado. Pero luego, después de otro trago de agua, se agachó para sacar unos jeans y unas chanclas de debajo de la cama. Cuando estuvo vestida, bajamos con Jar oculto en una bolsa de supermercado. El pavimento aquí estaba hecho de piedras lisas y pequeñas que me recordaban la piel de una lagartija, y las bancas afuera de los supermercados turcos empezaban a llenarse de personas que bebían cerveza.
—¿Cuánto tiempo se va a quedar? —me preguntó Anna. Hasta ahora no había pronunciado el nombre de Pascal.
—Lo que sobra del verano —le dije.
—¿Cerca de aquí?
—Me temo que sí. Está por aquí cerca.
Dimos la vuelta en una calle.
—¿Estás saliendo con alguien? —me preguntó—. ¿En Londres?
Yo miraba a dos mujeres, una estudiante y una diseñadora de joyas, con cualidades más o menos complementarias, de tal manera que si las juntara en una hoja de cálculo casi se sumarían para formar una novia posible. Estaba seguro de que ambas pensaban lo mismo de mí. «No», le respondí y alcancé a ver la silueta de los pezones de Anna a través de su playera de algodón raído cuando volteé a mirarla. Sabía que esta tarde podía desenvolverse de distintas maneras, pero una de ellas era que no llegáramos a la cena y que nos despidiéramos sin ninguna expectativa especial de volvernos a ver, y que yo asistiera a la exhibición privada y al final terminara drogándome con Pascal y quizá con la asistente de Jeremy. Esa idea me sacudió toda precaución.
—Todo este tiempo, y yo que nunca supe por qué terminaron Pascal y tú —le dije.
Volteó a verme mientras caminábamos.
—¿De verdad quieres que te cuente?
—Sí.
—Pascal y Miriam estaban cogiendo —dijo secamente.
—¿Mi Miriam? —Lo que sentí principalmente en ese momento, y quizá eso decía mucho sobre mi edad, no fue sorpresa ni enfado, sino más bien una especie de fatiga anticipatoria ante la cantidad de tedioso mantenimiento psíquico que sabía que este nuevo conocimiento me exigiría durante los siguientes meses. Miriam había terminado conmigo porque yo era frío, o por lo menos eso decía. Recordé la noche en que los cuatro fuimos al bar después de que Pascal hiciera su primera venta, cuando puso su canción favorita de los Talking Heads en la rocola y por una hora completa me sentí genuinamente contento por él, de tal manera que, por una vez, no había un frasco invisible de jarabe tóxico ahí en la mesa entre nosotros, como una pinta de cerveza intocada.
—Sí. Mucho. Quiero decir, durante meses —dijo Anna. Luego añadió—: Creo.
—¿No estás segura? —dije.
—No.
—¿Sabes que estaban durmiendo juntos pero no sabes si lo hicieron mucho? ¿O no sabes siquiera si lo hacían? —Sabía que había algo risible en mi insistencia al utilizar una frase de tantas sílabas para describir un acto de dos sílabas.
—No sé si estaban durmiendo juntos. Pero si sí, lo hicieron mucho.
—No entiendo cómo es que ésas son las dos opciones —le dije.
—Tenía… evidencia. No quiero recordar todo eso ahora.
—¿No es más probable que haya sido algo intermedio? ¿Que quizá sólo hayan dormido juntos una vez? —Yo podía lidiar con el hecho de que hubiera sido una sola vez.
Estiró el brazo con la bolsa de plástico.
—No sabemos si aquí hay ébola o no, ¿cierto? Bueno, eso no quiere decir que el punto medio sea que lo que haya aquí sea virus de influenza.
—No es lo mismo. No tiene sentido lo que dices.
—¿Qué más te da, al final? «Fue hace dos años» —se detuvo—. No voy a regresar a la galería.
A mis pies había un gorrión picoteando un pedazo sucio de pita.
—Vamos, Anna, estamos a un minuto. El departamento de Pascal está ahí, y la galería está ahí adelante.
—¿Está viviendo aquí?
—Sí.
—¿En qué piso?
—Primer piso —dije—. Creo que ésa es su ventana.
—¿No estás seguro?
—No.
Anna miró hacia la ventana, que estaba opacada por la sombra de un gran limonero plantado donde estábamos parados. Entonces sacó a Jar de la bolsa y calculó su pesó con la mano. Y yo no hice nada por detenerla mientras se echaba para atrás, apuntaba y lo lanzaba.
Traducción del inglés de Pablo Duarte