¿Debe un congreso de contracultura escenificarse en un sobrio auditorio, con ponentes nacionales y extranjeros, traducción simultánea y afables edecanes? ¿O es suficiente congregar a un puñado de escritores, poetas, pintores, fotógrafos, músicos y performanceros en la cantina tradicional de un pueblo enclavado en los Altos de Jalisco? Viene esto a cuento porque en Lagos de Moreno se llevaba a cabo el Congreso de Contracultura, organizado por Carlos Martínez Rentería, director de la revista Generación, y con sede en el campus de la Universidad de Guadalajara en ese lugar. En ese encuentro participaron performanceros como Guillermo Gómez Peña, quien se mueve con soltura en el mainstream y ha sabido vender exitosamente su imagen posmexicana entre académicos liberales estadounidenses; el artista plástico Carlos Jaurena, director del recinto oficial X Teresa Arte Alternativo —quien dijo con sorna en una de esas sesiones: «Soy contracultural gracias a la institución»—, y escritores reconocidos como el transdefeño Guillermo Fadanelli (Lodo, La otra cara de Rock Hudson) y el postijuanense Heriberto Yépez (El matasellos, A.B.U.R.T.O.).
No obstante que los objetivos declarados de la contracultura mexicana son «provocar» y «desmadrar los estereotipos», ésta se ha distinguido, desde los tempranos años ochenta y hasta nuestros días, por su palmaria afición a la bohemia, es decir, a un arraigado estereotipo en el cual confluyen la noche, los bares, el alcohol, las mujeres, la poesía, el performance, las drogas, los funcionarios de la cultura y el crudo amanecer. (A veces la contracultura se parece tanto a lo que hacen sin pretensiones intelectuales los padres de familia de este país).
Por eso vale la pena preguntarse qué es la contracultura hoy. No el underground que afloró en los años sesenta en California en oposición a la opresiva hegemonía de la civilización occidental que se reconfiguraba después de la Segunda Guerra Mundial. ¿Son acaso la encarnación de la contracultura los activistas de la globalifobia, esas turbas de jóvenes preverbales vestidos con playeras del intolerante y homofóbico Che Guevara? ¿Lo son, quizá, las «tribus urbanas», tan caras a sociólogos y antropólogos? Imposible: aquéllos quieren la instauración de un régimen totalitario como el que se padece aún en Cuba, y éstos simplemente pasarla bien mientras encuentran empleo y forman una familia tradicional. ¿Lo son, pues, los numerosos artistas y escritores becarios del Fonca? ¿Los editores que sobreviven merced al gracioso apoyo del Conaculta?
Está bien leer a Kerouac, a Ginsberg, a Ferlinghetti, a Lamantia y a todos los beatniks, y al viejo Burroughs, al querido Bukowski, por supuesto, pero cada vez que se habla de contracultura en este país parece que es obligatorio invocarlos —como si fueran los únicos grandes escritores estadounidenses. Algunos lo son, pero pocos de ellos superan al genio de William Faulkner o al de Philip Roth o al de Kathy Acker. La contracultura mexicana vive de la nostalgia sin enterarse de que la erupción sanfranciscana de los años cincuenta y sesenta —de la que es hija bastarda y nunca reconocida— ya se ha desvanecido entre las brumas del tiempo y significa casi nada para las nuevas generaciones devotas del iPod y del chat. El rock —con todas sus secuelas y derivados— es desde hace décadas puntal de la industria discográfica y de los medios, y la psicodelia y el amor libre y el vegetarianismo y la buena onda oriental ya son cosa del new age, lo mismo que los abortados intentos por cambiar las conciencias y hasta el mundo. ¿O es que ser revolucionario y contracultural actualmente es marchar al lado del dictador Castro y de los retardados Hugo Chávez y Maradona?
En Rebelarse vende. El negocio de la contracultura (Taurus, 2005), los autores, Heath y Potter, un par de ex anarcopunks decepcionados de la rebeldía hueca y espectacular de la reciente contracultura anglosajona y europea, muestran suficientes ejemplos de cómo ésta no ha hecho más que aceitar el mecanismo del consumo capitalista. (Aunque debe advertirse que los autores despiden un tufillo derechista al justificar vehementemente en su libro su acendrado apego al mercado, a las normas y a la competencia). La contracultura mexicana se resiste a reconocer esta paradoja y, por el contrario, ha encontrado un plácido modus vivendi con un Estado que la mima todos los días —a pesar del falso desdén que los contraculturales de siempre se empeñan en demostrarle. (Los funcionarios de la cultura sonríen cuando escuchan este vocablo pegado a la inofensiva preposición «contra»).
De existir, la contracultura mexicana tendría que replantearse si no quiere ser vista como un anciano cansado y necio. Sus valores son anacrónicos o un engranaje más del establishment. Una contracultura mexicana —necesariamente diversa y desde los más distintos ámbitos de la vida cotidiana— tendría que ser incisivamente crítica con el poder vertical y autoritario materializado en todas las instituciones. Debería ejercer el cuestionamiento y el análisis de los discursos hegemónicos, pero, al mismo tiempo, proponer otras maneras de construir una sociedad efectivamente horizontal y democrática, más allá de la inanidad infame de los partidos y de las indeseables utopías guerrilleras y preuniversitarias. Las corrientes del underground contemporáneo tendrían que hacer suyas las tesis de la decadencia occidental, del ocaso inminente de una civilización planetaria que ya no puede ofrecer alivio a una humanidad enferma. De la calle a la academia, fuera del Estado o desde sus entrañas, desde la sexualidad y la cultura, en todos los foros y desde todas las clases sociales, la crítica, el humor, la inteligencia y la sensibilidad pueden ser los elementos que conformen una verdadera contracultura contemporánea que sirva de contrapeso al pesado fardo de la cultura oficial.