Los pensamientos de Palma son tan fuertes que se han quedado grabados en la fachada del bloque de enfrente. Mientras ella espera a que el semáforo se abra para cruzar hacia la farmacia, la mayoría de los viandantes puede leerlos: «A lo mejor es que ya nadie me va a dar nunca una sorpresa. Llevarme a un sitio especial. Pasar la itv por mí».
Ella no se percata, la vista fija en las rayas del paso de cebra. La emoción de desdicha muy intensa, abrazada con su abrigo, los ojos brillantes. Delante de ella y de toda la calle sus pensamientos nítidos, en letra Arial Rounded mt Bold, azul cobalto, destacando en la pared recién restaurada, portal 73 de la Avenida del Ventisquero de la Condesa. El semáforo se abre y Palma va a cruzar. Una mujer apoya su mano en el hombro de Palma. «Verás cómo este momento se pasa, de verdad. Y volverán las sorpresas». Otra mujer, anciana, le sonríe y se da unos golpes en su propio pecho con el bastón según pasa al lado de Palma. Un par de chicas le envían un beso soplado con simpatía. Un niño pregunta a su madre qué es eso de la itv. Ella sale de su propia cabeza, ensimismada y recelosa por tantas bocas sonrientes. Cruza la calzada y, casi al llegar, uno de los varios coches que le han hecho un guiño de luces toca ahora el claxon. Flojo, pero lo suficiente para que Palma se lleve un susto. El conductor baja la ventanilla y se disculpa con un ¡guapa! y un beso también. Palma ahora no sabe, pero siente un calor agradable, un cosquilleo en las meninges. Lo único que puede pensar es que en ese momento se tomaría una limonada con mucha azúcar y hielo picado, y tal vez podría estar adornada con una de esas sombrillitas y de paso se podría escuchar una canción rítmica y bailable, por qué no.
Pero lo importante es que entre en la farmacia, enseñe su receta de ketapiradol y al llegar a casa se lo tome con medio vaso de agua. El medicamento es un tal que sirve para cual, que ella tiene pautado porque sufre esto que la tiene amargada. Lo otro sólo es la causa, y ella trata de sobreponerse, que es lo que hay que hacer.
Con la cajita de comprimidos en la mano, al salir de la farmacia Palma nota una lluvia de confetis encima. Algo así como una fiesta en la calle, eso parece que tiene lugar. Luces, destellos y guirnaldas, incluso disfraces. Lo que ocurre es que las letras de la fachada se han vuelto fluorescentes y ahora todo el barrio puede verlas. Y los vecinos quieren animarla. ¿No se están acercando un par de payasos Augustos, esos que tienen pintada de blanco la sonrisa, que es muy grande, y exhiben una nariz de pega, que es muy roja? Palma, la verdad es que está encantada, pero. Música. Malabares. Y por todos lados gente amable, correcta y deliciosa, aunque. ¿Cómo es que nadie le pregunta, nadie quiere saber? ¿No hay interrogantes, una chica con la desazón iluminada, preguntas tristes y absurdas a una hora tan correcta del día? Además, Palma, no hay que olvidarlo, está tomando algo. ¿Se lo tendría que seguir tomando si se está sintiendo tan bien? «Yo te lo guardo, tú baila un rato», le dice la anciana, tomando la cajita. Tal vez ya no. Igual no importa ni siquiera la causa de que ella se sienta como se siente, ni de que se tome lo que se toma, ni de que lleve en su cerebro —y en sus cartílagos— las señales que lleva, porque están todos sonriendo. Ella misma lo hace también.
Y de repente aparece en la ciudad la Causa, que tampoco se quiere perder la fiesta. Con sus ocho brazos despeja la algarabía y sopla un aliento acre que tempera conciencias. Sus varias caras se cubren con gafas de espejo, tras las cuales todos los pares de ojos mezquinos (de puro pequeños) flotan inyectados de orgullo. La ciudad se detiene. Incluso parece que la música repite una y otra vez los mismos acordes, una copla eterna que se queda enganchada en la estrofa cortada Muevo-la-tibia-y-el-peroné, como si fuera un disco rayado. Sólo que eso no es posible, porque ya no se utilizan los vinilos.
La Causa se pasea por los puestos de algodón dulce. Se acerca. Recorre sonrisas y las exagera. Se contonea y ensaya unos pasos de rumba flamenca. De súbito, la multitud que está bailando con Palma echa una lona de circo sobre la Causa. La Causa pelea, pero los viandantes, y sobre todo los payasos Augustos, no dejan que asome ni un dedo. En cuanto Palma se gira, meten la Causa en un coche y la convencen de que se aleje como mínimo hasta El Burgo de Osma. Todos han podido ver la Causa; Palma sólo ha apreciado un desasosiego en una esquina y se pregunta. Pero un niño, aleccionado por su madre (pelo estirado y uñas de gel) da un salto y se abraza a Palma y le da un enorme beso en la mejilla. Lo importante es que Palma, ahora mismo, en medio de la ciudad, se sienta una persona normal. Feliz. Incluida. Correcta y completa.
A la caída de la tarde, el bullicio se va disolviendo. Es hora de que vayan empezando los debates televisivos y los concursos gastronómicos. Los ciudadanos han de recogerse. Los neones pierden su brillo. Las farmacias, salvo las de guardia —porque siempre hay farmacias de guardia— han cerrado ya. Cada luz y cada centelleo feliz regresa a su rutina. Alguien llama un taxi para Palma y de propina le recomienda dónde pasar la itv. La ancianita de bastón la abraza y le devuelve su cajita de comprimidos: «con medio vaso de agua, no te olvides».
En el asiento de atrás, mientras el taxi recorre semáforos a toda velocidad, Palma cierra los ojos y todavía es capaz de percibir las lucecitas.