Ráfagas. Preguntas de Juan Gelman / Jorge Esquinca

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Algunas veces me parece que las preguntas —las incesantes, dulces, azoradas, dolientes preguntas— que pueblan la poesía de Juan Gelman no son nunca simples interrogaciones. Me parece, por el contrario, que su vocación es múltiple; pájaros de diverso plumaje, descienden como ráfagas por el blanco de la página y se instalan a sus anchas en la rama del poema que así crece, arbóreo, bien enraizado en su parcela conquistada a la lengua. Esta lengua nuestra que Gelman inventa cada día y en la que nosotros —incesantes, dulces, azorados, dolientes— nos entrometemos, cómplices al fin, y nos vamos dando la mano con ella, desde ella, como si leer ahí fuese, por vez primera, andar el camino a casa, a la casa de cada uno, a la casa de por primera vez.
    Un apretón de manos, el poema, decía Paul Celan. Como si más allá del lenguaje, de la voluntad misma de la palabra poética que impele y, aún mejor, exige ser explorada, cuestionada, defenestrada, se mantuviese intacto el imperativo humano. No sólo se trata de establecer un vínculo, aunque sí. No sólo se reduce al desprendimiento sonoro de la palabra que viaja a través del aire hasta el oído, aunque también. Se trata, efectivamente, de tocar con el poema —estrechándolo— a un prójimo, al compañero desaparecido, al hijo asesinado, a la madre ausente. Y en las preguntas de Juan Gelman nos damos la mano, son una manera de andar, de convocar a ese saber en compañía. Van dirigidas como cartas sin fecha a un yo que es un tú que es un nosotros. Porque, interroga Gelman, «los vivos ¿dónde se reunirán?».
    Algunas veces me parece que las preguntas en la poesía de Juan Gelman son su medio de construcción, su manera de habitar —así sea con herramientas precarias— el mundo; son su forma de amar, de sufrir, de maldecir, de bendecir. Son el vehículo que le pertenece —que nos pertenece— y al que se abandona con pleno derecho, pues detrás de ellas —o antes que ellas— está un niño simultáneamente maravillado y aterrado por el esplendor y la miseria de este mundo. «Hago poemas», decía Emily Dickinson, «como el niño que, al pasar junto a un cementerio, canta». Así surge también el canto roto de Juan Gelman, sus preguntas como pájaros o llamas o espejos; sus versos cortados por diagonales como dardos o cuchillos o relámpagos. Y todo para que esto que llamamos memoria encarne, permanezca, entregue sus frutos de luz y de tiniebla. Tal como, de pronto, en una de sus más bellas elegías, le asegura a su madre que ha muerto: «nada podemos preguntar sino este amor que todo el tiempo nos golpeó / con su unidad irrepetible». Aunque, de inmediato, vuelva a cuestionar: «¿para que no olvidemos el dolor?». La pregunta, en un doble movimiento privativo de su poesía, afirma y, a la vez, pone en entredicho. No olvidar es un llamado: No olvidemos. El amor, el dolor, en su unidad esencial, sólo son posibles bajo este cielo, sobre esta tierra.

 

 

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