Ciudad de México, 1956. Autor de La música de acá. Crónicas de la Guadalajara que suena (Universidad de Guadalajara, 2018).
El velorio de Rafael, el 22 de abril, fue una prueba contundente de lo que dejó en vida. Había alumnos, colegas, pacientes, cómplices, familiares y amigos, todos con caras larguísimas marcadas por el estupor: ¿cómo, a sus cincuenta y un años, se iba de ese modo? Las abundantes coronas y arreglos florales mostraban leyendas de conmovido agradecimiento. Su muerte sorprendió a todos: el viernes 19 estaba en Cancún a punto de tomar el vuelo de regreso a Guadalajara —asuntos de trabajo— cuando llamó a su esposa Carla: estoy muy cansado, no me siento bien, no hagas planes para el fin de semana, quiero pasarlo en calma, en casa. Subió al avión y poco después de sentarse en su lugar se desvaneció antes del despegue. Ya no despertó, falló el corazón.
Su hermano Juan José, notificado del incidente, voló a Cancún de inmediato a hacer los trámites para el traslado del cuerpo a Guadalajara, se topó con la corrupción y el abuso de aquellos que, como suele suceder con terrible frecuencia, querían sacar tajada de la desgracia. Al final lo logró no sin contratiempos. A la pena se sumó el coraje. El episodio bien habría podido inspirar uno de los relatos cargados de humor negro que Rafael escribía.
Rafael Medina Dávalos, sexto de nueve hermanos. Su padre, de Jamay; su madre, de Lagos de Moreno, se conocieron en el Distrito Federal y luego se mudaron a Guadalajara donde nació la prole y se establecieron en definitiva. Aplicado desde chico, afecto a dibujar, leía cuanto caía en sus manos. Se pensaba que estudiaría letras. Pero no, se decidió por la medicina y se especializó en psiquiatría. Como estudiante realizó prácticas en el Hospital Civil y ahí conoció de cerca el dolor humano, la enfermedad física y mental, temas que lo marcaron desde entonces. Pero no olvidó la literatura: escribió y publicó en el lejano 1995 un libro, Crónicas del Civil, con relatos de su experiencia. Fue el inicio de una carrera como escritor paralela a su intensa y reconocida práctica médica.
Casi todo se publicó en editoriales pequeñas u oficiales y tal vez ello haya contribuido a que Rafael no cruzara las fronteras de lo regional a pesar de la calidad de su trabajo como narrador: Sangre de perro y otros gritos (Ayuntamiento de Guadalajara, 1999); La cruz de la bestia (Acento Editores / Paraíso Perdido, 2001); De Samor y otros lugares cursis (Paraíso Perdido, 2005); El Genético, El Santo y otros alienados sin máscara (Cobalto Red Cultural, 2007); Arma vacía y otros cuentos para impotentes (Arlequín, 2012), Tríptico de sueños (Paraíso Perdido, 2014), Los evangelios de la rabia (Paraíso Perdido, 2015), Una poética del mal (Arlequín, 2024). En todos esos libros hay un interés por retratar lados oscuros de la condición humana, una invención imaginativa de historias que provienen seguramente de su atenta observación de las conductas, una búsqueda de lenguaje que se va tornando cada vez más eficaz e irreverente.
Los jueves era el día de reunión con amigos escritores: Gabriel Martín, David Flores, los finados César López Cuadras y Ramiro Aguirre; psiquiatras como Alfredo Rizo; artistas plásticos como Carlos Cortés, entre otros muchos de Guadalajara que iban y venían. Uno de los habituales, el escritor Eugenio Partida, me relata: las sesiones comenzaron en La Mutualista y luego se mudaron al bar Milenarios, a un costado del Parque de la Revolución: comida casera, tragos baratos, rockola gratis y plática animada sobre múltiples asuntos. Ahí destacaba el Rafael siempre bromista, cargado de un humor negro manifestado en la plática cotidiana y luego trasladado a sus relatos. Un hombre de cultura amplia que hablaba con soltura de autores densos como Faulkner, Joyce, McCarthy o casi de cualquier tema; que como conferencista médico viajaba mucho y leía con voracidad en los aeropuertos. Si en la charla se mencionaba un libro que no conocía, en la siguiente sesión ya lo había conseguido y leído. Quería escribir una novela, retirarse para dedicarse sólo a la escritura, no tuvo tiempo.
Rafael Medina podía ser muy formal, sobre todo en su faceta de psiquiatra en la que destacó por su profesionalismo y permanente disposición por ayudar. Fue titular del Consejo Estatal Contra las Adicciones en Jalisco, profesor y coordinador de psiquiatría clínica en la Universidad de Guadalajara, director del Consejo Mexicano de Psiquiatría, presidente de la Asociación Psiquiátrica Mexicana y editor de la Revista SALME. Destacó como promotor de la salud mental y de la prevención del suicidio. También dan fe de sus cualidades sus muchos pacientes, algunos de ellos miembros de la comunidad artística de Guadalajara a quienes ayudó a lidiar con fantasmas diversos y que se emocionan al destacar no solamente su capacidad como médico sino su integridad de amigo, su inteligencia, elocuencia y humanidad.
Pero también tenía una faceta relajada, irreverente, incluso desmadrosa. Algunos de sus hilarantes relatos muestran esa cara de hombre agudo, filoso, capaz de reír a carcajadas de los absurdos cotidianos. Tristemente la muerte es a veces el pretexto para revalorar a los autores o hasta para leerlos por vez primera. Ignoro si será el caso de Rafael Medina, pero lo merecería. Con su muerte prematura, Rafael dejó a Carla, su esposa, a cargo de sus dos hijas. También dejó en el camino una multitud de amigos agradecidos, pacientes rescatados y alumnos que ojalá sigan la senda marcada por este hombre comprometido con la salud mental y la literatura.