Quince minutos antes del terremoto / Karen Elizabeth Camacho Buenrostro

CUENTO / Categoría Luvina Joven
Preparatoria 17 / 2015 A

Ella llegó quince minutos antes de empezar el terremoto.
     Viéndolo en retrospectiva, creo que eso es algo muy normal. La muerte tiende a aparecer en tu casa, en tu oficina o en algún lado cuando tiene que acudir. Aun así no pude evitar llenarme de escepticismo cuando, sonriente, me pidió con tranquilidad una taza de café.
      Digo, cualquiera dudaría. Primero que nada, hablamos de la muerte. Quizá sería normal no querer dejarla entrar y esconderte en el primer rincón de tu casa que encuentres. O mandarla al diablo por el temor de que sea algún tipo de disfraz que esconda a algún viejo pervertido, o a un ladrón.
      Pero yo, estando sola, vieja y sin nada más que hacer en el día que regar mi creciente jardín, me dije “por qué no” y la dejé pasar con total libertad. 
Traía su compañera de todas las leyendas: una capa gris y empolvada, que ocultaba casi todo su cuerpo. Sólo podía apreciar, dejando de lado la guadaña, sus esqueléticos pies y manos, además de su alegre cara sin carne.
      Se sentó sobre la mesa con la galantería de una dama. Yo la seguí lento con mi bastón.
      — ¿Uno o dos de azúcar? —le pregunté, siempre siendo cortés.
      Dudó un instante, como si en aquel terrón menos o más de azúcar se encontrara o no una arma que liquidaría a la humanidad.
      —Dos, por favor —decidió al fin—. Dudo que me maten.
      Le sonreí mientras le servía. No habló mucho mientras me acompañaba con una taza, que por cierto tenía el dibujo de una calavera. Me parecía cómica la forma lenta en la que bebía. De todas formas, ¿a dónde pararía el café? No estaba chorreando en el suelo, así que quizá era transportado a una dimensión paralela…
      Habiendo transcurriendo los primeros cinco minutos en completa paz, me atreví a preguntarle qué la traía a un lugar tan poco importante en el mundo. Me sonrió de lado. O eso creo, ni siquiera puedo decir si mi cerebro sigue bien cuando estoy viendo que una calavera sonríe “de lado”.
      — ¿No se te ha ocurrido que podría venir por tu alma? —preguntó mientras acariciaba con un dedo su taza a medias. Lo pensé un momento, pero negué con rapidez.
      —Quizá; después de todo, es posible. Pero no tendrías por qué haberme pedido entrar. Supongo que si fuera mi hora de morir, simplemente habrías estado acechando para luego tomarla —le di otro sorbo y solté un suspiro—.  El café me salió realmente delicioso. ¿O me equivoco?
      —No, o al menos no del todo. —La muerte se acomodó en su silla, tomándose su tiempo—. Sólo estoy descansando un poco antes del horrible trabajo que tendré.
      —Humm… ¿tan difícil es llevarse a la gente al otro mundo?
      —Más que difícil es agotador —respondió dándose de golpecitos en los hombros.
      —Ya veo. Pero, con el debido respeto, eso no responde a mi pregunta. —La muerte me miró fijamente. Dejó por primera vez su taza en la mesa y se cruzó de brazos.
      —Le daré la respuesta, pero sólo porque tenía tiempo sin tomar un buen café —en un gesto de entendimiento, también dejé mi taza sobre la mesa, centrando mi atención en el espectro sentado frente a mí—. En unos cuantos minutos, azotará la región un gran terremoto, uno tan grande como nunca antes se ha visto en el mundo. Muchísimas personas morirán y apenas un reducido número quedará con vida. Como verá, no hay otra muerte más que yo, así que debo encargarme de todos.
      Me sentí entristecida más que asustada por la noticia. Una vieja extraña como yo había vivido de todo, hecho y deshecho, de manera que no podía realmente quejarme de mi vida. Pero había mucha gente joven en aquella pequeña región, por no hablar de bebés y niños que aprendían a nadar o nacían en esos segundos.
      —¡Oh, Dios! ¡Qué lamentable!
      — Y que lo digas, los accidentes así son un infierno de trabajo.
      — ¿Entonces qué hace usted aquí?
      —Descansando —dijo así sin más. Volvió a tomar con tranquilidad su taza de café y le dio un sorbo grande. Yo miré la mía, no sabía si podía seguir tomando. Me sentía un poco vacía.
      —Si yo fuera la muerte, al menos habría escogido un lugar más bonito para descansar—murmuré.
      Ella soltó entonces una risotada. Incluso se llevó las manos al estómago como si en serio algo ahí dentro le doliera por la risa.
      —Es posible —admitió—. Pero con mis siglos de experiencia ya he recorrido demasiado el mundo. Si quiero descansar de verdad, no hay nada mejor que compartir un pequeño rato con una agradable anciana. Además, adoro el café.
      Asentí, aunque en realidad no lo entendía del todo. No es como si alguien realmente pudiera entender la muerte. Me animé a tomar más café, pero lo noté más amargo.
      — ¿Entonces decidiste pasar un rato relajado con la persona más vieja de la ciudad? Supongo que debo sentirme agradecida.
      —Me encanta tu humor —dijo simplemente. Le sonreí y ella suspiró una vez antes de mirar su reloj—. Ya casi es hora —entonces tomó rápidamente el resto de su café para levantarse. No me moví ni un centímetro cuando comenzó a avanzar hacia la puerta blanca de la entrada.
      — ¡No tenemos todo el día! —me dijo, volviendo la cabeza hacia mí. Me levanté medio confundida y comencé a avanzar con el paso más energético que podía.
      — ¿En serio es necesario que yo vaya?
      — ¡Por supuesto! No creerás que te dejaré morir ahí como si nada.
      No dije nada, sólo avancé. Salimos de casa y caminamos tranquilamente por la calle. A pesar de ser temprano había gente yendo por ahí. Nadie pareció notar que la muerte iba a mi lado. Tuve una sensación graciosa, ¿cuántas veces ella misma no la había visto pasar?
      Al final, llegamos a un pequeño restorán que estaba, literalmente, a la vuelta de la esquina. Vendían comida cara. Alcé una ceja sin decir nada, un solo bocadillo haría estragos en mi casi nula billetera. Pero ella me sonrió. Al menos no me hizo hablar, si alguien me hubiera visto gruñirle al aire porque no tenía dinero ni para un pan me hubiera tachado de vagabunda o de loca.
      “Bueno, habrá un gran terremoto y muchos morirán. Quizá yo también; no pasará nada si como algo decente antes”, me dije, y entré.
      De inmediato sentí el impacto del cambio de ambiente por uno más bien clásico y elegante. Caminé medio avergonzada por mi sencillo atuendo. Para mi sorpresa, había ya una reservación a mi nombre. Me dirigí entonces a una mesa al fondo que contenía dos copas.
      ¿De verdad la muerte planeaba tomarse una copa en frente de todos? Bueno, al menos por ser temprano no había mucha gente. Las personas comenzaron a mirarme, me sentía más rígida a cada segundo. La muerte ya había tomado su lugar en la silla, intentó ablandarme con una sonrisa y una caja con un regalo frente a mi lugar en la mesa. Se adelantó ordenando el aperitivo que me ofrecieron nada más sentarme. Dijo “¡Salud!”, tomó la copa y la vació de un tragó. De nuevo el líquido pareció ser teletransportado a algún lugar, nada goteó en el suelo. Miré más bien dudosamente las copas de vino, hacía años que no tomaba. El aperitivo extraño parecía costoso, pero decidí probar un poquito mientras la muerte me sonreía. Volví a hundir mi tenedor en aquella pasta deliciosa y le lacé una mirada de duda por la caja de color verde que había delante. Me hizo la señal de que la abriera; la tomé con duda.
      Cuidadosamente, quité el pequeño moño amarillo que le daba gracia y rompí un papel que se sentía frágil y rígido. Dentro, una cajita azul pequeñísima guardaba aún más dudas. La muerte me susurró un “vamos, ¡ábrela!” y mis dedos se tomaron la libertad de obedecer.
      Dentro, en una pequeña bola de cristal, había una imagen cubierta de destellos azules. Una mujer con cabellos castaños, joven y alegre, tomaba su mochila con entusiasmo para ir a la escuela. Mis pupilas grabaron aquella imagen llena de luz y esperanza dentro de lo más hondo de mi ser.
      — ¿Quién es ella?— pregunté de pronto, ansiosa.
      —La conocerás muy pronto.
      Entonces el piso comenzó a moverse frenéticamente. Gritos y chillidos se oyeron por todos lados, mientras la muerte desaparecía frente de mí para tomar las vidas de aquellos que eran aplastados por los muros de concreto. No pude despegar los ojos de aquella imagen, mientras me sacudía un pánico interminable. Fue lo último que vi cuando el techo del restaurante se derrumbó.
—–
      Desperté empapada de un sudor frío y respirando con agitación. Pasaron pocos minutos antes de poder recuperar mi sentido de orientación y mi respiración. De nuevo esos sueños se repetían. ¿Quién era esa señora? Sentía que la conocía.
      Aun así, todas las noches, cuando se observaba a sí misma, tenía una sensación extraña, como si de verdad la muerte hubiera ido a visitar a una anciana en medio de la nada.

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