Rugarza casi agradeció a su mala estrella que la radio del Bolívar estuvie- se averiada. Le bastaron cuatro segundos de estática para renunciar a la esperanza de comunicarse con el guardacostas. Ahora al menos tenía un pretexto para aplazar la noticia del hallazgo del cadáver y encerrarse en su camarote con la orden de que no lo molestasen hasta amarrar en Gran Baldón. Con un poco de suerte, para entonces el guardacostas y sus gendarmes de tierra estarían ya tan borrachos que dejarían para mañana el papeleo que iba a exigirles aquel asunto. Sólo así los tripulantes del Bolívar tendrían la noche libre para distraer el pasmo que los ahogaba desde que reconocieron la monda calavera de Clarisse von Heller tomando el sol en la última isla del archipiélago.
Un marasmo de ginebra acompañó a Rugarza mientras redactaba su informe para las autoridades. Al principio las palabras fluyeron como diluidas en una solución salina, luego se endurecieron y finalmente se secaron en la punta de su pluma. Rugarza sintió que la cabeza se le apartaba del cuerpo. No había concluido el primer folio de su informe cuando empezó a arrepentirse del tono oficioso con que había descrito la postura del esqueleto, la longitud de la cuerda que lo ligaba al árbol, el calibre del revólver que hallaron colgado de su cuello y que ahora reposaba frente a él, en su mesa de trabajo, minúsculo, oxidado, metido absurdamente en una bolsa de plástico como si en verdad fuese posible encontrar huellas dactilares en un objeto que habría estado por lo menos veinte años expuesto a la intemperie.
Asqueado al fin, Rugarza dejó de escribir para rebuscar en su libreta un vestigio de emoción, el orgullo pueril de quien décadas atrás habría dado cualquier cosa por toparse con Clarisse von Heller, viva de milagro o muerta sin perdón, pero siempre y ostensiblemente en cueros. Durante años los viejos del puerto habían colmado su imaginación adolescente con aquella legendaria desnudez, quizá la misma que ahora estimulaba el horror y el deseo de los jóvenes marineros del Bolívar. Desde que abandonaron el islote, Rugarza les había prohibido mencionar siquiera a la Alemana mientras no estuviesen seguros de que aquel esqueleto era el suyo. Sabía sin embargo que esa orden no se cumpliría, y que no debía esforzarse mucho para oírles invocar sobre cubierta los rumores, los detalles y las versiones que él mismo había oído decir a los viejos en ese tiempo remoto, cuando las nuevas de la debacle del paraíso isleño fundado por Clarisse von Heller se extendieron como plaga en el archipiélago. El golpe de las olas contra el casco del Bolívar ahogaba las voces de sus hombres, desquiciaba el tiempo, y era de pronto su abuelo quien clamaba en su memoria te lo dije, chico, te dije que allá en la Isla de los Grajos se volverían locos, te advertí que tantos extranjeros juntos y tanta promiscuidad no podían traer nada bueno.
¿Promiscuidad?, se preguntó después Rugarza frente al informe que no pensaba concluir. ¿Dónde habría aprendido semejante palabra un humilde pescador de las Galápagos? ¿De dónde la habría sacado también aquel tortuguero peruano que juraba saberlo todo sobre la Alemana y que se jactaba de haber llevado a Clarisse von Heller hasta la Isla de los Grajos? Decía el peruano que él mismo le había visto desnudarse, arrojarse al agua y alcanzar la isla a nado como Dios la trajo al mundo. Una valkiria, señores, decía, nuestra madre Eva en pelota, aunque claro, ya saben ustedes cómo acaban esas cosas. ¿Cómo acaban?, inquirían al oírle Rugarza y los demás muchachos del puerto, sin que nadie se aviniese a responderles, por pudor, por recelo o simplemente porque a los isleños les faltó imaginación para prever de qué manera los hombres que formaron el reino de la Alemana habrían de hallar la muerte o la locura.
Rugarza recordaba por lo menos tres versiones de lo ocurrido, cada una tan difícil de creer como la otra. Por aquí unos decían que la Alemana había secado el tuétano y el alma a sus vasallos a puro golpe de lujuria. Por allá otros pensaban que los hombres de la Isla de los Grajos se habían matado entre sí por la cizaña que esa arpía había sembrado entre ellos a lo largo de los cinco años que duró su insular imperio de lascivia. Muchos más estaban convencidos de que Clarisse von Heller, cuya afición herbolaria fue atestiguada por más de uno, los había envenenado con un potaje alucinante de hojas cólidas e hígado de iguana.
Ninguna de estas versiones fue jamás comprobada o desechada por completo. En cualquier caso Rugarza no creía haber oído nada concreto sobre las razones que un día de tantos empujaron a la Alemana a despreciar a sus vasallos y esfumarse para siempre del archipiélago. Ni el peruano se atrevió jamás a explicar esa parte precisa de la historia. Su minucia al relatar la llegada de la Alemana a la Isla de los Grajos contrastaba drásticamente con su mutismo en el momento de decir cómo había acabado aquella aventura. Cuando se lo preguntaban, el tortuguero se encogía de hombros y prefería volver sobre sus pasos contando hasta el cansancio cómo aquella diosa ecuatorial bajaba desnuda hasta la playa para recibir a los jóvenes rubios y perfectos que cada tres meses eran llevados a sus brazos. Según los cálculos dudosos del cronista, en los años que duró la guerra europea su embarcación condujo hasta la isla unos cuarenta hombres, siempre recios y hermosos, todos desmedidamente ávidos de saciar a la Alemana en una orgía que ya imaginaban interminable. Llegaban en pequeños grupos a Gran Baldón, se hospedaban donde los chinos, bebían sólo agua destilada y al día siguiente abordaban la embarcación del perua- no, que en cinco horas los llevaba hasta el feudo isleño de Clarisse von Heller. Decía también el tortuguero que en el trayecto los jóvenes apenas hablaban, aunque bien se les notaba una ansiedad de azogados tan explicable como contagiosa. Más de una vez, según lo confesaba él mismo cuando el trago se le iba a la cabeza, el tortuguero sopesó abandonar su barca y quedarse para siempre en aquel remedo tumultuario del Edén. Pero ese privilegio, concluía, le estaba vedado. Cualquiera sabía que los habitantes de la Isla de los Grajos habían sido previamente señalados por su reina, elegidos o llamados mágicamente por su canto a través del mar y de la guerra. Dorados, ávidos e intachables, los clientes del peruano no parecían de este mundo. Sólo así podrían haber merecido la suerte y la desgracia de desembarcar en esa isla cuyos misterios no estaban reservados para el común de los mortales.
Al principio el esqueleto no fue más que una mancha en la distancia, un atendible engaño en las pupilas de quienes llevaban demasiadas horas patrullando un mar rutilante. Bien podría haber sido un grupo de gaviotas impasibles en un islote a escasas millas de la Isla de los Grajos, acaso un tocón bañado de excrecencias animales que Rugarza prefirió primero pasar por alto. Pero a eso de las tres una corriente insidiosa empujó la embarcación hacia el islote, y según se aproximaban, los navegantes descubrieron que la mancha en el tocón tenía ojos, o peor, que los había tenido, pues de pronto fue la hondura de dos cuencas como abismos lo que les heló la sangre. Que me cuelguen si eso no es un muerto, maldijo el práctico más joven y de vista más aguda. O una muerta, completó a su pesar el teniente Estévez mientras Rugarza bufaba encajando los ojos en los binoculares.
De modo que ya era otra la inquietud de los marinos cuando al fin desembarcaron en el islote. El esqueleto estaba efectivamente atado a los restos de un árbol y llevaba al cuello un objeto centelleante en el que Rugarza fue reconociendo los contornos de un revólver muy pequeño y con un no sé qué de femenino. En vano buscaron una embarcación abandonada, otro cuerpo, un náufrago culpable, viejo o enloquecido. El teniente Estévez hizo cuanto pudo por desatar intacto el esqueleto, pero éste se desmembró en sus manos con un desbarajuste de huesos y matas secas de cabello que debió ser rubio. Rugarza entonces suspiró, resignado a perder en pormenores burocráticos un sábado que había imaginado apacible en las tabernas del puerto. Luego desvió los ojos y reconoció en el horizonte las precarias crestas de la Isla de los Grajos. ¿Y ahora qué hacemos con esto, capitán?, le preguntó Estévez sacudiéndose las manos frente al esqueleto dislocado. Sé lo que están pensando, cabrones, musitó Rugarza, y les advierto que no quiero oír una sola palabra sobre la Alemana. Después pidió que embolsaran los huesos y los llevasen al barco. Ya verían lo que tenía que decir a eso el guardacostas Mogrovejo. El teniente Estévez titubeó un instante, como si el capitán le hubiese hablado en un idioma desconocido, pero al fin dijo sí, señor, y se alejó del lugar.
Rugarza se quedó unos minutos solo junto a los restos de la Alemana. Hacía rato que su mente estaba ya en otra parte. Y en otro tiempo, quizá en el día en que él y el propio Estévez, todavía muchachos, charlaban en el Faro de Santa Bárbara cuando avistaron una precaria balsa y corrieron a avisar a las autoridades. Ninguno de los dos sabía entonces que la embarcación venía de la Isla de los Grajos y que en ella viajaban hombres más muertos que vivos. Sólo más tarde, cuando bajaron al muelle, pudieron ver aquellos cuerpos desmedidamente hinchados, sus torsos gordos, sus vergas flácidas, aquel montón de piel rosácea castigada por el sol ecuatorial. Esa misma noche un gendarme les contó que aquellos náufragos venían del reino indómito de la Alemana, de donde habían huido cuando percibieron los primeros signos de una extraña enfermedad. Encendido por la fiebre, el único sobreviviente de la balsa había contado a las autoridades de qué manera la Isla de los Grajos se había ido transformando en un infierno. Fascinados por su diosa rubia, decía, los hombres habían comenzado a competir por sus favores. Al principio la pugna había sido cordial y aun amorosa. Pero un día la Alemana se apartó de ellos, cubrió su desnudez con una holgada túnica de manta y los dejó a su suerte. Entonces el deseo insatisfecho sembró entre los hombres un ansia sodomita que acabó en violento ritual de hombres insaciables, que se entregaron unos a otros como si impregnándose de sí mismos pudiesen alcanzar la perfecta hermosura de su reina. Aquel singular acuerdo funcionó por unas semanas, hasta que los encuentros devinieron en vejaciones y los más débiles fueron sucumbiendo al deseo de los más fuertes sin que éstos hallasen ningún consuelo en aquéllos, que fueron los primeros en sucumbir a la peste. Mientras tanto la Alemana seguía intocable, encerrada en algún lugar remoto de la isla, seguramente complacida con aquel desorden del que se sabía causante.
Los convirtió en bestias, aseguraba el gendarme citando a medias lo que había oído decir al sobreviviente de la balsa. A lo que su joven auditorio apenas pudo reaccionar con la intuición de un horror secreto e incomprensible. Rugarza supo después que aquel último náufrago había muerto presa de indescriptibles dolores, y que su cuerpo hinchado y rosa había sido enterrado junto con los de sus compañeros en una fosa común tan amplia que no parecía albergar cuerpos humanos, sino auténticas esferas de carne rosada, inexplicablemente infladas por el aire, el deseo o la muerte.
Para el lunes el guardacostas Mogrovejo se encontraba ya abismado en una depresión alcohólica sin precedentes. El día de antes había discutido acremente con Rugarza porque éste había apartado el cuerpo del lugar de los hechos. A su entender, aquello había sido una estupidez, y con eso justificaba su negativa para dar parte de los hechos a sus superiores. Rugarza no insistió ni se ofendió con el rapapolvo del guardacostas, pues cualquiera que conociese la historia de la Alemana sabía que su esqueleto aún podía causar innumerables problemas que era mejor evitar. Qué tipo de problemas era algo que ni Rugarza ni Mogrovejo eran capaces de establecer. Lo único cierto para ellos era que algo había quedado inconcluso en el asunto de la Isla de los Grajos, algo acaso más inquietante de lo que hasta entonces se sabía o se pensaba que había ocurrido con Clarisse von Heller y su ejército de bellísimos consortes.
Poco después de la llegada de la balsa de los muertos, pasó por Gran Baldón un nuevo grupo de extranjeros dispuestos a alcanzar la Isla de los Grajos. Esta vez los visitantes eran distintos. Aquella comitiva venía encabezada por un hombre maduro, de modales refinados y mirada torva. Le acompañaban dos enfermeras germanas de rostros tan duros que parecían tallados en piedra por un artista a punto de morir. Lejos de inquietarse con la advertencia de que había una epidemia en la Isla de los Grajos, los viajeros insistieron en llegar allí como si sólo ellos tuviesen el remedio para el mal. Sin hacer preguntas, el peruano los llevó hasta la isla, donde fueron recibidos por la Alemana, que efectivamente había cubierto su cuerpo y estaba ya visiblemente preñada. Años más tarde el tortuguero recordaría aquel encuentro con un estremecimiento, sobre todo por la veneración que la soberbia Clarisse von Heller mostró al recibir a sus visitantes. Afirmaba el tortuguero que el hombre y las dos mujeres se habían metido en el reino de Clarisse von Heller como si todo en él les perteneciera. Como si la isla, sus habitantes deformes y su única reina telúrica fuesen no sólo de su propiedad, sino fruto inmaculado de su imaginación.
Para sorpresa de Rugarza, el martes llegó a Gran Baldón un médico forense enviado con urgencia desde tierra firme. El hombre se presentó muy temprano en las oficinas del guardacostas, y cuando vio que éste no estaba en condiciones de asistirlo, solicitó amablemente a Rugarza que estuviese presente en la autopsia, lo cual hizo el capitán de muy buen grado.
El forense era un viejo tembleque que no dejó de hablar mientras analizaba el esqueleto con mal disimulado interés. Al verle, Rugarza había resuelto ahorrarle los antecedentes del caso, pero enseguida se dio cuenta de que el médico los conocía tanto o mejor que él. Sin detenerse un instante en su escrutinio del esqueleto, el forense le habló largamente de la Alemana, y enunció partes inéditas de su pasado, un pasado remoto del que ni siquiera Rugarza tenía noticias. Le dijo primero que Clarisse von Heller no era proiamente alemana, sino austriaca, y que su juventud había estado marcada por la decadencia, la desgracia y la seducción. Le contó también cómo se había abierto paso entre la breve aristocracia de Weimar y luego entre los prohombres del Nacional Socialismo, que quisieron ver en ella la encarnación misma del sueño ario. No era difícil entender que aquella beldad había llegado a las Galápagos apadrinada por sus amantes de entonces, y que de alguna forma éstos habían intervenido también en el reclutamiento de sus jóvenes vasallos durante la guerra. Poco más podía añadir el médico que Rugarza no supiese ya, como no fuera el rumor de que una noche Clarisse von Heller había sido finalmente arrebatada de su isla y ejecutada sin motivo aparente por sus mentores en alguna parte del archipiélago.
Rugarza escuchó al forense sin apartar la vista de sus manos temblorosas, unas manos de viejo loco que sin embargo medían y raspaban el esqueleto con una inusitada agilidad. Después pensó que habría debido preguntarle muchas cosas a aquel hombre, pero algo en él le hizo recelar. Su palidez, su presteza para presentarse en Gran Baldón, su acento exageradamente continental, su manera de hurgar en aquella osamenta como si se tratara de un objeto demasiado familiar, un mecanismo de relojería en el que acaso esperaba hallar más confirmaciones que sorpresas.
Al terminar la autopsia, el médico sorprendió a Rugarza con la novedad de que aquel cuerpo no había pertenecido a una mujer, sino a un hombre caucásico de cincuenta y tantos años de edad, asesinado al parecer con un revólver de bajo calibre aunque extremadamente eficaz. Mientras se lavaba las manos, el forense anunció al consternado Rugarza que aquel dictamen sólo complicaría más las cosas. Hágame caso, capitán, le dijo, ahórrese do- lores de cabeza y permítame ayudarle. Acto seguido le ofreció redactar un informe forense donde constara que aquel cuerpo había pertenecido a una mujer de 30 años, muerta hacía unos veinte, no a causa de heridas de bala, sino probablemente de parto. Añadió que aquello bastaría para cerrar el caso, siempre y cuando Rugarza y el guardacostas accedieran a entregarle el esqueleto, pues él conocía a algunas personas que pagarían muy bien por que les permitiesen conservar aquella reliquia. Dicho esto, el viejo guardó su instrumental y se marchó, dejando en manos de Rugarza una tarjeta con la ambigua dirección postal de un pueblo uruguayo de nombre selvático e irretenible.