Madrid, 1962. Su libro más reciente es Cien noches (Anagrama, Premio Herralde de Novela 2020).
Tengo tres ordenadores —dos de sobremesa, en la oficina y en mi casa, y un portátil—, una tablet y un smartphone. En todos ellos guardo, perfectamente sincronizadas, mi lista de contactos y mi agenda de citas. Lo hago mediante una aplicación a la que estoy suscrito: al añadir un contacto o un evento nuevo en uno de los dispositivos, se transfiere automáticamente al resto. Pero la aplicación, como todas las aplicaciones informáticas, se desactualiza o se engatilla de vez en cuando, y hay que recurrir entonces a remedios, componendas y tanteos. Cuando me ocurre esto y doy el problema por solucionado, realizo una prueba simple para certificar que todo marcha correctamente: introduzco un contacto inventado de prueba en cada uno de los dispositivos y verifico que se ha transferido a los demás.
La última vez que me ocurrió, hace varios meses, añadí cinco contactos falsos, creados al azar, y los dejé en el sistema sin borrarlos después de comprobar que todo funcionaba bien. Unos días después, al ir a usar el Whatsapp para confirmarle a mi hermano la dirección de un restaurante, me apareció por azar uno de esos contactos, al que yo había llamado PruebaTablet_01. Me saltó a la vista enseguida porque la fotografía del perfil, aunque pequeña, era expresiva: un cuerpo desnudo, suavemente musculoso y con la verga dura. La amplié inmediatamente todo lo que la aplicación permite, que no es mucho, y me deleité viendo esa imagen juvenil y obscena. ¿Quién podía ser ese individuo extravagante que empleaba ese tipo de fotografía para identificarse? ¿Sería un retrato suyo o una imagen robada?
Me olvidé enseguida del asunto, pero dos o tres días después, en un momento de excitación, recordé el contacto y volví a abrirlo. La foto era distinta, pornográfica: alguien con los ojos vendados rodeaba con los labios el glande de la verga. La verga y el cuerpo eran los mismos, no cabía duda.
Cogí un teléfono antiguo que había arrumbado al cambiar de modelo y bajé a una tienda de telefonía para dar de alta una línea nueva. Media hora después, de regreso en mi casa, me desnudé completamente, me manoseé hasta estar excitado —no tuve que empeñarme mucho— y me hice entonces una fotografía que coloqué en el perfil de mi nueva cuenta de Whatsapp, una cuenta que ninguno de mis contactos podía ver. A continuación, añadí el número del desconocido y le escribí: «Me gusta tu polla». Vio el mensaje enseguida, pero no respondió: simplemente cambió la foto del icono por un primer plano de la verga, recta, tiesa, rasurada en el tronco y en la piel testicular. «Estaría mucho mejor en movimiento», escribí, con el resuello roto por la fiebre. Al cabo de cinco minutos recibí un vídeo breve en el que se veía la verga sacudida por la mano, la piel del prepucio bajando y subiendo, los testículos hinchados. «¿Tú qué muestras a cambio?», preguntó él. «¿Qué quieres ver?», dije yo. Su respuesta fue inmediata: «Tu boca. Tu boca abierta. Tu boca ensalivando».
Me puse muy nervioso. Me ardía la piel. Estaba desnudo, masturbándome, y de repente, en una convulsión, eyaculé sin remedio. Apagué el teléfono y fui al baño a limpiarme, pero antes de terminar de hacerlo escuché el pitido del otro teléfono, del que yo usaba para mi vida corriente. Pensé que sería mi jefe, que siempre me envía mensajes a deshoras, o mi hermano con alguna de sus preguntas. Era el desconocido: «Tu boca ensalivando. Ahora». Tecleé temblando: «¿Cómo sabes que este es mi teléfono?». Se movieron las letras que anunciaban que él estaba escribiendo: «¿Qué más da eso? Es todo muy fácil cuando sabes cómo hacerlo». Y casi inmediatamente: «Tu boca. Tu boca abierta y ensalivando algo».
Entré en pánico y empecé a dar vueltas a la casa buscando con atolondramiento un objeto que ensalivar. Encontré un rotulador gordo, algo fálico, y lo chupé delante de la cámara del teléfono con buen cuidado de que el cuadro no alcanzara mis ojos para no ser reconocido. Luego se lo envié. «No está mal, Santiago, pero habría sido mejor con una polla», escribió él. Santiago. Era mi nombre real, que estaba detallado en el perfil del Whatsapp. Me apresuré, aterrado, a cambiarlo, a quitar todos los datos personales que hubiera allí, pero antes de que me hubiera dado tiempo a hacerlo, sin pulso, recibí un mensaje con una ubicación geolocalizada: no era la suya, sino la mía; mi dirección, el punto exacto en el que me encontraba. «No te esfuerces en deshacer hilos», me dijo. «Busca una polla y ensalívala. Te doy veinticuatro horas».
Estuve un rato inmóvil, paralizado por el miedo. El desconocido, ese individuo cuyo número yo había tecleado por azar para hacer pruebas de sincronización, me tenía en sus manos. Sabía quién era, dónde vivía. A esas alturas quizá tendría ya el archivo de mis contactos, el número de teléfono de mi hermano, de mi jefe, de mis compañeros de trabajo, de mis padres. Permanecía a oscuras, espeluznado, hasta que de repente comencé a darme cuenta de que no había nada que temer. Me había comportado como si el desconocido pudiera chantajearme o arruinar mi vida, pero ¿qué había hecho yo que tuviera que avergonzarme? Nada. Era un hombre libre. Entonces comprendí que no era un chantaje, sino un juego. Un juego forzado. Era tarde, pero me acicalé y salí a la selva de la noche a buscar un hombre. Lo encontré en un bar, cerca de mi barrio. Lo llevé a casa y le hice una felación delante de la cámara del teléfono, con su consentimiento. En cuanto se marchó se la envié al desconocido. Él me respondió enseguida con un vídeo breve en el que eyaculaba: dos, tres chispazos eléctricos de semen.
Desde aquel día, yo salgo a cazar casi todas las noches. He instalado una cámara pequeña en la habitación para mejorar la calidad de la imagen. Cuando me quedo solo, descargo el vídeo en el teléfono, suprimo las partes sin interés y se lo mando al desconocido. Él, por su parte, me envía los vídeos de las felaciones que otros hombres le hacen a él.
Nunca habíamos vuelto a escribirnos, pero ayer lo hice: «Quiero conocerte». Él tardó unos minutos en responderme: «Ya nos hemos conocido».