I
Es una de las más famosas escenas de cine de todos los tiempos: el Dr. Frankenstein levanta con una grúa la plataforma que sostiene el cuerpo inerte de la criatura que ha armado usando piezas de cadáveres obtenidos ilegalmente, y lo expone a los rayos que alumbran el cielo nocturno. Conforme la electricidad baja y llega a la criatura, el monstruo comienza a moverse y cobra vida. El Dr. Frankenstein ha logrado lo prohibido: ha vuelto a la vida materia muerta. Dirigido por James Whale y con el extraordinario actor Boris Karloff interpretando uno de los personajes principales, el filme Frankenstein, de 1931, se ha convertido en un clásico gracias también a la adaptación de la novela publicada por Mary Wolle-stonecraft Shelley cuando tenía tan sólo 18 años de edad. A pesar de que ahora es parte de la cultura popular, muchos se han perdido el Prefacio, en el que escribió: «el hecho en el que se basa esta historia de ficción ha sido considerado posible, tanto por el Dr. Darwin como por algunos escritores alemanes de fisiología». Este Dr. Darwin es nada menos que Erasmus Darwin, el distinguido médico, poeta, naturalista y libertario cuyo nieto, Charles R. Darwin, se convertiría con el tiempo en un destacado científico que cambiaría la ciencia para siempre.
La admiración que Mary Wollestonecraft Shelley y su esposo Percy Shelley tenían por Erasmus Darwin no es del todo sorprendente. Siempre a la vanguardia de las ciencias médicas, había sido uno de los primeros en promover el uso de la electricidad para curar algunas dolencias. Se rumora que, de hecho, se le pidió que tratara al rey Jorge II de una enfermedad que lo incapacitaba y que mucho afectaba a la política del país. El Dr. Darwin no lo hizo, lo que quizá haya salvado a la dinastía; pero, de cualquier manera, el uso que hacía de la electricidad formaba parte de un extendido movimiento que había comenzado mucho antes que él, en Bolonia, cuando Luigi Galvani y su esposa demostraron, en numerosos experimentos un tanto espectaculares, que las ancas de ranas amputadas se podían mover cuando una corriente eléctrica pasaba a través de ellas.
Después de muchos años de experimentación sobre los efectos de la electricidad en ancas de ranas, Galvani publicó, en 1791, su Comentario sobre los efectos de la electricidad en el movimiento muscular, que compendiaba las observaciones que lo habían llevado a creer en la existencia de un fluido eléctrico animal que se originaba en el cerebro y viajaba a través de nervios y músculos. Hijo de la Ilustración, Galvani no era místico, y la fascinación que sus observaciones despertaron, tanto en sus colegas como en el público lego, debe ser entendida como parte de un proceso de secularización que las ciencias de la vida experimentaron en ese periodo: Galvani estaba, de hecho, intentando explicar la naturaleza de la vida misma sobre la base de un fenómeno puramente físico.
En realidad, Galvani y sus seguidores y contemporáneos habían iniciado una tendencia científica que continuaría durante más de dos siglos. Es fácil de comprender la fascinación, por ejemplo, de la sorprendente (pero superficial) analogía entre el huso mitótico y las limaduras de hierro
alineadas que revelan la forma y la orientación de un campo magnético. Como quedó demostrado mediante los esfuerzos por describir las propiedades básicas de la vida sobre la base del magnetismo, la tensión superficial, la radiactividad y otros fenómenos físicos, esta tendencia se convertiría pronto en un esfuerzo científico serio, concordante con el positivismo del siglo xix.
Como se mostró por medio de los fascinantes reportes de Jerome Alexander, Stéphane Leduc y Alfonso L. Herrera, hasta los años veinte del siglo pasado hubo numerosos científicos que estaban convencidos de que tanto la naturaleza como la vida y su origen podían ser explicados con base en la caracterización físico-química del protoplasma, y así volverse parte de la química coloidal. Puede que sea difícil entender tal fascinación hoy en día, la cual apenas sobrevive actualmente en juguetes y diversiones infantiles cada vez más raros, como los llamados «juegos de química». Sin embargo, una de las más perdurables descripciones de tales intentos, no sólo de imitar, sino de realmente describir la esencia de la vida, se encuentra en Doktor Faustus, de Thomas Mann, de 1947, donde uno de los personajes recuerda cómo de niño presenció que «la “gota voraz” —a la cual Jonathan Leverkühn dio más de una vez su pitanza ante nuestros ojos— nos reveló en forma desconcertante hasta qué punto los tres reinos de la naturaleza se comunican unos con otros. Una gota, de lo que sea, de parafina o de aceite etéreo —me parece recordar que la gota en cuestión era de cloroformo—, una gota, repito, no es un animal, ni siquiera en su forma más primitiva. No es ni siquiera una larva. Nadie le supone el apetito de alimentarse, la capacidad de absorber lo que conviene y de rechazar lo que podría serle dañino. Pero la gota en cuestión era capaz de todas estas cosas. Flotaba aislada en un vaso de agua, donde Jonathan la había depositado con una jeringuilla antes de entregarse al experimento siguiente: tomaba una diminuta baqueta, o más exactamente un hilo de vidrio, previamente cubierto de barniz, y sirviéndose de unas pinzas lo colocaba en proximidad de la gota. No hacía nada más: de lo restante se encargaba la gota, que empezaba por proyectar en su superficie una ligera protuberancia, una especie de tubo receptor a través del cual absorbía la varilla en sentido longitudinal; al propio tiempo, la gota también se alargaba, adquiría forma de pera, de modo que podía encerrar dentro de sí la varilla en su totalidad. Entonces, la gota empezaba —doy fe de ello— a engullir el barniz con que estaba pintada la varilla de cristal, e iba, poco a poco, repartiéndolo en su cuerpo, que a la vez adquiría primero una forma ovalada y finalmente su forma redonda original. Terminada la operación, la gota empujaba de lado la baqueta, ya completamente limpia, hacia su periferia, y acababa depositándola de nuevo en el agua del vaso».
II
Buen número de científicos estaban convencidos de que la naturaleza y la aparición de la vida no podían ser explicadas, pero que tenían que darse por sentadas. «La existencia de la vida», escribió en 1932 el distinguido físico Niels Bohr, «debe ser considerada un hecho elemental que no puede ser explicado, pero que debe tomarse como punto de partida en biología». No todos estuvieron de acuerdo, pero es igualmente cierto que algunas veces no había una respuesta disponible. Como lo describió Max Perutz, durante una conferencia memorable en 1939, en la Royal Institution de Londres, el famoso cristalógrafo John D. Bernal puntualizó que «toda proteína que conocemos hoy en día ha sido hecha por otras proteínas, y éstas a su vez por otras». ¿Cómo dio inicio tal proceso? Cuando Bernal repitió el mismo argumento en una discusión posterior, añade Perutz, «el físico W. H. Bragg le preguntó de dónde había venido la primera proteína. En lugar de contestar “no lo sé”, Bernal esquivó con habilidad la embarazosa pregunta de Bragg».
Perutz no escribe cómo Bernal evitó el asunto traído a cuento por Bragg, pero este relato revela el fuerte atractivo científico que los temas relacionados con la naturaleza de la vida y el origen de sistemas biológicos tenían entre los físicos desde los tiempos previos a la doble hélice del adn. En esta tendencia destaca, por supuesto, ¿Qué es la vida?, el fundamental libro de Edwin Schrödinger publicado en 1944. La historia de la ciencia muestra que este libro debería ser leído no como el punto de partida de los intentos de explicar la vida en términos físicos, sino como la culminación de una larga tradición intelectual. Sin embargo, lo que generalmente no es sabido es que Schrödinger incluyó únicamente una sola referencia a la biología. Esto es bastante sorprendente, en especial porque muchos de sus contemporáneos ya estaban llegando a importantes elementos de comprensión cuando trataban propiedades básicas de la vida, como la herencia. De hecho, no todos se impresionaron con el libro de Schrödinger, como lo muestra lo que Max Perutz expuso muchos años después: «Lo que era verdadero en el libro, no era original», escribió Perutz, «y se sabía que la mayor parte de lo que era original no era verdadero incluso cuando el libro fue escrito». ¿Por qué, entonces, el libro se volvió tan importante? Las razones son múltiples, e incluyen por supuesto no sólo el prestigio científico de Schrödinger y el intenso impulso intelectual que lo llevó a escribirlo, sino también el peso (ahora de alguna manera disminuido) que los físicos tenían en la academia durante la primera mitad del siglo xx. El libro de Schrödinger, en cualquier caso, debería ser leído como una invitación abierta para desarrollar programas de investigación multidisciplinarios.
El atractivo, entre físicos y científicos con orientación hacia la física, de los fenómenos biológicos que condujo a ¿Qué es la vida? continúa hasta nuestros días, como lo muestran los múltiples intentos por describir el surgimiento de la vida en términos de interacciones no lineales y fuerzas no equilibradas, la termodinámica de procesos irreversibles, formación de patrones, caos, atractores, fractales y, más recientemente, la teoría de la complejidad. Es fácil de reconocer, como lo ha hecho el filósofo de la ciencia estadounidense Evelyn Fox Keller, que esto es parte de una larga y un tanto errática tradición intelectual que ha llevado a los físicos a buscar todas las leyes abarcadoras que puedan integrarse en una gran teoría que abarque muchos, si no es que todos, los sistemas complejos. Desafortunadamente, los modelos de complejidad han prometido mucho pero han cumplido poco. Como lo subrayó el biólogo británico Thomas Fenchel hace unos años, las invocaciones a la generación espontánea parecen estar al acecho detrás de llamados a indefinidas «propiedades emergentes» o «principios autoorganizativos» que son usados como la base para lo que muchos científicos de la vida ven como grandilocuentes, dramáticas generalizaciones que tienen poca relación con los fenómenos biológicos reales.
III
Luego de la conversación que sostuvo en 1946 con Einstein, en Princeton, sobre la fundamental unidad bioquímica de la biosfera, John D. Bernal escribió que «la vida involucró otro elemento, lógicamente diferente a aquellos que ocurrían en la física en ese momento, de ninguna manera místico, sino un elemento de la historia. Los fenómenos de la biología deben ser… contingentes en acontecimientos. En consecuencia, la unidad de la vida es parte de la historia de la vida y, consecuentemente, está involucrada en su origen».
Como se muestra con el autoensamblaje de membranas lipídicas o las sorprendentes estructuras formadas por multitudes de aves, hay casos de fenómenos biológicos que pueden ser entendidos como fenómenos autoorganizativos sin apelar a explicaciones darwinianas tradicionales. Sin embargo, a pesar de numerosos y fascinantes equivalentes teóricos y experimentales de sistemas biológicos desgenetizados, la naturaleza de la vida quizá pueda ser mejor entendida en términos históricos. En contraste con la física clásica o la química orgánica, por ejemplo, la biología es una disciplina histórica. Hay, por supuesto, muchos casos que demuestran que la continuidad histórica puede existir sin herencia genética. Sin embargo, en biología, la historia implica genealogía y, a largo plazo, filogenia. Esto requiere un aparato genético intracelular capaz de almacenar, comunicar y, en la reproducción, transmitir a su progenie información capaz de experimentar un cambio evolutivo.
De esta manera, se puede decir que la evolución darwiniana es esencial para comprender la naturaleza de la vida misma. Esto ha llevado a definiciones de la vida como la del biólogo molecular estadounidense Gerald F. Joyce, quien la define como un sistema químico autosustentable (i.e., aquel que convierte los recursos en sus propios bloques constructivos) capaz de experimentar la evolución darwiniana. No es sorprendente que tal definición tentativa, la cual fue el resultado de un grupo de discusión convocado por la nasa a principios de los noventa, haya sido rechazada por numerosos autores que argumentan por diferentes motivos que una sola definición es imposible —y, en parte, tienen razón.
Tales debates son fáciles de entender. Los intentos de encontrar una definición de la vida pueden ser un esfuerzo inútil destinado a fracasar. Este pesimismo no es del todo sorprendente: como escribió Nietzsche, hay conceptos que pueden ser definidos, mientras que otros solamente tienen historia. Definiciones precisas se logran en matemáticas (i.e., un número imaginario), pero, como lo notó hace mucho tiempo Immanuel Kant, conceptos empíricos como la vida se pueden hacer explícitos solamente de formas que dependen fuertemente de circunstancias históricas. Los espectaculares desarrollos en nuestra comprensión de la base molecular que hace hincapié en fenómenos biológicos no han llevado a una definición generalmente aceptada de la vida, y no por falta de intentos. Es verdad que ningún parámetro solo es suficiente para definir por sí mismo la vida, pero ya que el cambio evolutivo debido a la selección natural que actúa sobre un sistema que se duplica con variaciones es ciertamente un rasgo único de los sistemas vivos, su naturaleza básica no puede ser entendida sin él.
IV
Incapaces de definir la naturaleza de la vida, con frecuencia buscamos analogías para explicarla. Una de las más populares es, por supuesto, el fuego. ¿Está viva una llama? La que puede ser una de las más tentadoras analogías entre el fuego y la vida misma viene de León Tolstoi. Mientras Ana Karenina está muriendo en la estación del ferrocarril, «la luz de la vela con que ella leía el libro», escribió Tolstoi, «lleno de inquietudes y engaños, penas y maldades, brilló por unos momentos más viva que nunca, iluminando para ella todo lo que antes estaba evuelto en tinieblas, chisporroteó, fue debilitándose y se apagó para siempre». Pero ¿está vivo el fuego? Como la vida, el fuego puede crecer, multiplicarse e intercambiar materia y energía con lo que lo rodea. Una llama engendra otra llama. Como se muestra en la manera en que los portadores de las antorchas olímpicas transmiten su llama de corredor a corredor, el fuego puede tener historia. Pero, como acertadamente resumió el evolucionista británico Richard Dawkins, una llama no tiene herencia y, por lo tanto, tampoco genealogía. En contraste con el fuego, los tornados y otros sistemas autoorganizados no vivientes, la historia de la vida está registrada en sus componentes moleculares. Es verdad que los sistemas vivos son entidades autosustentables, autoorganizadas, que pueden duplicarse. Es igualmente verdadero que muchas propiedades asociadas con las células se observan en sistemas no biológicos, como la catálisis, las reacciones de polimerización dirigida por plantilla y el autoensamblaje. Como lo notó el francés Michel Morange, biólogo molecular y filósofo de la ciencia, el primero en subrayar este hecho peculiar en un intento por definir la vida fue Alexander I. Oparin. «La específica peculiaridad de los organismos vivos es solamente que en ellos se ha reunido e integrado una extremadamente complicada combinación de un gran número de propiedades y características que están presentes, aisladas, en diversos cuerpos muertos, inorgánicos», escribió Oparin. La vida no está caracterizada por propiedades especiales, sino por una combinación determinada, específica de estas propiedades. Esto implica, por supuesto, que la vida no puede ser definida sobre la base de una sola propiedad o sustancia, y sugiere que la aparición de sistemas vivos fue el resultado del surgimiento y la coevolución sincrónicos de sus componentes básicos.
Esta conclusión tiene una importante repercusión para el estudio del surgimiento de los sistemas vivos. Si el origen de la vida es visto como la transición evolutiva entre lo no-viviente y lo viviente, entonces no tiene sentido intentar trazar una estricta línea entre estos dos mundos. La aparición de la vida en la Tierra, por lo tanto, debería ser vista como un continuo que une perfectamente las prebióticas síntesis y acumulación de moléculas orgánicas en el medio ambiente primitivo con el surgimiento de sistemas químicos autosustentables, duplicables, capaces de experimentar la evolución darwiniana. De este modo, en lugar de entablar una discusión banal sobre cuándo exactamente comenzó la vida, el reconocimiento de que es el resultado de un proceso evolutivo puede llevar a aceptar que las propiedades asociadas con los sistemas vivos, como la duplicación, el autoensamblaje o la catálisis, también se encuentran en entidades no vivientes.
La investigación en el campo del origen y la naturaleza de la vida está condenada a permanecer, en el mejor de los casos, como obra en proceso. Es difícil encontrar una definición de vida aceptada por todos, pero la historia de la biología ha mostrado que algunos esfuerzos son mucho más fructíferos que otros. Es fácil entender el atractivo de la teoría de la complejidad cuando se trata de describir la naturaleza básica de los sistemas vivos. Sin embargo, hay una notable diferencia entre la mera evolución físico-química y la selección natural, la cual es uno de los distintivos de la biología. A pesar de muchas especulaciones publicadas, la vida no puede ser entendida en la ausencia de material genético y la evolución darwiniana. Como el evolucionista estadounidense Stephen Jay Gould escribió en una ocasión, para entender la naturaleza de la vida tenemos que reconocer tanto los límites impuestos por las leyes de la física y la química, como la contingencia de la historia.
Traducción del inglés de Víctor Ortiz Partida
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