* I
Después de varias vueltas por los anaqueles, Cristián Segundo Meléndez retiró de la estantería de «novedades» una novela escrita por su excéntrico vecino de calle René Avilés, y la abrió al azar, como para darle una hojeada y decidir si valía la pena pagar el precio. Lo importante es lo que hacemos en este corto viaje llamado vida, leyó. ¡Brutal! Era suficiente.
—La llevo— le dijo al vendedor con una sonrisa que expresaba su entusiasmo. —Parece muy buena.
—Se ha vendido como pan caliente— sonrió el muchacho.
Después de pagar, Meléndez cruzó la puerta de El Parnaso y eligió una de las mesas pequeñas en esa cafetería anexa donde casi siempre recalaba algún conocido, de tantos artistas y profesionales que eligieron Coyoacán para vivir más felices —las calles que pisaban Frida Kahlo, Diego Rivera, León Trotsky— y donde es posible pasar un buen rato por el precio de un café. Él a veces acudía después del trabajo para demorar un poco la llegada al «hogar dulce hogar», a los ladridos hostiles que Chita le dirigía (así la llamaba aunque su nombre era Mildred) por haber echado a Cristiancito de casa cuando se negó a estudiar Derecho, a pesar de que había transcurrido ya tanto tiempo; también lo hacía para sacudirse el aburrimiento acumulado en sus horas de oficina, estudiando casos de divorcios, homicidios o herencias.
—Un espresso doble y una medialuna— ordenó, disponiéndose a hincarle el diente también a El reino vencido, ya que la cita con el Socio en el nuevo local de La Guadalupana era a las 3:00 de la tarde y el tiempo quedaba grande.
Hacia las 2:40, Meléndez había consumido tres espressos dobles y un agua mineral gasificada, y había engullido además cuatro medialunas. Qué afán por comer, pura ansiedad, pura histeria, le había diagnosticado el Dr. Gastón Meléndez, su hermano mayor. De ahí tan obeso y desganado, sin energías. También a esa hora había acabado la lectura de su novela. Era un lector veloz con bastante entrenamiento, como lo exigía su profesión. Buena, se dijo mirando otra vez la imagen, un argumento bien tramado y el flechazo certero de un mensaje que recomienda vivir la vida con intensidad, realizando siempre lo que se quiere. Recordó las palabras que en épocas remotas le había dicho el Dr. Noble, caminando por la avenida Mazatlán, en la colonia Condesa. «El hombre debe realizarse», había dictaminado, «porque cuando no lo hace, se frustra, y el resultado de esa frustración es la neurosis».
El hombre debe realizarse, el hombre debe realizarse, se repitió una y otra vez Meléndez, como para que se le incrustara el convencimiento, el hombre debe realizarse, y se le vino también a la memoria ese antiguo bolero que cantaba Elvira Ríos, «no quiero arrepentirme después de lo que pudo haber sido y no fue…». «El hombre se arrepiente mucho de algunas cosas que no hace», concluyó el Dr. Noble aquella lejana tarde.
En La Guadalupana, el Capitán lo guió hasta la mesa que se había reservado, al lado de la ventana. El Socio aún no llegaba, pero Dalia ya estaba ahí, saboreando un margarita y leyendo la misma novela de Avilés.
Dalia era la editora de Ellas Sí, una revista que predicaba la independencia total de la mujer. En los últimos años del Colegio Madrid se le manifestaron con fuerza esas tendencias libertarias que habían acabado por traerle un problema tras otro, polémicas, juicios, descalificaciones. Pero era una mujer valiente, al menos para algunas cosas, y se defendía con uñas o mordiscos de los ataques epistolares o periodísticos de maridos machistas o mujeres pacatas.
—La acabo de terminar— dijo Meléndez, mostrándole su propio ejemplar y tomando asiento.
—Pues a mí no me parece nada de mal.
—Se lee muy bien, la verdad, y lo mejor es que descarga con fuerza su moraleja, eso de que la vida es ahora y aquí, no hay pasado ni futuro. ¡Dios santo!
—Sí, qué bárbaro, no llevo ni la mitad y ya hasta se me viene plasmando la idea de que la no-realización debe ser algo así como una metáfora perfecta del Purgatorio.
Y entre risas coquetas y jadeos, Dalia fue proyectando una imagen del salón de los castigos, al centro mismo del Purgatorio, donde obligan a cada condenado a repasar, escena por escena, los momentos de la vida en que se acobardó y tomó la decisión equivocada. Todo lo que no hizo y pudo haber hecho para ser mejor, vivir más feliz, acercarse a la plenitud. Ella misma reconocía su falta de agallas para separase de su marido cuando el amor le tocó de nuevo la campana, y estaba muy segura de haber dejado escapar la oportunidad de su vida, resultado de lo cual eran su sonrisa amarga y la palidez de esos ojos celestiales. A continuación le pasan al condenado la película de cómo habrían sido las cosas si hubiera tomado las decisiones correctas.
Cuando el Socio llegó a la mesa, ordenó tequilas de aperitivo, chicharrón en salsa verde como botana y de plato fuerte un pollo en mole poblano. La conversación siguió el mismo rumbo por el que marchaban Cristián y Dalia, el Purgatorio, lo que no fue, la frustración, la neurosis.
—Pero yo no me hinqué, Cristián— dijo el Socio. —A mí la pinche muerte me la pela.
Cristián lo miró como se mira a los héroes. El Socio venía escapando de un cáncer que lo seguía de cerca, pero estaba muy dispuesto a ganarle la carrera.
* II
El abogado Cristián Segundo Meléndez, muerto a los 62 años de un ataque al corazón tras una suculenta comida con un grupo de amigos en la cantina La Guadalupana, ocupa la única butaca de una sala íntima del inmenso recinto llamado Purgatorio. Se apagan las luces y, entre notas de música marcial, recuerda a su amiga Dalia, al Socio, a su vecino Avilés, mientras aparece sobre una pantalla gigante la escena titulada:
LO QUE FUE I
—Nada menos que todo un hombre— dijo el padre, Licenciado Meléndez, ofreciéndole por primera vez un cigarrillo a su hijo Cristián Segundo. Esperaban los capuchinos en un pequeño café de la colonia Condesa, sobre la avenida Yucatán. —Un hombre hecho y derecho, «con toda la barba», como decía tu abuelo. Y llegó la hora de tomar una decisión que será importante para toda tu vida—. Cristián Segundo encendió los cigarrillos de ambos y se cargó los pulmones de humo y aire, como resignándose a resistir el embate paterno que se acercaba. —Como debes imaginar, tu madre y yo seguimos pensando en que lo que más te conviene es estudiar Derecho.
—Pero lo que a mí me gusta es el teatro, papá.
—Derecho, en la UNAM, por supuesto. O en la Ibero. Hijo, el teatro es un hobby, no una carrera seria, ¡tonterías!
—Pues no me interesa ser abogado.
—Sin embargo, te corresponde por tradición familiar. Tu bisabuelo lo fue, en tiempos de don Porfirio. También tu abuelo, después de la Revolución. Tu padre lo es. El futuro lo tienes al alcance de la mano: nuestro bufete te está esperando.
Dos años antes, Cristián Segundo Meléndez había ingresado al conjunto teatral del Colegio Madrid y le tocó representar el papel secundario de un paje en Noche de Reyes, la versión de León Felipe, y más adelante el de ese cartero que en Ardiente paciencia usaba las metáforas de Neruda para conquistar a la chica de sus sueños. Recibió buenas críticas, muchas felicitaciones y hasta mereció los favores de Flavia Rivadeneira, una de las actrices más lindas del conjunto, que se quedó prendada del personaje y sus metáforas, pero más que nada, del actor, de él mismo, que con su poder histriónico le había derrotado las defensas.
—Júrame que puedes escribir los versos más tristes esta noche— le dijo Flavia, mirándolo con fuego en los ojos.
—Y que en tus ojos profundos pelean las llamas crepúsculo…
—Y que mi cuerpo tiene blancas colinas, muslos blancos.
—Pero, amor, escucha, para que nada nos separe, que no nos una nada.
El juego terminó nerudianamente entre las blancas y sedosas sábanas de un motel en el camino viejo a Toluca, con el inmenso territorio iluminado del DF como paisaje desde el ventanal, y Flavia le dijo que ellos dos serían la pareja de actores más famosa de toda América, Romeo y Julieta, serían, Otelo y Desdémona, Marco Antonio y Cleopatra, Macbeth y su bruja, Kowalski y Blanche DuBois, serían Kim y Holden, que se iban a casar y que viajarían por todo el mundo dando funciones y amándose mucho.
—¡Quiero ser actor, papá! ¿No puedes entenderlo?
—¡No! No puedo entenderlo, como tampoco puedo entender que tengo un hijo pendejo, incapaz de distinguir oro de plomo…—. Cristián Segundo sintió vergüenza, bajó la vista. Cuando su padre se ponía en esa tonalidad, las cosas iban siempre mal.
Esa misma noche la mamá preparó una cena especial y el padre destapó una botella de champaña.
—Te felicitamos por tu decisión— le dijeron ambos. —¡Salud por Cristián Meléndez, futuro licenciado!
* III
Se proyecta sobre la pantalla:
LO QUE FUE II
El joven licenciado Cristián Segundo Meléndez acababa de ganar un juicio millonario en un caso de homicidio calificado, y lo primero que hizo fue llamar a Flavia Rivadeneira, su novia desde los tiempos del colegio, para proponerle una cena de primera en San Ángel Inn. Langosta, venado, dulces yucatecos.
—Ven a buscarme— le dijo ella, muy contenta. —Mi ensayo termina a las 8:30.
Flavia era primera actriz del conjunto La Caja de Pandora y le habían asignado el rol de la mujer que se rebela y abandona a su marido en Casa de muñecas.
Después de la cena decidieron seguir celebrando y se fueron al departamento de Flavia dispuestos a disfrutar unos martinis secos, que Cristián Segundo preparaba como nadie, según la receta que aconseja Luis Buñuel en sus memorias, y a disfrutar además de los malabarismos sexuales que ella le había enseñado en los primeros meses de su relación y que tenían algunos años de practicar con bastante regularidad. Estaban desnudos sobre la cama de dos plazas, desparramados y lánguidos de movimientos.
—Me muero— dijo Flavia. —¿Quién va por un jarro de agua con hielo?
—Tú— dijo él.
—¡Fresco!— gritó ella.
Bebieron como si después de varios días en el desierto hubieran encontrado un oasis.
—Cristián…— dijo Flavia.
Cristián Segundo tuvo un estremecimiento. Cuando ella empezaba su discurso diciendo Cristián y haciendo luego una pausa, la cosa venía difícil. Bebió más agua como para no dar el pase.
—Cristián— repitió ella… —Hay algo que tenemos que hablar. Si este juicio te significa un ventarrón de oro, ¿por qué no aprovechamos para casarnos?
—¡Un ventarrón de oro! No seas cursi, por favor, no hables igual que si estuvieras en una mala telenovela.
—¿Qué?— dijo Flavia como si no creyera lo que estaba escuchando.
—Ya oíste, no voy a repetir. Además, hemos discutido antes el tema.
—Sí, pero sin tanto flujo hacia la cuenta bancaria. ¿Qué te pasa? ¿No quieres que nos casemos, o al menos que vivamos juntos y podamos pensar en algún viaje, en tener hijos? ¿Y qué de lo que dices siempre acerca de volver a actuar? ¿Qué estamos esperando?
—Es tarde para mí.
—¿Tarde para qué, actuar o casarte?
—Las dos cosas— se atrevió a decir.
Flavia se incorporó y lo enfrentó con la mirada.
—Ah, yaaa— estiró las palabras, —voy entendiendo.
—Flavia, no es que no quiera casarme contigo, tú sabes que te amo, pero la cosa es que…
—La cosa es que…, la cosa es que… ¿Sabes cuál es la cosa? Yo te voy a decir cuál es la cosa. La cosa es que si no me das el sí definitivo en este mismo momento, te largas y no quiero verte más.
—Pero, Flavia…
—¡Te largas! Y yo me caso la próxima semana con Alejandro.
Alejandro era director de La Caja de Pandora y desde hacía mucho estaba enamorado de Flavia sin esperanzas.
—Tal vez sea una buena cosa— dijo Cristián Segundo. —Comparten oficio, trabajan juntos y, además, él me parece un buen tipo—. Cristián Segundo no le temía como posible rival. Flavia había amenazado muchas veces con la misma cantinela.
—¿No me digas?
—Sí, creo que te conviene. Harían una buena pareja.
Flavia no logró contener el llanto y Cristián Segundo empezó a vestirse.
—Chantajes no— dijo, pensando que ahora sería más fácil concretar su situación con Mildred, la mujer que su madre le había elegido como candidata principal al matrimonio, y que desde luego tenía cualidades que la hacían más adecuada para un abogado en ascenso.
Cuando Cristián se casó con Mildred, Flavia y Alejandro recorrían varias capitales de Europa con La Caja de Pandora y un repertorio de tres obras. Aún no lo sabían, pero al regreso ella completaría ya un par de meses de embarazo. Tampoco sabía Cristián la depresión que le habrían de provocar esos dos hechos: la unión de su amada Flavia con el director teatral, y el embarazo que probablemente sellaba esa unión para siempre. Por su parte, Mildred, el modelo ideal de esposa, de las que en pleno siglo XXI se preocupan de llegar vírgenes al matrimonio, que saben manejar a la perfección el orden de las familias y estar preparadas para toda ocasión, era despersonalizada y fea, con una mandíbula demasiado prominente que le recordaba a la doctora de El planeta de los simios. Como ella, tenía también cierta vellosidad en el rostro. Chita, le había puesto Cristián de sobrenombre, recordando a la célebre mona de Tarzán. Las cosas, por lo tanto, partieron mal.
* IV
Se proyecta sobre la pantalla:
LO QUE FUE III
—Nada menos que todo un hombre— dijo el licenciado Cristián Segundo Meléndez, ofreciéndole un cigarrillo a Cristiancito Tercero. Esperaban los espressos en el grill del Sanborn’s Universidad. —Un hombre hecho y derecho, como decía tu bisabuelo. Y ahora es el momento de una de tus más importantes decisiones, esas decisiones que determinan toda tu vida—. Cristiancito encendió ambos cigarrillos y se preparó para la pelea. —Pienso que debes estudiar Derecho y seguir con la tradición de la familia.
—Papá, no me interesa ser abogado, ya te he dicho que lo que me gusta es la arqueología, y eso es lo que quiero estudiar.
—Tonterías, la arqueología no te ofrece las mismas posibilidades de triunfo en la vida.
—¿Triunfo en la vida?
—Triunfo, hijito, ¡triunfo! Somos una estirpe de triunfadores, ¿no te das cuenta?
—No, papá.
La discusión se prolongó el tiempo de dos cafés y luego Cristiancito guardó silencio durante el extenso monólogo del padre. No pensaba privarse de la excitación que durante el viaje de estudios le habían producido las ruinas de Palenque sumido en la espesura de la selva, Chichén Itzá en las estepas de Yucatán, y Tulum vigilando las esmeraldas aguas del Caribe.
Esa misma noche, durante la cena, no se tomó champaña. El licenciado Cristián Segundo Meléndez miró a su esposa con disgusto. «Ése es tu hijo», parecía decirle. Nadie habló hasta el momento en que trajeron el postre.
—Tienes dos opciones— dijo el padre frunciendo el ceño y apretando los puños: —si estudias Derecho, tendrás todo nuestro apoyo. En caso contrario, te irás de la casa y te las arreglarás por tu cuenta. Tú decides. Consúltalo con la almohada y mañana en el desayuno me respondes.
—No es necesario— dijo Cristiancito, mirando a su madre con cariño y pena. —La decisión ya la tengo.
—Pues, Derecho y te quedas, otra cosa y te vas. Responde.
—Sí…— dijo Cristiancito, aumentando el volumen de su voz.
—¿Sí qué…?— preguntó el licenciado con brusquedad.
—Sí, papá.
—¿Sí qué…?— repitió con rabia y temblor en la voz.
—Ya preparé mis valijas— dijo Cristiancito, levantándose de la mesa.
* V
Se proyecta sobre la pantalla:
LO QUE FUE IV
Y así sucesivamente.