Un cuerpo prisionero
   en la ilusión del cuerpo:
   anhela la flexibilidad de la hierba,
   la calidez del contacto humano,
   la suavidad de un conejo.
   Anhela el amor de la luna,
   el calor del desierto,
   muchas corrientes de una sola gota de lluvia,
   la extensión del océano,
   el silencio del cielo.
Quiere que incontables flores
   abran en cada rama, 
   quiere el gorjeo de los picos de las aves.
No quiere pedir y sin embargo pide
   ya que su mente y su cuerpo han permanecido
   congelados por varios años.
   Tan pronto como se cruza
   con el cuenco mendigante de alguien,
   recuerda al Buda, tonsurado 
   y vestido de amarillo, cercano
   a Yashodhara y Rahul.
   Del cuenco mendigante surge
   la dulce esencia de la compasión,
   la última súplica de piedad, de humildad,
   de generosidad, de paciencia,
   la elegancia de la desapasionada
   oración de paz.
   El cuenco mendicante, de dos milenios
   y medio de edad, aparece fresco ante 
   los ojos de esa mujer: podría ser por
   su encanto de arcilla terrenal. 
El tiempo se derrite con el calor del cuerpo,
   con los gozos mundanos de la existencia.
Versión de Víctor Ortiz Partida, a partir 
   de la versión del oriya al inglés.