Para empezar a hablar de la Prosa selecta del poeta nacido en Belgrado en 1938, habría que decir que la escritura no es una cuestión de tiempo: imposible tejerla y desmontarla a nuestro antojo cuando lo que tenemos en las manos es la rueca sencilla de algún libro. Como la historia personal, cada imagen que uno crea tiene mucho de historia y otro tanto de invención: se revela de un modo improvisado para ajustar los hechos que ya no son tan claros en las fotografías, por ejemplo. Este regreso a casa, posible mediante la memoria, avanza con pasos inseguros de la filosofía a la disertación, del elogio a la crítica. Simic dice: «La comprensión depende de la relación que se da entre lo que somos y lo que hemos sido: el ser del instante. La conciencia en tanto que luz de la claridad, la historia en tanto que noche oscura del alma». Y con esto remite a uno de los elementos que resalto de su libro La vida de las imágenes: la capacidad de leer a los clásicos, a los autores de otras épocas, como a un colega actual; sin menosprecio, sin falsa admiración, lo mismo si son líricos, solemnes o burlescos, mientras tengan esa insaciable curiosidad de Buster Keaton que es, a su vez, otro elemento distintivo de las obras de Simic. Para tomar la vida tan en serio hay que saber reír.
Al ser humano no le alcanza la vida para entender su imagen: de allí que busque rastros, rostros, huellas, caminos que le expliquen mejor lo que sucede un día. El método, lo explica el poeta, es el azar. Un azar malicioso, inclusive con trampas, pero que deja al aire los lugares de encuentro. La voluntad de hallar algunos trazos, de decir ciertas cosas, se completa (como lo hace un lector con el poema) con la diversidad del universo. Estos golpes de suerte existen desde antes que Baudelaire los pusiera en la mesa. Así lo ve Charles Simic: «Hay tres modos de pensar el mundo. Se puede pensar en el Cosmos (como hicieron los griegos), se puede pensar en la Historia (como hicieron los hebreos) y, desde finales del siglo xviii, se puede pensar en la Naturaleza. La elección es siempre personal. ¿Dónde prefiere uno hallar (o no hallar) la respuesta al sentido de la vida?».
No le alcanza la vida, pero lo alcanza el destino. Esta imagen final (no carente de vida, aunque suene a paradoja) nos viene del origen. Charles Simic se sabe y reconoce yugoslavo. En «Elegía en una telaraña» lo explica con orgullo y aspereza: «Los descendientes del Dr. Frankenstein ya no cavan tumbas durante las lúgubres y tormentosas noches con la intención de crear un monstruo. Se quedan en casa y estudian la historia nacional para elaborar listas de errores pretéritos. Oímos decir a la gente de Yugoslavia: “Antes no los odiaba, pero después de leer lo que nos habían estado haciendo, quería verlos muertos a todos”. El nacionalismo es una jaula construida por uno mismo en la que los miembros de una familia se pueden arrimar para darse abrigo mutuo en los momentos en que no le están gruñendo y ladrando a alguien que se encuentra fuera de la jaula. Un pueblo que le enseña los dientes a todo aquel que se acerca es el sueño de los nacionalistas y de los fanáticos religiosos de cualquier parte del mundo».
«Defiende lo tuyo, pero respeta lo de los demás», le decía su abuelo. Por extensión, esta actitud podríamos aplicarla en la literatura. Me parece que en los años recientes la poesía de Simic ha calado muy hondo en los poetas jóvenes, quienes han visto crecer su percepción del mundo al añadir humor, crudeza, reflexión, azar, la irreverencia descarada y una mirada penetrante a las cosas del diario. Sin embargo, les falta interiorización. El propio Simic es crítico y mordaz en el texto «Poesía para el tonto del pueblo», pero cuando se acerca a la poesía de Hölderlin no hay conformismo. De allí su admiración por Marina Tsvietáieva, quien le reserva más sorpresas que Eliot o Pound. Sabe, y lo dice, que «el poeta es ese muchacho que, de cara a la pared en una esquina de la clase, piensa que está en el paraíso». A la manera de Stephen Dunn en su Historia de mi silencio (Tedium Vitæ, Guadalajara, 2017), en la que confluyen memorias y ensayos sobre poesía, La vida de las imágenes (traducido al español por Luis Ingelmo) completa el par de libros que le hablan al poeta desde el poeta, al hombre desde el hombre, al lector desde el humilde y más severo papel de la experiencia lectora.
Desde sus siete Umbrales (nombre de la colección de Vaso Roto en la que está incluido), denominados «Palabras maravillosas, verdad callada», «El vidente desempleado», «La fábrica de huérfanos», «El metafísico a oscuras», «El piano de la memoria», «El renegado» e «Inéditos», cada apartado de estas prosas autobiográficas y apuntes desprejuiciados da cuenta de veinticinco años de actividad en el campo del ensayo sobre arte y literatura de quien, junto al recientemente fallecido John Ashbery, completaba mi tríada ideal de poetas pensadores radicados en Estados Unidos que me llevan a pensar, a sentir, a emocionarme y confrontarme con el mundo, y a vislumbrar, de modo más sencillo, una imagen más clara de la vida y los otros. Las claves las ofrece el propio autor: «En Nuevo Hampshire, donde vivo, con cinco meses de nieve y un tiempo de mil demonios, se puede optar por morirse de aburrimiento viendo la televisión o hacerse escritor. Si no estoy en la cama, la cocina es la siguiente parte de la casa que escojo para escribir, rodeado de los aromas de los guisos. Una sopa apetitosa o un estofado a fuego lento es todo lo que me hace falta para que me llegue la inspiración. Momentos así me hacen pensar en lo similares que son la escritura de poemas y las artes culinarias. Empleando los ingredientes y las especias más sencillos y a menudo en apariencia incompatibles entre sí, ya sea siguiendo una receta de eficacia probada o improvisándola, se cocinan platos memorables o para relegar al olvido. Todo lo que le resta al poeta es decorar los poemas con unas ramitas de perejil y servírselos a los gastrónomos de la poesía». Porque si bien Charles Simic confiesa escribir en la cama, siguiendo a André Breton en uno de sus poemas surrealistas en donde afirma que «La poesía, como el amor, se hace en la cama», algunos de los textos incluidos en este libro tienen que ver muy de cerca con el arte de comer: «Salchichas fritas» y «El romance de las salchichas» bastan para constatarlo. Del primero vienen sus tres maneras de pensar el mundo. Del último, esta confirmación: «Las salchichas son los verdaderos adalides del multiculturalismo. Cuando se comparten con un grupo de gente numeroso, variopinto y ruidoso, comerlas se convierte en algo mucho más memorable». Este romance lo mantiene con la palabra. Simic dice: «Digamos que un poema es perfectamente comprensible después de haberlo leído una sola vez, pero, a pesar de ello, algo nos impulsa a volver a leerlo. El asunto de la poesía es la repetición que siempre se mantiene alejada de la monotonía. […] Es, justamente, esa naturaleza paradójica de la poesía lo que le confiere su singular aroma. La paradoja es su condimento secreto. Sin sus muchas contradicciones y sin su impertinencia, la poesía sería tan insulsa como una homilía dominical o el discurso del presidente sobre el estado de la nación». Simic sabe, desde lo más profundo de su experiencia, que «El verdadero poeta es un especialista de cierto tipo de metafísica del dormitorio y la cocina». Y en una sola imagen lo confiesa: «Yo soy el místico de la sartén y los sonrosados dedos de los pies de mi amor».
Luego de preguntarse si Dios es parte del menú, Charles Simic sigue fiel a su comprensión de lo que está por llegar y del papel que desempeñan la imaginación y el azar en la creación de un poema. Este libro nos hace conocer un poco más al lunático que busca «el misterio duradero de sus imágenes» en las fotografías familiares, en las pinturas de Redon, en los poemas de Whitman o de Dickinson, en las charlas con Vasko Popa o Frank Samperi, quien le hizo pensar que «Todo poema, consciente o inconscientemente, está dirigido a Dios». Lo dice el enigmático Charles Simic: «No importa en absoluto si los dioses y los demonios existen o dejan de existir. La ambición oculta de todo verdadero poema es preguntarse por ellos, aun en el caso de que admita su ausencia».
l La vida de las imágenes. Prosa selecta,
de Charles Simic (trad. de Luis Ingelmo).
Vaso Roto, col. Umbrales, Madrid, 2017.