Primera Lectura / Invocación de animal: poemas a la luz de una antorcha / Luis Armenta
Si despojáramos al mundo de lo humano desaparecería la belleza porque es el hombre el único animal con vocación de alimentarla, observarla y dejar testimonio de la misma. Esa heredad se ramifica con la explosión actual de percibir el arte sin la necesidad de acudir a un museo: templo del arte, territorio interior, también tiene sus dioses y creyentes. El arte verdadero no es una anomalía, aunque sí representa la profundización triunfal de los deseos humanos. Y así como los salmos son la manera más directa de dialogar con Dios, el arte es la forma más humana de hablar entre los hombres.
No son pocos los poetas que se han acercado a las artes plásticas de una manera constante y contundente: Octavio Paz, Paul Claudel, Zbigniew Herbert e Yves Bonnefoy son cuatro evangelistas que vienen de inmediato a mi memoria y cuyo acercamiento se hizo a través del ensayo. Si para Paul Claudel «los cuadros son la carne espiritual, Holanda es un cuerpo que respira». Sus artífices (al igual que otros pintores) llevan y traen la luz de la cama a la mesa, de la mesa a su estudio, de la casa al taller. Y más íntimamente, en esas migraciones recuerdan a los búfalos que no se quedan quietos y se mueven de este a oeste como pueblos cuadrúpedos persiguiendo unos surcos trazados de antemano. Si los continentes no forman una capa invariable e inmóvil, ¿por qué los animales o los hombres lo debieran hacer? Y si hay un equilibrio de climas y estaciones, la respiración de los hombres es un viento de pasos regulares que nos traen hasta aquí, donde estamos inmóviles (de momento), con nuestra propia luz y las sombras que todos escondemos aunque no nos movamos. Es el peregrinaje por la historia del arte lo que marca las huellas más constantes y menos contundentes de la historia del mundo. De allí la gran necesidad de explicarnos un cuadro, aunque lo que busquemos sea entender un origen común, un latido mayor que se replica y crece mientras más nos miremos.
Pese a haber escrito algunos poemas sobre Altamira y los episodios grotescos de la prehistoria, no fue sino hasta que leí Mecha de enebros (Aldus / Conaculta, México, 2003), de Clayton Eshleman, que estuve frente a un libro que considera todo el universo de la pintura y la imaginación del Paleolítico superior como su tema principal. Vendría después Un bárbaro en el jardín, libro de ensayos del poeta Zbigniew Herbert (Acantilado, Barcelona, 2010), quien le dedica a Lascaux algunas impresiones, la compara con una Capilla Sixtina subterránea de nuestros antepasados y nos dice que «ninguna grandeza se puede separar de su fundamento».
Hace tres años, en el Encuentro de Poetas Francisco González León, en Lagos de Moreno, conocí a Gustavo Íñiguez, autor de Espantapáramos (ceca, México, 2013) y a quien tuve de becario de Literatura del pecda en la pasada edición. Tanto me convenció el trabajo de Gustavo que empecé a alimentar sus lecturas con algunos poetas y sus libros (como los mencionados). Vocación de animal fue su propuesta y ahora, publicado por Mantis Editores y la Dirección de Publicaciones de la Secretaría de Cultura de Jalisco, ve la luz como si se tratara de aquellas pinturas rupestres de Altamira o Les Combarelles.
Vocación de animal es como un viaje nuevo por una gruta antigua: entramos en el libro por «El agua primordial» (el fundamento), en donde la primera persona del singular se convierte en plural y le habla a la segunda, y le habla a Dios como si fuera él mismo y fuera el agua. Todo este recorrido es importante, pues marca la grandeza del poemario. Su transcurso apacible es una advocación por violar el santuario. Territorio interior, ya lo dijimos, que en Gustavo se asume como casa y dominio. De la infancia al exilio hay una línea recta, lo sabemos. Lo que a veces se ignora es esa curvatura del relámpago que debe desprenderse del poema al lector. Del deseo de mirar, de escuchar, de leer, hacia la incomprensión total de lo que amamos. No importa lo que dicen los vocablos sino la luz que irradian.
Los «Primeros desplazamientos» ocurren «En los muros de Lascaux»: el hombre (uno de los primeros) es el poeta, pintor o ángel caído. A la manera de Dante, inventa y reconstruye las palabras para poder nombrar lo que ha mirado. Reconoce a las bestias y, por ende, se sabe un animal. Pero divino. «El individuo» escribe, aunque también se arrastra en ese paraíso oscuro y subterráneo. Su existir, bajo el agua, coloreará su paso. «Lo grotesco de la especie» es un estudio de la luz y la sombra, y es un credo: oración, ya se sabe, religiosa, puesto que el animal se convierte en sagrado al disipar la lluvia. Con esta acción se revela lo oscuro: de inmolar a una cabra al holocausto solamente hay dos trazos. Y vendrán a futuro las acciones violentas. Lo grotesco, pero ya no de gruta, de nuestra especie humana. «La Sala de los Toros» es una catedral para ese Dios que rumia. Para seguir los pasos de los búfalos debemos desvestir nuestras pezuñas y andar en la manada. Desplazarnos no nada más de izquierda a derecha, de arriba abajo, en el acto de la lenta lectura; es precisa también la detención, esa inmovilidad de estar en las paredes, recargados, pintados, frescos de tizne aún, con la sangre escurrida, con el carbón brilloso, incluso con algo del sudor de quien nos toca, nos borra o nos define detrás de otra mirada. Ojo que escucha y nota, más allá de la piedra, la grave pulsación de lo terrestre.
Las «Grandes migraciones» son cuadros posteriores a Altamira, pero podrían estar adentro de la cueva. «El rinoceronte de Durero» existe en la figura proyectada de algún escarabajo cuando tenemos claro que el hombre es como un dios en miniatura. Recordemos que Alberto Durero no es simplemente el mayor artista del Renacimiento alemán: era un imaginista, pues dibujó al cuadrúpedo sin haberlo visto antes, basado nada más en las explicaciones recibidas. Sin embargo, esta obra lo retrata con la mayor fidelidad posible, como si de un naturalista se tratara. De nuevo toda imagen es la repetición de alguna sombra que el hombre va encendiendo si se mueve, porque el cuerpo es la lámpara. En «El buey desollado de Rembrandt» el poema es la bestia. Dos cuadros y sus dos posiciones encontradas, como en alguna cruz. Cuando el arte es mayor crea su propia mística, y aunque el poeta se manifieste herético, habrá de hablar por él la fe de sus palabras.
«Últimos desplazamientos» comienza con «Instantes de asedio», en donde la poesía se ha cubierto de piel. Pareciera un momento anterior a la visita de Altamira. El hombre se encontraba desnudo y caminaba con el fuego en la voz buscando su elocuencia. Se había perdido el ángel (ese animal terrible) y era tizne la luz. Lo «Cardinal» es él, es Dios, y uno es el hijo pródigo que desea regresar a su cueva. Este momento de liturgia demuestra la grandeza de Vocación de animal. Los buenos fundamentos de Gustavo. Si le creemos a Borges, el poeta parece dibujar el universo y traza nada más su «Autorretrato en carbón». Así cobran sentido el viento que se expande en las praderas, el ropaje de la sangre, la casa de los huesos, el museo que muestra nuestras habilidades y derrotas. El tiempo que establece su dominio por encima de amores y de ausencias es nomás un instante: una fugacidad que detenemos cuando abrimos los ojos y admiramos un cuadro. Cuando al cerrar los ojos pensamos en un hombre. Cuando al quedarnos quietos se escucha ese bramido de otros búfalos y su andar en la nieve.
Lo que no somos, excepto en el deseo, dejará un viento frío. Una manera de acallar el poema se abre paso: «El fuego en la brújula» es un canto al cardenal que alcanza nuevamente las alturas. El ángel que recobró sus alas al recorrer la historia y darse cuenta que tan sólo es la niebla lo que cubre el poema. Y entonces el milagro: la sencillez del mundo. Íñiguez nos lo dice con la lumbre en sus ojos y el corazón abierto. Si esto no es la poesía, seremos animales de carroña. Si esto no es el destino del poema, que Dios nos lo demande.