Primavera en paréntesis

Adriana Díaz Enciso

Guadalajara, Jalisco, 1964. Su publicación más reciente es la traducción El velo alzado, de George Eliot (Universidad Nacional Autónoma de México, 2020).

Nunca un otoño más hermoso. No sé qué es ahora en tu recuerdo, pero yo aún guardo en los ojos el oro y el ardor. Cómo, de día, un follaje de manso fuego crepitaba contra las aguas hondas del cielo, y cuando de mañana dejaba atrás tu puerta, amansado también el cuerpo tras apurar ese otro fuego nuestro, y caminaba hasta Brunswick Square por las calles transfiguradas de tu barrio, el esplendor estallaba en mi mirada para adentrarse luego y, líquido, me recorría por dentro. Era júbilo, te contaba después. Gratitud, azoro, y al mirar cómo en lo alto las ramas de esos antiquísimos plátanos de sombra se hincaban en lo azul, regresaban volando nuestras palabras —un vuelo sosegado en el que encontraban su orden y, en él, el pensamiento, y más allá del pensamiento, el vuelo más alto del alma para que pudiera yo volver a contarte, una y otra vez, de ese éxtasis dulce en el que todo era presente e intangible.

También de noche ardía el follaje. Caía la oscuridad temprana y no importaba; la sostenían las hojas encendidas y era hermoso, así iluminado, el negro mismo del cielo. Una hoja enorme una noche, sus lóbulos de miel extendidos sobre el pavimento como la mano de un gigante, visibles las nervaduras bajo las blancas luces festivas de Russell Square, me reveló la bondad del orden del mundo, y apresuré el paso en el frío cortante para decírtelo. Esa noche, tras la disolución gozosa, animal y humana y tierna de tu carne y mi carne, con mi cabeza recostada en tu pecho, la alegría me traspasó de tal manera que quedé muda, los ojos abiertos a la noche y sus sonidos, sonriendo como una niña. Abrazada a ti, a esa barca fuerte de tu pecho. 

Tus párpados temblaban. Tú, vivo aún y ya despertando. El ímpetu inconsciente de la vida en ti —el mismo de los árboles, sus hojas— intentaba obedecer a la afable enfermera (en mi memoria, sobrehumana emanación de la bondad). Eras tú, tendido ahí: tuya la frente, tuyo el pelo cano; tu rostro, sí, pero visto a través de un cristal que asomaba a otro mundo, dislocado, y ahí, iluminado por una luz de artificio que parecía reverberar, una máscara te ayudaba a respirar y tus labios entreabiertos, más gruesos que en mi recuerdo, se esforzaban por hacer uso del aire. Mundo en el que tus manos grandes, que he amado y me conocen, se movían apenas, ciegas, trémulas, transidas de ansiedad, y todo tu cuerpo yaciente bajo esa luz afilada que no dejaba oculto ni un ápice de realidad era la presencia inapelable del dolor que había entrado en ti, arrebatándote del otoño vuelto ya memoria, de nuestro feliz invierno y de mis brazos, signo de la frontera en que aún te debatías. Había restos de sangre en tu cuello, ahí donde entraba el tubo intravenoso; donde tantas veces cayeran mis besos. De otras cánulas hincadas en tu vientre manaba un líquido claro mezclado con pálida sangre adormecida, que recogían asépticamente al pie de la cama grandes recipientes de plástico o cristal. También parte de ti, cruzando el linde. Todo eso eras tú, pensé, fuera y dentro de tu piel, sujeto a una transmutación que no entendía, vivo aún. Vivo aún y despertando, aunque nada en aquel escenario inconcebible se atreviera a decir que regresabas. Una venda blanca ceñía la pierna de la que habían extraído una de tus venas. Tus piernas laxas, lastradas por un peso inmenso, como si no fueran tuyas. Y ahí, en el centro, el origen de todo, el vendaje blanco encubriendo tu pecho ensombrecido por tu sangre. 

En esa cámara inmensa, bardo en que los más frágiles transitan, al cuidado de extraños, por su sueño alterado, no había ventanas, sólo esa luz inmisericorde y necesaria, pero era como si tras un cristal imaginario a mis espaldas nuestras palabras urdidas, nuestra felicidad y nuestro gozo pasaran volando como fantasmas poseídos de un raro regocijo, su vuelo translúcido y plateado, y yo no podía saber si anunciaban promesa (estabas vivo, ¡vivo!) o se burlaban; si el canto que entonaban era de júbilo o condena. 

«Agua», decías, una y otra vez, durante horas. Yo te daba de beber a sorbos, humedecía tus labios. «Dolor», decías; «comezón», y apenas tenías fuerza para oprimir el botón que llevaba el alivio del fentanilo a tus venas. Yo te acariciaba el brazo, la mano, ahí donde podía entre tubos y esparadrapos, intentaba calmar tu escozor. Te recordaba cómo respirar, para que tus pulmones recobraran su costumbre, pendiente de tu rostro en tu lucha por volver. Besaba tu frente, te decía lo bueno que era verte, tenerte aquí, y no sé qué era la fuerza que llevaba a mi boca las palabras, la que movía mis manos y me hacía creer que eras tú tendido ahí, indefenso, pleno únicamente de dolor pero innegablemente tú; que éramos aún tú y yo en ese espacio entre lechos ajenos donde otros daban batalla también contra la muerte. A ratos dormitaba en una silla, tu mano en la mía, apenas consciente de las lágrimas que en silencio me mojaban el rostro. Estabas vivo, y así. 

Todo el otoño y el invierno que siguió, en ese breve espacio nuestro, esa alegría que sin esperarla nos fue dada, miré el árbol frente a tu ventana: sinuosas ramas cobrizas contra el ladrillo, rojo también, de una fachada. Eran, desnudas, como un gesto, un llamado. Durante esos meses de arrebato e inocencia, la espiral que parecía infinita de nuestros cuerpos encarnando en su deseo, anhelaba también la primavera, para verlo florecer.

No sabía lo que anhelaba, qué invocaba recostada en tu pecho, respirando contigo, oyendo latir tu corazón, a resguardo en esa barca. 

Y mira cómo nos encontró la primavera. Estaba ahí, en mi memoria o fantasía, un abanico de imágenes intangibles a las que ansiaba volver, pero contigo. Quería multiplicar la belleza recordada, verla arder con más brillo a través del prisma de eso que fulguraba entre tú y yo. A saber si ese anhelo de un pasado transfigurado en su proyección a una dicha venidera fue la falta que nos expuso así. 

Llegó como un golpe en el rostro, la ofuscación de su luz descoyuntada en la que caminaba alucinada de tu casa al hospital buscando los árboles en flor. Se nos fueron, casi todos. De tanto anhelar, apenas vimos nada. Un día de viento tropecé con un cerezo y te llevé una de sus flores. Era pequeña y frágil y había que protegerla del soplo incesante del aire intranquilo. Era también una victoria, un amuleto. Sabía, desde un lugar en mi mente exhausta, que no habría largas caminatas en campos ni parques revestidos en mi fantasía de cada vez más esplendor, cada vez más volátil; que perdernos el pródigo arribo de las flores tras los largos meses de frío y oscuridad era una de las formas en que se articulaba nuestra pérdida. Comprendí también, de una manera vaga, sin posibilidad de hacer un alto y cavilar, que no poder decirle «¡Detente!» a la primavera, suspenderla en una órbita de hielo para impedir que cayeran sus flores, obligarlas a aguardar, inmóviles, prendidas de la rama hasta que estuvieras bien, si te salvabas; que ese vértigo, esas ganas de llorar hasta vaciarme yo misma el corazón, era uno de los caminos que me llevaría a entender la abstrusa inutilidad de todo deseo. 

Y que había que andar, sin parar en contrición ni lamentos. Que algo habría del otro lado, cobijado en su propia luz. 

Estas noches nuevas son extrañas, vistas quizá por quienes fuimos a través de multiplicados cristales deformantes. En esa misma habitación de nuestro encuentro y nuestro gozo suceden cosas inexplicables: la noche, por ejemplo, en que medio despierta fui a buscarte porque el golpe sordo de un cuerpo que caía me arrancó del sueño. No te encontré; sin aliento volví a la cama y ahí estabas, tu cuerpo respirando, vivo, en la profundidad de tu dormir.

Entre esta profusión de espejos asoma tu rostro moldeado por el dolor, tan constante que casi no puedo recordar cómo era antes de que te reclamara para sí. Otro rostro tuyo que me encuentro amando, herida por la distancia, por no poder tocarnos, porque el más leve intento de estrecharnos te fustiga, nos castiga, nos deja aturdidos, huérfanos. Estoy triste, te dije una noche, porque no podemos abrazarnos, y las lágrimas te corrieron por el rostro, silenciosas también, como las mías. Cosas que pasan, nada más. Una tensa ligadura entre lo que rumia el corazón, sin entenderlo, y el lugar donde sucede lo aparente; el momento que nos ciñe, del que no podemos desasirnos, criaturas al fin insertas en el tiempo, donde sólo podemos tomarnos de la mano y a veces —no muchas— llorar. A este lugar y este momento se ha reducido mi deseo, con todo su fervor: que nos acoja el sueño, que te suelten de su garra el dolor y la fatiga, que se equilibre tu respiración. Que llegue mañana, y otro mañana después, todos los ciegos días que sean necesarios para saber si es posible volver. 

Volver a entrar en el cuerpo de esos que fuimos. ¿Quiénes? ¿Quiénes éramos, en esa conciencia y esa piel? En los besos largos que disolvían toda otra realidad, las manos ávidas volviendo suyo el otro cuerpo, el oro del otoño, el abrazo que nos ceñía con un solo respirar, lo que era nuestro deseo más allá del lenguaje, ardiendo en el centro de los meses fríos y oscuros, en las palabras con que indagábamos juntos sobre el ser y la conciencia y su trama infinita de misterios, pero este, el de la tangible frontera entre la vida y la muerte —su encarnación rigurosa en el cuerpo, su reclamo mundano y acerbo— había logrado ocultarse entre los pliegues de lo invisible, justo al margen de la mirada.

Es como añorar otra tierra, un delirio distante que el dolor distorsiona, y ser a la vez habitados por otros, un hombre y una mujer que duermen dentro, en lo profundo de estas criaturas que se mueven lentas en el éter de este tiempo extraño y despacioso, protegiendo en su sueño nuestra alegría. Quizá todo lo que se añora es una visión así: algo que llevamos dentro, un talismán que nos reconforta y atormenta, el rostro que ya no nos pertenece grabado tras el embozo de la tristeza. 

Pero es la tristeza el momento que nos toca, y la recibo así, plena. Es ella quien ha guiado mis manos, frugal y contenida, desde los cuidados minuciosos en esos días hermosos y terribles de hospital y de tu vuelta a casa, tan frágil, tan tú personificado en otro que se expresaba en el lenguaje del dolor, de esa confusión de los primeros días en que me sentía avanzar entre aguas muy densas, sola y asustada, aunque sola no estaba, porque estabas tú ahí, firme, estoico, sosteniéndome desde un centro tuyo inquebrantable, entregado a tu destino y mi cuidado. Fue ella la que me regresó tu cuerpo, doliente pero vivo, para que lo amara así.

Es cierto que añoro la ternura entreverada en el deseo con que antes te tomaba; recibirte con esa hambre que era mi carne abierta sin que mediaran mi voluntad o mi conciencia, y que era el amor: por eso te sentía dentro como si mi carne fuera la tuya, tu éxtasis mío también. Cómo se disolvía la frontera de la piel y originábamos el goce sin que le siguiera nunca eso que llaman tristeza del coito: sólo unión, alegría, nuestro cavilar y nuestra risa, el pensamiento jugando con la luz, y así acoplados parecíamos una sola entidad inseparable, hasta que tu corazón se fue siguiendo su propio ritmo entorpecido. Pero resistimos cuando se cimbró el mundo que así formábamos y que era una esfera del más fino cristal, y esos que fuimos, tan de golpe convertidos en avatares de otro tiempo, nos sostuvieron desde su sueño apacible, ahí, en el hospital, tomados de la mano, tú con esos cables sujetos al pecho donde ya no podía apoyar mi rostro, constatando los dos la elasticidad del tiempo en la monástica rutina de pastillas, alimentos, rondas médicas y espera, leyendo en voz alta Finnegans Wake, o ese día que nos reímos tanto que creí que nos iban a echar. Todos esos días en que no me alejaba de tu lado hasta el último minuto en que acababan las visitas fueron la ruta y el entorno de un desplazamiento, un adentrarme en una dimensión recóndita y más vasta de eso que, en nuestros breves meses de candor y alegría, había entendido como el amor entre tú y yo. 

El beso de despedida la noche antes de la operación, tímido y dulce, hambriento y largo; su silencio, sabiendo que era quizás el último. Y el breve estallido de fe muy temprano la mañana siguiente, porque era un día hermoso y limpio y apenas podía contener mi corazón la alegría de guardarte ahí protegido, como si acabara de despertar a la certidumbre del amor entre nosotros.

Ahora, cuidando de ese mismo cuerpo tuyo, frágil, herido pero sanando, el cuerpo que has entregado a mi desvelo con la misma franqueza con que me lo has entregado en el deseo, el tiempo se abre moroso como una puerta al futuro en la que apenas me atrevo a creer, y me abismo en su presente en la corriente densa y lenta de una nueva ternura. Tu cuerpo, que me ha dado tanta alegría y tanto placer, vuelve al cauce de los recónditos procesos de la vida, y en la vida, sigo amando a este pájaro trémulo y extraño que despierta en nuestras manos. Quiénes seremos tras cruzar el limbo de esta sofocada primavera sin apenas flores es una interrogante ociosa que no tenemos fuerza para contemplar. O una ventana. Ahí el renovado campo florido, no en las calles que circunscriben el hospital y tu casa, sino adentro: en el corazón, justamente. 

Ahí donde esperan esos durmientes que nos guardan, en ese espacio de inalterada quietud donde el tiempo, tal y como dices, es simultáneo y continuo, seguimos sentados en aquella banca bajo un sol oblicuo de invierno, preguntándonos sobre su realidad. 

Es un espejo, desde acá, sentados en otras bancas, señalando las flores que aún se nos ofrecen en alguno de los parques y jardines que rodean tu casa, amoldándonos a la lentitud nueva de nuestra conversación y sus silencios, aquilatando que estás vivo, que podrías no estarlo más, mirando el mundo, interrogando lo que en él somos. Al paso de los días caen las últimas flores pero queda el verdor renovado y fulgurante, como hoy: la ciudad luminosa y limpia tras la tormenta que nos despertó a mitad de la noche y volvió a arrullarnos en su violencia, el poderío del trueno y de la lluvia. 

El árbol de corteza roja frente a tu ventana se acerca más cada día con la gentil inclinación de una de sus ramas. Cada día es más abundante su follaje: sombra de día y, por la noche, el oscuro fulgor de sus hojas lustrosas, salpicado de diminutas flores blancas. 

Tomados de la mano (tu mano grande y fuerte), acunando en silencio ese breve reino de placer y alegría que fue nuestro y al que esperamos volver, aunque cambiados, la realidad irrefutable de los días nos dice en su transparencia que llegará el momento en que comprenderemos la hondura y la humana grandeza de los que somos hoy, completamente inermes ante lo que llamamos destino. Entonces añoraremos también estos días, que serán ya pasado.

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