Presencias del origen (fragmentos) / Alfonso García Rodríguez

 

Son los míos, me consuela

saber que en sus pechos

está el centro del mundo

 

Luis Fernández Roces, Viejos minerales

 

 

3

 

Quienes observan el movimiento de las estrellas

o la traición de la coralina

o la germinación del xilandro

o el nacimiento del agua

en las entrañas de la tierra,

no son otra cosa que teólogos

que diseñan dioses para permitir al hombre

unir a su muerte la sonrisa

dibujada en la geografía cobriza de su rostro.

El dios infinito de la lluvia

ve cómo germinan líquenes y musgos.

 

El agua es el principio de las cosas.

 

Está escrito también

en el rostro de mi madre

que contempla el discurso permanente del tiempo

dibujado en las aguas del Bernesga.

 

Ve pasar el agua y la vida

desde la ventana.

Y me ve, justo al lado del puente,

llenar los calderos en la fuente,

sujetarlos al marco de madera

y colgarlos al cuello de la niñez.

 

El agua era la fertilidad de la pobreza.

 

Cuando el dios Chak

permite la lluvia en Chichén-Itzá,

yo contemplo la jungla infinita.

 

El agua es el principio de la vida.

 

Lo veo escrito allá, muy lejos,

en el río de la infancia,

en los ojos de mi madre

por los que un día empecé a trepar

a estos mundos y a estos sueños,

a estas pirámides habitadas por los dioses

y los sueños que aún me tienen vivo.

 

 

6

 

Es amarilla la mirada

que yo detengo en Faya,

la patria ya lejana de una niñez de moras y de arándanos.

Es amarilla

esta tarde lluviosa y gris de principios de noviembre.

Y sueño con la ternura del corazón

puesta en la mano cálida de una hermosa niña

que me mira cuando digo Daniela,

cuando repito Daniela

y no sepa pronunciar su nombre

en fula, jola, wolof ni mandinga.

 

Me arrastra su mirada,

como la semilla poderosa del amor,

río Gambia adentro, en busca de una isla diminuta

en que la esclavitud

aún resuena a vergüenza y nombre propio.

Tiene nombre de santo la isla de esta negritud,

cerca de otras islas de Perros o Pelícanos,

camino de Juffure,

camino de un hombre que convirtió en símbolo la libertad:

Kunta Kinte resuena como un trueno

—katunga, salunga, barunga—

en los ojos de quienes tienen sólo tiempo

para morir sin aspavientos,

víctimas del óxido de la ceguera y el olvido.

Es lo mismo morir sobre caña de bambú

o sobre el mar hermoso del atardecer en Kanje

o en el silencio de los cocodrilos

que custodian la laguna sagrada de Kachi-Kali.

 

Veo también la muerte

en el retorno de esta tarde gris de noviembre.

Chapas de madera protegen las puertas

de la lluvia y del invierno.

El óxido empieza a adueñarse de otra casa.

El olvido

se adueña de los hombres y su historia.

El olvido huele a incienso.

 

Me lo recuerda el brujo

(samjara, batunga, kamjara)

que dibuja sobre las manos mi futuro

cuando retumban los tambores

en el silencio clamoroso de la selva.

Esparce sangre por los ríos de la palma

con las garras del águila

que un día sobrevoló la espesura tupida de estos bosques.

Y la asperje con el agua nutrida con las vísceras

de todos los animales que soñaron ascender a sus cimas vegetales.

 

La suerte —dijo— está en la corriente de las aguas.

 

Ya sabía yo de niño

que el agua es un camino lento y largo.

Sólo que el agua del Bernesga

se perdía pronto y para siempre entre unas rocas,

negándonos la anchura infinita de otros mundos.

 

En esta tarde roja

la jacaranda pone sordina a la memoria.

Y la luz africana surgida de un sonido misterioso

—bambalá, bambalú, bambalé—

pone sueños en la palabra y la esperanza.

 

 

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